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El acumulador de recuerdos

En mitad del living comedor de David Aruquipa, de 43 años, al lado de una espectacular puerta de madera que hace de mesa, hay un recipiente repleto de corchos. Son decenas, de diferentes tamaños, con texturas varias. Algunos muestran en su extremo los rastros del vino que se tomó. Y David los ve como una suerte de alianza matrimonial, como una “conexión romántica” con Guido, su actual pareja. A los dos les entusiasma la degustación, el cateo, los panes y los quesos, la gastronomía en general. Y guardar los corchos —cuando no se rompen— cada vez que abren una botella se ha transformado ya en un ritual, en una especie de memoria de la cotidianidad. “Si te acercas a ellos, te darás cuenta de que todavía conservan parte de su olor”, dice David. En sus aromas están insertos muchos capítulos de su cronología personal. Acá se huele para no olvidar.

Para Aruquipa, el pasado es como un mapa sentimental, una brújula que funge de guía en la intimidad, un conjunto único de experiencias que no deberíamos dejar atrás. Y acumular —en su caso— se ha convertido en un ejercicio para mantener la identidad.    

Cuando todavía iba al colegio —me comenta—, su madre regaló su colección de juguetes y peluches de colores porque pensó que cumplieron su ciclo. Y él sintió que lo despojaron de un pedazo fundamental de su niñez. Desde entonces, hasta a los objetos más mundanos —ovillos de lana o frascos de vidrio, por ejemplo— trata de hallarles un pedestal (para hacerlos destacar y realzar su brillo). “¿Tiene algún sentido desprenderse de aquellas cosas que alguna vez te han hecho feliz, como hizo mi mamá?”, se pregunta.

El único rastro de su infancia que recuperó es una imagen en blanco y negro en la que posa con una camisa blanca impoluta que se desliza por debajo del pantalón, es decir, el tráiler insuficiente de una película que habría deseado contar con detenimiento.   

Además de corchos, David acumula máscaras —de México, de Bolivia, de África, de Guatemala— para combatir la soledad cuando su novio no está o se va de viaje. “Me hacen mucha compañía. Ellas me miran desde la pared y yo también las observo. Jamás me han inspirado miedo. Están conmigo desde que salí del clóset y me unen al mundo del que provengo” (Aruquipa es conocido sobre todo por su labor como gestor cultural).

Acumula monedas para dejar constancia de que estuvo ahí —en Bulgaria, en Suecia, en Italia, en la República Checa—. Un sello en un pasaporte es una rúbrica aburrida, demasiado notarial quizás. Las monedas, en contraste, para él son casi como una postal: un extraño souvenir que se cuela en la cartera sin previo aviso. “Lo último que te queda en los bolsillos antes de regresar —analiza—. Las que tengo aquí (en el interior de un cuenco transparente de cristal) son las que quisieron llegar a la casa. Ellas fueron las que me escogieron a mí, y no al revés. Y me gusta que estén todas revueltas”.  

Acumula piedras grandes y chicas porque las entiende como un vínculo con la tierra que pisamos todos los días. Y acumula también cestos de mimbre —encima de uno de los armarios de la cocina, siempre a la vista— porque son la perdición de Guido.

Barbarella superstar

Su posesión más preciada, en cambio, permanece oculta en el cajón de un escritorio lleno de útiles. Se trata de un álbum retro de Barbarella, una de las primeras travestis bolivianas que reivindicaron el transformismo en los festejos populares como una herramienta para hacer política. Según David, Barbarella era una reina irrepetible “que se hizo 20.000 operaciones en el rostro” para no perder su belleza juvenil, que nunca revelaba su edad, que se opuso a las dictaduras a través del baile. Y su álbum con tapas de tonalidad carmín es ahora un compendio de personajes, territorios y momentos que recuperan un trozo de historia que fue ignorado por el gran público durante décadas.

Hoy, algunas de sus páginas exhiben vacíos. “Barbarella solía regalar sus fotos a las amigas en las farras como una forma de preservar lo que hizo”, me explica Aruquipa. “Y lo fascinante sería averiguar qué pasó con ellas”, piensa en voz alta luego.

Después del álbum de la mítica diva, llegaron a sus manos otros testimonios gráficos estilo vintage muy parecidos: de travestis sin ningún respaldo que viven solas en cuartitos minúsculos y que morirán sin testamento. Y él los ha ido publicando poco a poco en sus libros: “supongo que por eso me eligieron como custodio de sus recuerdos”.