Tuesday 18 Feb 2025 | Actualizado a 15:45 PM

El violín de nadie

Antes de disfrutar de intimidad con su instrumento, F. A. se lo confío a un luthier que tardó en reanimarlo siete meses.

/ 13 de septiembre de 2015 / 04:00

F. A. tiene 42 años y algunas islas de piel en la cabeza porque el pelo se le está cayendo. Sus palabras son firmes y resueltas, como las de un orador experto, y sus ojos, vívidos, pequeños. A veces, cuando lo observo frente a alguno de los videos de YouTube que casi siempre le entusiasman (con la mirada atenta y los dedos marcando el ritmo), me da la sensación de que no deja de deleitarse con la música ni cuando está en silencio, como Tony Cicoria, un antiguo paciente del neurólogo Oliver Sacks que comenzó a sentir la irremediable necesidad de tocar melodías para piano después de que le cayera un rayo encima; un hombre robusto que inexplicablemente escuchaba en el cerebro conciertos inexistentes para piano tras el incidente. F. A. jamás ha recibido una descarga eléctrica tan intensa. Cuando era joven, unos hooligans le dislocaron el hombro y lo operaron de emergencia, en alguna ocasión ha sufrido por culpa de una espalda a la que él exige mucho y hay poco más que añadir a su expediente médico. Pero también está loco por un instrumento —como Cicoria—. En este caso, por uno más frágil, pero igual de elegante: por el violín (quizás el más noble de los integrantes de cualquier orquesta).

F. A. suele agarrar su violín con fuerza, pero lo toca con delicadeza. “El secreto está en la mano derecha y no en la izquierda —explica—. La izquierda busca las notas y depende de la agilidad que uno tenga. Pero la derecha es la que pone la música”. La derecha, dice, “es la mano en la que nadie suele fijarse” y al mismo tiempo, la imprescindible cuando uno toca este instrumento. La derecha es que la vuela, la que cambia de postura constantemente. La derecha es la que se funde con el arco, la que lo domina luego. La derecha es la que genera timbres parecidos “a los de la voz humana”.

F. A. ha disfrutado de tres violines hasta el momento. “Los dos primeros eran baratos y sonaban a lata”, recuerda. Y el tercero —el que ahora le acompaña— es un cadáver resucitado. Un cadáver, sí, porque cuando lo compró “estaba hecho mierda”. Se topó con él de casualidad, mientras buscaba en Ebay modelos viejos y modelos modernos. Y el que se lo vendió era “un tío bastante raro”: un señor de cabello escaso emparejado con una rumana, un cazador de saldos que a veces viaja hasta Centroeuropa para retornar con un montón de instrumentos desvencijados que adquiere en los rastros y en los mercadillos de cosas usadas.

Pieza a pieza

Antes de disfrutar de cierta intimidad con su instrumento, F. A. se lo confió a un luthier que tardó en reanimarlo siete meses. “Hasta aquel momento, cuando me hablaban de un luthier, solía imaginarme a un tipo mayor con gafas”. Éste era bajito, lucía una perilla larga de anacoreta bien arreglada, no parecía tener más de 30 años y se tomó su tiempo.

El luthier desmontó aquel violín de tierras lejanas por completo y volvió a armarlo (con una cola hecha a base de grasas naturales) pieza por pieza, reponiendo lo inservible sin que cada mecanismo perdiera su esencia. Después de estudiar la madera, le dijo a F. A. que el cordófono era bueno. “Y por la etiqueta —un pedazo blanco en su interior que decía que provenía de una fábrica de Bohemia (Chequia) que funcionó a finales del XIX y principios del XX— dedujimos que podía tener entre 90 y 100 años”.

Cuando el luthier se lo devolvió a su nuevo dueño, F. A. se preguntaba qué sería lo último que habían tocado con él, quién habría sido el último en templarlo antes de que él lo encontrara en un garaje de un pueblito de 4.000 habitantes del norte de España.

En El violín rojo, una película con banda sonora de John Corigliano, se narra la historia de un violín nómada de 1681 que conoció Shanghái, Cremona, Viena, Montreal y Oxford antes de que lo robaran en una subasta, de un violín lleno de misterios (con un barniz extraño: de color sangre) que pasó por varias manos, que en realidad nunca fue de nadie. Después de verla hace algunos años, F. A. quedó prendado de su argumento; y quizá por eso hoy considera que el objeto no es el instrumento, sino el que lo interpreta.

