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La intimidad de la ropa sucia

En su lavandería de la avenida Los Sauces de la zona Sur de La Paz, Édgar Cuba (38), tiene más de 200 perchas, acumula alrededor de 40 kilos de ropa cada jornada y gasta mensualmente entre tres o cuatro paquetes enormes de detergente. Su local abre las puertas a las nueve en punto de la mañana y su rutina consiste en lavar-planchar, lavar-secar-planchar, lavar-plan- char-acomodar y lavar-planchar-entregar hasta que anochece.

Édgar aprendió esta dinámica en un hotel a los 20 años, pero se aburrió de ver las mismas toallas y las mismas sábanas desangeladas. Luego, trabajó como pizzero, como carpintero, como albañil, como llantero, como panadero. Y hace siete meses decidió ocuparse nuevamente de la suciedad ajena y dar otra oportunidad a este negocio que se nutre de nuestra torpeza (de las salpicaduras de aceite y los chorretones de vino).

En su interior, hay varios estantes repletos de colchas, un par de percheros con camisas almidonadas y algunas bolsas selladas con pantalones.

Hay, además, una exprimidora que lo centrifuga todo en menos de un minuto, una lavadora de las que se emplean en cualquier hogar de clase media, una secadora que hace run run mientras da vueltas y una plancha corriente que le obliga a permanecer más de tres horas de pie día tras día. “Que me destroza la espalda”, dice. Y luego me comenta que a veces le dejan prendas con rastros de pis u olores desagradables. “Pero no es lo más habitual” (sonríe).

Los profesionales de la limpieza son también —a su manera— testigos lejanos de nuestra intimidad. A ellos les confiamos las sábanas en las que hicimos el amor hasta la amanecida, el mantel que nos ha visto crecer y emborracharnos o las pantalonetas con barro para jugar fútbol. Y después nos los devuelven sin los restos de nuestra biografía (como si ninguno de esos episodios tan cotidianos que nos pertenecen hubiera ocurrido).

Traje de muerto

Según Édgar, una mancha complicada se elimina por disolución, “y no por fricción, como piensa casi todo el mundo”. Él ya es todo un experto en recuperar el color blanco de las fundas amarillas de almohada, quitar pelusas de las frazadas y resucitar poleras. Calzones y brassieres apenas le llegan. “A la gente le da mucha vergüenza mostrarme eso”, aclara. Y lo más raro que ha recibido no tenía nada que ver con la vestimenta: “era un cuadro antiguo elaborado con hilo de oro y terciopelo que tuve que limpiar en seco”.

Cada cierto tiempo, a algunos de sus colegas les toca lidiar con indumentaria de muerto. “A mí no me pasó porque llevo poco acá, pero un amigo me contaba que una vez le trajeron un traje con bichos que parecía robado del cementerio, que olía a perro podrido”. Lo que le dejan a Édgar huele a veces a cardómono y otras, a grasa. Y hasta el momento su único fracaso ha sido una chamarra de cuero que perdió su color pardo para volverse azul tras un error de un compañero suyo que no supo manipularla como debía.

Entre sus clientes más fieles hay mochileros, diplomáticos, ejecutivos, amas de casa y cocineros. Algunos de ellos cuentan las piezas una por una y las ordenan en el mostrador como si les apenara desprenderse de ellas (de sus sudores y sus recuerdos). “Los que más cuidan su atuendo son los mayores —explica Édgar—, quizás porque les gusta ponerse cosas de buena calidad, de las que ya no se encuentran en las tiendas de moda; y la gente joven le da más importancia a su teléfono celular que a sus chaquetas”.

Un especialista en lamparones difíciles no siempre es un apasionado del buen vestir y de la buena presencia. Édgar, que luce un coqueto polo rojo con botones chicos y unos jeans con los que siente cómodo para agacharse y manipular las máquinas, dice que hay personas dentro del rubro a las que ni siquiera les enseñaron a conjuntarse, “que utilizan buzo con zapatos o zapatos sin calcetines”, que no se dan cuenta de que la apariencia es la mejor carta de presentación (de que el ojo del consumidor suele ser un juez insobornable). Y luego comenta que él siempre está impecable para los que entran.

Édgar cobra 10 bolivianos por kilo y 25 por un edredón abultado, y asegura que con lo que gana le alcanza para pagar el alquiler y para mantenerse. A pesar de que en su casa hay tres la- vadoras que comparten entre cinco hermanos, su propia colada la hace en su establecimiento. Cuando tiene algún rato libre, se suele escapar a alguna feria de productos usados o al campo. Y de vez en cuando probablemente se cruza con alguna de esas señoras de trenzas oscuras y piel arrugada que todavía lavan sus ropajes a mano.