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Jane Goodall, loca por los chimpancés

La célebre estudiosa de los primates, de 81 años, asegura que las vidas de esos animales, a los que atribuye elevados sentimientos, pueden ser tan felices y desgraciadas como las nuestras. “Es solo una cuestión de grado lo que nos separa de ellos”. Jane Goodall está hoy muy lejos de Gombe —su ya legendario predio tanzano— y de sus amados chimpancés. Pero esta planta del edificio de la Fundación RBA en Barcelona, donde se encuentra invitada para dar una de sus famosas y concurridas charlas, parece iluminarse con un excitante resplandor libre y silvestre con su sola presencia.

La primatóloga más famosa del mundo y seguramente la científica viva más popular de nuestro tiempo se somete con paciencia franciscana al apretado programa de entrevistas que le han organizado. Cuenta 81 años (nació en Londres en 1934), pero desde luego no los representa y demuestra su proverbial resistencia.

— ¿Qué ve en el fondo de los ojos de un chimpancé?

— Como si mirara en los de un ser muy cercano. Veo una personalidad, una mente. Siento que me sumerjo en los ojos de alguien que tiene mucho que enseñarme.

— ¿Quiénes son? ¿Algo así como nuestros hermanos pequeños?

— Biológicamente están muy cercanos. ¡Tan cercanos! En su anatomía, en su sangre; sufren las mismas enfermedades, la polio, el sida, la hepatitis; su cerebro es muy parecido. Es solo una cuestión de grado lo que nos separa.

— Pero hay una barrera infranqueable, dice usted, y lo dice con gran pena.

— Son otra especie. Cada criatura tiene sus características. Ellos, aunque evolucionan, lo hacen en su propia dirección; no son humanos, nunca lo serán. Creer otra cosa es un error. Yo jamás pierdo de vista esa línea divisoria por muy borrosa que pueda ser.

— Y sin embargo sus vidas, sus relaciones, tal y como las ha recogido usted en sus libros, tras tantas horas de observación, nos resultan tan próximas…

— Parecen personajes de novela. ¡Lo son! Las historias de las familias de los chimpancés son muy parecidas a las de la gente. Buenas y abnegadas madres, jóvenes promiscuas, machos estúpidos…

— ¿Diría usted que todas las familias felices de chimpancés se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera?
¿…?

— Bueno, parafraseaba a Anna Karenina. Quiero decir si son tan intensas sus historias como las nuestras.

— Ah, seguro. Y algunas de sus vidas son muy terribles, especialmente en el caso de las hembras. Pero también hay historias felices y divertidas.

— Hablando de las hembras, su existencia, sometidas a los violentos machos que las usan muy a su antojo, invita a pensar si el machismo y la violencia de género no tienen unas raíces biológicas, si no son comportamientos de monos que hay que erradicar culturalmente.

— Eso sospecho. También es cierto que si la existencia es muy dura para algunas chimpancés, para otras no. Las hembras en general parecen disfrutar mucho con el sexo. Hay mucho sexo bueno y tranquilo en su vida.

— Hay mucho sexo en la vida de los chimpancés por lo que explica usted.

— Sí. Son sexis los chimpancés

— A usted la besó profundamente uno.

— ¿A mí? No lo recuerdo.

— Pues es como para acordarse. Sí, Lucy, lo explica en ese maravilloso libro que es Through a Window sobre sus años con los chimpancés de Gombe.

— Ah, pero ella era una chimpancé criada en cautividad, no un ejemplar salvaje. Me miró mucho rato a los ojos, lo que fuera que vio le gustó y esa fue una forma de mostrar que me aceptaba. Muchas veces han puesto su brazo en torno de mis hombros y me han acariciado.

— A un colega suyo, Frans de Waal, el estudioso de los bonobos, los chimpancés pigmeos, que utilizan el sexo como medio de pacificación social.

—y que vivan los bonobos—, una hembra le besó y cuando él se dio cuenta ya tenía la lengua en la garganta.

— Sí, así son los bonobos, muy especiales.

— En cambio, la sociedad chimpancé es muy violenta. Esa guerra de los cuatro años en Gombe, los atronadores e hirsutos despliegues de fuerza de los machos (Figan usaba incluso viejas latas para hacer más ruido), las peleas (usted describe cómo Satán recogía con la mano la sangre que brotaba de una gran herida en la mejilla de Sniffy y se la bebía), las rencillas de las hembras que llevan al infanticidio. ¿Han sido agresivos con usted?

— Sí, he sido arrastrada, pisoteada, me han arrojado piedras que podrían haberme matado. En realidad, creo que, por muy brutal que sea su comportamiento a veces, no son capaces como nosotros de actos de crueldad deliberada.

— ¿Le han dejado cicatrices? (La primatóloga se limita a alzar la mano derecha: le falta la falange del pulgar. Trago saliva. Jane Goodall observa con curiosidad científica, no exenta de cierto humor, mi reacción).

— Me arrancó el pulgar un chimpancé que estaba en una jaula en un centro de experimentación con primates, al tratar de tranquilizarlo. Lo tenían metido en una jaula pequeña, era horrible, un sitio espantoso. He visitado muchos lugares de esos.

— ¿Le guarda rencor?

— No, no. No fue su culpa. Si les concedemos derechos –se ha hablado incluso de darles la propiedad de sus selvas–, quizá también haya que pedirles responsabilidades. Acaso algún día veamos juzgar a un chimpancé. Por algunos actos como el de Passion, que le arrancó de los brazos el hijo a Gilka, lo mató de un mordisco en la frente y se lo comió con su familia.

Yo no lucho por darles derechos como los nuestros, lucho para que los seres humanos seamos conscientes de nuestras responsabilidades hacia ellos y hacia la naturaleza en general. Abusamos de los chimpancés, y de tantos otros seres. Nadie sabe cómo evolucionarán los chimpancés, pero la cuestión primordial hoy es si sobrevivirán a la destrucción tan rápida que estamos causando de su hábitat, como de toda la naturaleza.

— ¿Se ha sonrojado ante algún comportamiento sexual de los chimpancés?

— Pues a mí me ha impactado una foto de Through a Window en que el babuino Ayax trata de montar a la chimpancé Moeza en lo que es todo un canto a la relación entre especies. Se da el caso de chimpancés interesados en las babuinas, y al contrario. En una ocasión observé al chimpancé de siete años Flint realizando los gestos de apareamiento de su especie frente a una babuina, Apple, que no entendía el código, excepto por lo del pene erecto. Finalmente se le ofreció a la manera babuina, diferente de como lo hacen las hembras chimpancés.

Él quedó algo perplejo, pero, esforzándose ambos, cediendo un poco uno y un poco la otra, lo consiguieron. Fue algo extraordinario.

— ¿Cree que los chimpancés tienen algún sentido de la trascendencia?

— ¡Sabemos tan poco, tenemos tanto que descubrir! Lo que está claro es que tienen una mente muy compleja y son capaces de emociones y cualidades muy refinadas: alegría, tristeza, felicidad, amor, compasión, autosacrificio. Y realizan esas danzas de la lluvia, como las llamamos, una manifestación muy singular.

– ¿Entienden la muerte?

– Uno de los momentos más dramáticos que he visto fue a Olly, una madre, llevando cuidadosamente a su hijo de un mes enfermo de polio en brazos, durante la epidemia de 1966 en Gombe, y cómo al morir ya lo cargaba como si fuera solo una cosa. Está claro que distinguen entre estar vivo y muerto. Flint murió de tristeza tras la muerte de su madre, la querida Flo.