El violín que él cuida ahora, como si se tratara de un tesoro perdido de la Polinesia, también ocultó un secreto entre sus barnices —al parecer, durante décadas—. Mientras el luthier lo manipulaba, descubrió un sello con el rostro de Adolf Hitler que rescató con unas pinzas y muchísima paciencia, me cuenta. Y desde entonces a veces piensa que el violín pudo haber sido de un nazi; o de un judío condenado al gas; o a lo mejor de ninguno de ellos. Porque los violines —ya lo dijimos— no pertenecen a nadie.

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El retrato infinito

Magda es capaz de dedicar más de media hora diaria a probarse ropa una y otra vez para posar ante su cámara.

/ 18 de abril de 2016 / 11:26

Magda sonríe con una chaqueta negra de cuero y un chullo altiplánico. Magda sonríe con una musculosa con cremallera y un gorro de lana. Magda sonríe con una sudadera roja y una capucha sobre la cabeza. Magda sonríe con una bufanda amarilla y el cabello suelto. Magda sonríe con una chompa abrigada de color rosado y un tocado circular con diseños andinos. Magda sonríe con lentes de sol y una chaqueta como la de los toreros.

Todas estas fotos en las que Magda Verástegui Baldiviezo —uñas bien cuidadas, labios muy finos, ojos profundos, 37 años— es protagonista tienen algo en común: en ellas, mira a la cámara y nos enseña solo la mitad de su cuerpo. Esta administradora de empresas que maneja una compañía de carga prefiere los selfis que recurren al primer plano; y no se cansa de repetir la misma toma —el brazo estirado hacia el horizonte, la boca mostrando algunos dientes, el peinado con la raya a un costado— cientos de veces.

Magda asegura que los selfis son un reflejo fiel de su estado de ánimo. Para no dar pie a falsas interpretaciones, publica sus autorretratos en Facebook acompañados de frases de manual de autoyuda: “me siento bendecida”, “me siento enamorada”, “me siento genial”, “me siento estupenda”. Cree que es divertido compartir su alegría con los amigos. Y nunca se ha parado a pensar en su felicidad instantánea como una suerte de intriga —como una manera de alimentar la envidia de sus enemigos— porque considera que todos los selfis deberían hacerse eco de las energías positivas, de la “buena vibra”.

Cuando está de buen humor, Magda utiliza prendas con colores claros; para sus salidas nocturnas suele escoger un body, unos jeans y tacones de gala; cuando le invitan a un matrimonio, “lo fundamental es un buen peluquero”, bromea; de lunes a viernes, para ir al trabajo, suele agarrar un pantalón confortable; y siempre lleva dos o tres chaquetas y algunas gorras en la cartera para iniciar esas performances tan alocadas que luego le sirven como carta de presentación en las redes sociales. “Me acostumbré a cambiar de muda constantemente cuando era niña, como si fuera un juego”, me dice en un parque para enamorados, mientras ordena los atuendos que ha traído para la sesión  fotográfica. Aquel divertimento inocente que pertenecía a la infancia, poco a poco, se convirtió en una rutina, y hoy es imposible entender a Magda sin un selfi de por medio.

La colcha de tigre

Según el humorista español Dani Mateo, los selfis son mucho más interesantes que el típico álbum de los abuelos: un acto de autoafirmación, un placer solitario, una especie de suero moderno contra el aburrimiento. Según los psicólogos, son capaces de generar ansiedad y depresión en personas que tienen una baja autoestima. Y según los expertos en marketing, terminan volviéndose un producto identificable con el paso del tiempo, como los maquillajes de Marilyn Manson o las curvas de gimnasio de Kim Kardashian.  

Magda es capaz de dedicar más de media hora diaria a probarse ropa una y otra vez para posar ante su cámara, una Canon tipo turista que compró hace diez años. Uno de sus fondos favoritos es una colcha con la forma de una piel de tigre que suele colocar sobre dos cuadros menos llamativos que le permiten extenderla completamente. En ocasiones, usa una manta floreada igual de extravagante que combina mejor con algunas de las cazadoras de su ropero. Cuando está fuera de casa, se inclina más por los lugares emblemáticos —como el teleférico paceño o el Cristo de la Concordia cochabambino— y los parajes tranquilos —una arboleda, una plaza vacía, un bosquecillo—. A veces, se autorretrata en rincones un tanto anodinos, como la sala de espera de un aeropuerto. Y dice que la escenografía es lo de menos, que es más importante “expresar sentimientos”.

