El violín de nadie
Antes de disfrutar de intimidad con su instrumento, F. A. se lo confío a un luthier que tardó en reanimarlo siete meses.

F. A. tiene 42 años y algunas islas de piel en la cabeza porque el pelo se le está cayendo. Sus palabras son firmes y resueltas, como las de un orador experto, y sus ojos, vívidos, pequeños. A veces, cuando lo observo frente a alguno de los videos de YouTube que casi siempre le entusiasman (con la mirada atenta y los dedos marcando el ritmo), me da la sensación de que no deja de deleitarse con la música ni cuando está en silencio, como Tony Cicoria, un antiguo paciente del neurólogo Oliver Sacks que comenzó a sentir la irremediable necesidad de tocar melodías para piano después de que le cayera un rayo encima; un hombre robusto que inexplicablemente escuchaba en el cerebro conciertos inexistentes para piano tras el incidente. F. A. jamás ha recibido una descarga eléctrica tan intensa. Cuando era joven, unos hooligans le dislocaron el hombro y lo operaron de emergencia, en alguna ocasión ha sufrido por culpa de una espalda a la que él exige mucho y hay poco más que añadir a su expediente médico. Pero también está loco por un instrumento —como Cicoria—. En este caso, por uno más frágil, pero igual de elegante: por el violín (quizás el más noble de los integrantes de cualquier orquesta).
F. A. suele agarrar su violín con fuerza, pero lo toca con delicadeza. “El secreto está en la mano derecha y no en la izquierda —explica—. La izquierda busca las notas y depende de la agilidad que uno tenga. Pero la derecha es la que pone la música”. La derecha, dice, “es la mano en la que nadie suele fijarse” y al mismo tiempo, la imprescindible cuando uno toca este instrumento. La derecha es que la vuela, la que cambia de postura constantemente. La derecha es la que se funde con el arco, la que lo domina luego. La derecha es la que genera timbres parecidos “a los de la voz humana”.
F. A. ha disfrutado de tres violines hasta el momento. “Los dos primeros eran baratos y sonaban a lata”, recuerda. Y el tercero —el que ahora le acompaña— es un cadáver resucitado. Un cadáver, sí, porque cuando lo compró “estaba hecho mierda”. Se topó con él de casualidad, mientras buscaba en Ebay modelos viejos y modelos modernos. Y el que se lo vendió era “un tío bastante raro”: un señor de cabello escaso emparejado con una rumana, un cazador de saldos que a veces viaja hasta Centroeuropa para retornar con un montón de instrumentos desvencijados que adquiere en los rastros y en los mercadillos de cosas usadas.
Pieza a pieza
Antes de disfrutar de cierta intimidad con su instrumento, F. A. se lo confió a un luthier que tardó en reanimarlo siete meses. “Hasta aquel momento, cuando me hablaban de un luthier, solía imaginarme a un tipo mayor con gafas”. Éste era bajito, lucía una perilla larga de anacoreta bien arreglada, no parecía tener más de 30 años y se tomó su tiempo.
El luthier desmontó aquel violín de tierras lejanas por completo y volvió a armarlo (con una cola hecha a base de grasas naturales) pieza por pieza, reponiendo lo inservible sin que cada mecanismo perdiera su esencia. Después de estudiar la madera, le dijo a F. A. que el cordófono era bueno. “Y por la etiqueta —un pedazo blanco en su interior que decía que provenía de una fábrica de Bohemia (Chequia) que funcionó a finales del XIX y principios del XX— dedujimos que podía tener entre 90 y 100 años”.
Cuando el luthier se lo devolvió a su nuevo dueño, F. A. se preguntaba qué sería lo último que habían tocado con él, quién habría sido el último en templarlo antes de que él lo encontrara en un garaje de un pueblito de 4.000 habitantes del norte de España.
En El violín rojo, una película con banda sonora de John Corigliano, se narra la historia de un violín nómada de 1681 que conoció Shanghái, Cremona, Viena, Montreal y Oxford antes de que lo robaran en una subasta, de un violín lleno de misterios (con un barniz extraño: de color sangre) que pasó por varias manos, que en realidad nunca fue de nadie. Después de verla hace algunos años, F. A. quedó prendado de su argumento; y quizá por eso hoy considera que el objeto no es el instrumento, sino el que lo interpreta.
El violín que él cuida ahora, como si se tratara de un tesoro perdido de la Polinesia, también ocultó un secreto entre sus barnices —al parecer, durante décadas—. Mientras el luthier lo manipulaba, descubrió un sello con el rostro de Adolf Hitler que rescató con unas pinzas y muchísima paciencia, me cuenta. Y desde entonces a veces piensa que el violín pudo haber sido de un nazi; o de un judío condenado al gas; o a lo mejor de ninguno de ellos. Porque los violines —ya lo dijimos— no pertenecen a nadie.