El mecenas de la calle Pimienta
De aquel traje primigenio con el que empezó, Galván solo conserva algunas imágenes en blanco y negro.
Cuando comenzó, José Galván era un niño que solía taconear en las casetas de las famosas ferias de su Sevilla natal rodeado de gente, al ritmo de las palmas que retumbaban como una lluvia gruesa. Por aquel entonces (en los 60) traducía el flamenco a su manera. “Aprendí sin profesor —contaba hace algún tiempo en un documental—. Bailaba como me salía de adentro”. Con las propinas que recogía un camarero, a veces le alcanzaba para tomarse un refresco y recuperar el aire. Y la pista se despejaba cada vez que su hermana y él ensayaban sus zapateos. Lo hacían con ropa de calle: provenían de un entorno modesto y sus padres no disponían del capital suficiente para adquirir la vestimenta típica de los bailaores. “En la casa teníamos otras necesidades”, recuerda hoy en su academia, un tablao tradicional que queda en una callejuela llamada Venecia.
Su primera indumentaria oficial fue el obsequio de un admirador cuando todavía era un muchacho imberbe. Aquel enigmático señor le entregó su tarjeta personal durante una presentación y le dijo que le compraría un traje, que lo buscara al día siguiente en la calle Pimienta. Esa noche, José no pudo dormir. Y horas después acudió a la cita puntual junto a su hermana y su cuñada, la única mayor de edad de aquella pequeña comitiva que solía movilizarse a pie porque casi nunca había plata para montar en transporte público. Aquel mecenas —Guillermo MacLean: el embajador boliviano en España en aquella época— les vistió a los tres de pies a cabeza, les entregó 1.000 pesetas —un auténtico dineral en aquel momento—, les acercó hasta su barrio en un Mercedes de lujo. “Y muchos vecinos corrieron a vernos”, cuenta Galván con su acento castizo, sin hacer pausas, aspirando las jotas y las ges y comiéndose el final de algunas palabras. Era la primera vez que un coche así transitaba por aquel lugar. Todo un acontecimiento.
“Como dice el refrán, sin traje no puedes salir a ninguna parte”, recita ahora José. Lleva encima una chompa marrón, un deportivo viejo y unos tenis, pero su porte es el de un profesional, y no oculta las canas que han brotado en su cabeza tras más de tres décadas dedicado a la enseñanza. A su alrededor, hay una tarima, sillas plegables, un par de alumnas, un reloj, imágenes suyas, de su mujer y de sus herederos, cerámicas y paredes-espejo (como si en aquel rincón todos estuvieran presos de su propio reflejo).
Un bailaor sin su atavío —sin sus zapatos pulidos, sin sus botas de pisador experto, sin su sombrero calado, sin su faja correctamente amarrada, sin su camisa, sin el pantalón ceñido, sin la chaqueta entallada— es como un rey destronado: un ángel caído. Y aquel traje que el embajador le regaló a José cuando más lo requería resultó casi profético. “El lanzamiento de mi carrera”, enfatiza. Primero, como cantaor, para la radio —se estrenó a través del auricular de un teléfono de los de antaño—. Y años después, cuando mudó de voz, sobre las tablas, al lado de figuras como Lola Flores, Juanita Reina o Farruquito.
Esencia gitana
En el 72, su mujer —que además era su pareja artística— se embarazó. Y siguió bailando hasta más allá del sexto mes de gestación a pesar de la tripa que la delataba. Lo dejó porque le decían que terminaría echando al niño por la boca. Y cuando el bebé nació, pusieron punto final a sus giras y José se colocó como pulidor de suelos. “Pero estaba amargao”, cuenta en un video. Y en el 77 armó su escuela, una suerte de fábrica con esencia gitana que ha nutrido a elencos de media península ibérica y que mantiene abierta con la colaboración de José Antonio, su sombra, su tercer hijo, su Sancho Panza.
A su primer hijo —Israel—, José solía rajarle el balón de fútbol para que dejara de entrenar con sus amigos y centrara todas sus energías en el flamenco.
A su única hija —Pastora— la inscribió en el conservatorio para que se alimentara con otro tipo de conocimientos. Y hoy ambos revolucionan los escenarios con un estilo fresco y a ratos polémico. Israel describe a su hermana en El País como una bailaora antigua, pero con más técnica. Y a él, en el mismo diario, lo consideran un tipo raro, un vanguardista: la cucaracha en la que se transforma Gregorio Samsa en La metamorfosis de Franz Kafka.
De aquel traje primigenio con el que empezó, José Galván sólo conserva algunas fotografías en blanco y negro manoseadas. Su madre lo guardaba en un baúl y seguramente se lo acabó entregando a algún conocido de la familia. Gracias a aquel atuendo de tonalidades grises —asegura—, visitó Italia, Perú, Japón, Estados Unidos. Y su gran dolor es no haber mostrado aún en Bolivia su metralla vital, su maestría innata.