Magda piensa que los selfis tienen más de coquetería que de narcisismo. Ella a veces los utiliza en detrimento de los espejos —para ver si su look es el adecuado para salir a la calle o de fiesta—, y hace imprimir los más bonitos porque en la computadora  “todo se pierde”. De cada nueve o diez autorretratos, apenas comparte un par de ellos digitalmente. Y cuando uno observa todos juntos en su muro de Facebook —gracias a esa opción que los ordena como si fueran las celdas diminutas de una colmena—, cree estar en presencia de una silueta clonada con decorados distintos (de un retrato infinito).

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Arte en pedazos

Los puzzles nacieron a mediados del siglo XVIII como una herramienta para enseñar geografía a los niños.

/ 14 de marzo de 2016 / 15:40

Cuando alguien llega a la casa de Mario Murillo Oporto —bigote tupido, camisa roja, 79 años— suele recibir un catálogo similar al que consultan los clientes en un karaoke. Mario, sin embargo, no ha recopilado en el suyo canciones de moda. Él ha inventariado obras de más de 50 pintores. En los cuadernillos que ha preparado para las visitas, Murillo hace un repaso de los cuadros que ha colocado hasta en el último rincón visible de su vivienda: en el living, en el estudio, en el distribuidor o en el pasillo. Cuando tiene a alguien al lado, hace gala de sus conocimientos sobre el arte y sus grandes genios: sobre Picasso, sobre Van Gogh, sobre Monet, sobre Velázquez. Y reconoce que su formación como matemático le empujó a armar un registro pormenorizado de todo lo que sus paredes exhiben y cuentan: en ellas, hay 115 reproducciones de distintas épocas.

Los cuadros que este potosino inquieto ha ubicado aquí y allá hasta poblar la mayoría de los tabiques que hay entre cuarto y cuarto en realidad no son cuadros: son puzzles. Puzzles de más de 30 euros y de un dólar y medio. Puzzles de 56, 1.000, 1.500 o 5.000 piezas. Puzzles que ha adquirido en Bolivia, en Chile, en Ecuador, en Nueva York, en Oaxaca y hasta en Chiapas, donde compró un Tutankamón que brilla. Puzzles de empresas con muchísimo prestigio, como Ricordi o Clementoni. Puzzles que nos trasladan al Prado, al Louvre, al Reina Sofía o a la galería Tate de Londres (a todos esos lugares al mismo tiempo). Puzzles que luego encaja en un marco para que nos seduzcan.

Los puzzles (o rompecabezas) nacieron a mediados del siglo XVIII como un instrumento para enseñar geografía a los niños y don Mario todavía los entiende como una herramienta divulgativa, como una manera de emparentarnos sigilosamente con la historia, la mitología o el humanismo. En la escalera que conduce hasta el segundo piso de su domicilio, uno encuentra 32 pinturas que casi nadie ignora cuando las tiene enfrente, como El jardín de las delicias, La maja desnuda o Las meninas. Y casi siempre hay una radio o un tocadiscos que suena cerca. “Yo soy muy aficionado a los compositores clásicos y al folklore —dice Murillo—; y me gusta escuchar música de día y también de noche. Me hace compañía. Ni siquiera la apago para dormirme”, se ríe.

Intención y deseo

La dedicación de Mario por las cosas que le interesan es tan intensa como antaño la de los renacentistas. Cuando era joven, devoró dos libros de álgebra elemental tras un ligero revés académico. “Me olvidé de una fórmula durante una clase en la universidad y me dio tanta vergüenza que decidí que nunca más me vería envuelto en una situación semejante”, me explica mientras tomamos un refresco de naranja a pocos metros de un mural del mexicano Diego Rivera en formato puzzle. En la década de los 60, gracias a su habilidad con los números, obtuvo una beca para especializarse en estadística en el extranjero, y estudiaba “25 horas diarias”, exagera. Y desde hace 20 años se queda a veces hasta la una o dos de la madrugada jugando con los pedazos de sus rompecabezas.

Lo primero que hace este matemático para resolverlos es separar las piezas del borde; luego, divide las restantes en función a los colores que predominan; y a continuación, recurre a una memoria visual bien entrenada para ir uniendo cada uno de los fragmentos con sus parejas. Cuando se halla ante mil o más piezas, organiza varios módulos y trabaja como si cada uno de ellos fuera un rompecabezas independiente. Cuando termina, distribuye todo encima de una base y usa contrapesos para impedir que la humedad del pegamento la doble. Y, finalmente, cuelga el cuadro-puzzle y lo ilumina.

Murillo resume el proceso con dos palabras muy simples: “intención” y “deseo”. “Eso es lo único que importa”, predica. Y después, mientras se mueve a pasos lentos entre las obras que nos rodean, identifica cada una de ellas sin pensarlo mucho, como si se tratara de los miembros de su familia. Algunos de los puzzles que están ahora delante nuestro ya no se producen en serie o son una creación irrepetible (“por ejemplo, dos de la fábrica Ravensburger que fueron pintados a mano”, se enorgullece). Y en otra habitación hay varios de trenes que corresponden a una sola firma: Ted Blaylock. Para comprender que valen bastante más de lo que se pagó por ellos basta con mirarlos con detenimiento (“ver es pensar”, analiza el artista Richard Serra en el catálogo de Mario).

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Arte en pedazos

Los puzzles nacieron a mediados del siglo XVIII como una herramienta para enseñar geografía a los niños.

/ 14 de marzo de 2016 / 15:40

Cuando alguien llega a la casa de Mario Murillo Oporto —bigote tupido, camisa roja, 79 años— suele recibir un catálogo similar al que consultan los clientes en un karaoke. Mario, sin embargo, no ha recopilado en el suyo canciones de moda. Él ha inventariado obras de más de 50 pintores. En los cuadernillos que ha preparado para las visitas, Murillo hace un repaso de los cuadros que ha colocado hasta en el último rincón visible de su vivienda: en el living, en el estudio, en el distribuidor o en el pasillo. Cuando tiene a alguien al lado, hace gala de sus conocimientos sobre el arte y sus grandes genios: sobre Picasso, sobre Van Gogh, sobre Monet, sobre Velázquez. Y reconoce que su formación como matemático le empujó a armar un registro pormenorizado de todo lo que sus paredes exhiben y cuentan: en ellas, hay 115 reproducciones de distintas épocas.

Los cuadros que este potosino inquieto ha ubicado aquí y allá hasta poblar la mayoría de los tabiques que hay entre cuarto y cuarto en realidad no son cuadros: son puzzles. Puzzles de más de 30 euros y de un dólar y medio. Puzzles de 56, 1.000, 1.500 o 5.000 piezas. Puzzles que ha adquirido en Bolivia, en Chile, en Ecuador, en Nueva York, en Oaxaca y hasta en Chiapas, donde compró un Tutankamón que brilla. Puzzles de empresas con muchísimo prestigio, como Ricordi o Clementoni. Puzzles que nos trasladan al Prado, al Louvre, al Reina Sofía o a la galería Tate de Londres (a todos esos lugares al mismo tiempo). Puzzles que luego encaja en un marco para que nos seduzcan.

Los puzzles (o rompecabezas) nacieron a mediados del siglo XVIII como un instrumento para enseñar geografía a los niños y don Mario todavía los entiende como una herramienta divulgativa, como una manera de emparentarnos sigilosamente con la historia, la mitología o el humanismo. En la escalera que conduce hasta el segundo piso de su domicilio, uno encuentra 32 pinturas que casi nadie ignora cuando las tiene enfrente, como El jardín de las delicias, La maja desnuda o Las meninas. Y casi siempre hay una radio o un tocadiscos que suena cerca. “Yo soy muy aficionado a los compositores clásicos y al folklore —dice Murillo—; y me gusta escuchar música de día y también de noche. Me hace compañía. Ni siquiera la apago para dormirme”, se ríe.

Intención y deseo

La dedicación de Mario por las cosas que le interesan es tan intensa como antaño la de los renacentistas. Cuando era joven, devoró dos libros de álgebra elemental tras un ligero revés académico. “Me olvidé de una fórmula durante una clase en la universidad y me dio tanta vergüenza que decidí que nunca más me vería envuelto en una situación semejante”, me explica mientras tomamos un refresco de naranja a pocos metros de un mural del mexicano Diego Rivera en formato puzzle. En la década de los 60, gracias a su habilidad con los números, obtuvo una beca para especializarse en estadística en el extranjero, y estudiaba “25 horas diarias”, exagera. Y desde hace 20 años se queda a veces hasta la una o dos de la madrugada jugando con los pedazos de sus rompecabezas.

Lo primero que hace este matemático para resolverlos es separar las piezas del borde; luego, divide las restantes en función a los colores que predominan; y a continuación, recurre a una memoria visual bien entrenada para ir uniendo cada uno de los fragmentos con sus parejas. Cuando se halla ante mil o más piezas, organiza varios módulos y trabaja como si cada uno de ellos fuera un rompecabezas independiente. Cuando termina, distribuye todo encima de una base y usa contrapesos para impedir que la humedad del pegamento la doble. Y, finalmente, cuelga el cuadro-puzzle y lo ilumina.

Murillo resume el proceso con dos palabras muy simples: “intención” y “deseo”. “Eso es lo único que importa”, predica. Y después, mientras se mueve a pasos lentos entre las obras que nos rodean, identifica cada una de ellas sin pensarlo mucho, como si se tratara de los miembros de su familia. Algunos de los puzzles que están ahora delante nuestro ya no se producen en serie o son una creación irrepetible (“por ejemplo, dos de la fábrica Ravensburger que fueron pintados a mano”, se enorgullece). Y en otra habitación hay varios de trenes que corresponden a una sola firma: Ted Blaylock. Para comprender que valen bastante más de lo que se pagó por ellos basta con mirarlos con detenimiento (“ver es pensar”, analiza el artista Richard Serra en el catálogo de Mario).

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El coleccionista insaciable

Para Baptista, los objetos y la documentación antigua son un excelente antídoto contra el olvido.

/ 15 de febrero de 2016 / 04:00

Mariano Baptista Gumucio es escritor y periodista, tiene un programa de televisión que explora cada semana las identidades de Bolivia y una casa llena de curiosidades que nos empujan a pensar que el pasado es una vertiente viva. Nada más subir las escaleras que llevan a uno de los ambientes más amplios de su vivienda, hay una cama del siglo XVIII donde suele descansar su gata. La cama, que en algún momento fue utilizada por un obispo, se la compró a un anticuario de los de antaño y perteneció durante años a la Juanacha, la famosa pareja del expresidente Melgarejo. “Pero Melgarejo jamás llegó a dormir en ella”, dice Mariano. “Él era muy grande. La habría destrozado”, sonríe luego.

Para Baptista, los objetos son un excelente antídoto contra el olvido. Por eso, se ha encargado durante décadas de recuperar un sinfín de ellos. Por sus manos han pasado algunos muy significativos. Por ejemplo: dos pinturas en las que vemos a un Mariano Melgarejo altivo y otra donde lo retrataron con un estilo similar al de Arcimboldo, un artista del Renacimiento que hacía cuadros geniales valiéndose de animales, frutas, plantas y otros elementos. Además, guarda en un álbum grabados y cartas del exmandatario. “Cartas que confirman que los franciscanos le enseñaron buena ortografía”, comenta nuestro cicerone mientras observa una de ellas. Y hasta hace poco era el dueño de la máquina de escribir de uno de los literatos bolivianos más influyentes del siglo XX: Franz Tamayo.

La máquina de escribir ha terminado en un museo para niños de La Paz —el Pipiripi— porque lo que quiere Baptista desde hace algún tiempo es que sus reliquias sean apreciadas por las nuevas generaciones en espacios abiertos al público. Porque, al igual que el peruano Vargas Llosa, considera que un museo vale más que diez colegios.  

Mariano ha publicado más de 60 libros, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua, fue ministro en diferentes épocas y también, editor del dominical del periódico Hoy y director de Última Hora. Siempre ha ejercido de enciclopedia ambulante, y aprovecha sus conocimientos cada vez que puede para armar dosieres repletos de fotos y detalles interesantes que nos ayudan a comprender mejor a personajes extraordinarios.

En uno de ellos ha recopilado imágenes de la minería para que entendamos la relevancia de Simón Iturri Patiño, el Rey del Estaño, un empresario con muchísimos claroscuros que llegó a ser una de las personas más ricas del mundo. Y otro lo ha dedicado a Augusto Chueco Céspedes, uno de los mejores cronistas de las últimas décadas; un tipo singular, combativo y bohemio que tuvo la oportunidad de conocer a De Gaulle en Francia y a Rita Hayworth en los Estados Unidos; un hombre obstinado y a ratos polémico que no dudaba en provocar un duelo cuando sentía que alguien le había faltado al respeto (tal y como lo refleja en una carta ahora en poder de Baptista donde anunciaba que se batiría en duelo para limpiar el honor de su madre y de sus hermanas).

Según Mariano, deberíamos convertir a los Patiño, los Melgarejo, los Céspedes o los Tamayo en una suerte de símbolo. “Como hicieron en Colombia con la figura de Juan Valdez (un campesino inventado que representa a los cafeteros y atrae turistas) o en Chile con Pablo Neruda y la Isla Negra”, me explica.

Baptista está convencido de que pueden recrearse pasajes de otra época gracias a los rastros de nuestros antepasados.

Mariano también es custodio de libros antiguos, de soldaditos de plomo y de muñecos cascanueces que pareciera que van a moverse en cualquier momento. Dice que él no es de los que son capaces de gastarse la mitad de su fortuna con tal de conseguir una pieza exclusiva. Y asegura que una buena colección, en realidad, “no acaba nunca”.  

Una de las series más extrañas de Baptista está conformada por interpretaciones de la Mona Lisa y ocupa un lugar preferencial en las gradas que conducen al último piso de la construcción que habita. Las hay para todo gusto: palliris, cholas, mestizas, con rulos, con los dos senos al descubierto, con un porro en la boca, impresas en corbatas, dibujadas en matrioskas o inmortalizadas en cajas alargadas para botellas de vino. La Gioconda más extraña de sus dominios, sin embargo, no se reconoce a simple vista tan fácilmente. Está en segundo plano en una portada ilustrada de diario del año 1957 que refleja el instante en que un indigente boliviano le lanza una piedra a la altura del pecho.

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Un mundo pequeño

A nuestra anfitriona suele molestarle que confundan su villa navideña con un nacimiento moderno.

/ 14 de diciembre de 2015 / 04:00

La primera figura que adquirió Norma Leguizamón —51 años, tres hijos, ama de casa— no es la más atractiva de las que conforman la villa que instala cada Navidad en uno de los rincones de su vivienda desde hace una década. Tampoco es la más cara ni la más fina. Se trata de una luna con Santa Claus incorporado que se prende cuando lo conectas a un tomacorriente, de un punto de partida. “Sin esta luna, seguramente no me habría animado a armar todo el resto”, asegura Norma mientras mira de reojo hacia la esquina donde se halla la figura (y luego abre los ojos mucho, como un niño ante un chocolate).

Todo el resto es una sociedad en miniatura. Todo el resto es la comisaría, el hotel, la juguetería, la estación de bomberos, la dulcería, el quiosquito de prensa, el colegio, los coches de época, los trineos, el carrusel, el vecino que se pasea frente a las luminarias, la carpa circense, las casitas hechas con galletas de jengibre, el agua. Todo el resto es una ciudad minimalista. Una villa de libro de cuentos que nunca es la misma.

“Cada año nos toca añadir uno o varios elementos nuevos”, me explica Norma. “Éste, por ejemplo, le he metido como fondo una gigantografía de La Paz que se funde muy bien con las luces; y también, un avioncito que he colgado ahí” (me lo señala). “Y cada año movemos todo de sitio”. De vez en cuando, Norma habla en plural y admite cierta complicidad de sus seres queridos a la hora de colocar las cosas con cierta perspectiva —tomando en cuenta el tamaño de cada pieza—, pero el hobby es suyo (y únicamente suyo). “Mi familia solo se mete cuando yo se lo pido. Y tengo que confesar que suelo ser bastante egoísta con esto. La verdad es que esto es mío y solo mío” (risas).

A Leguizamón le molesta que confundan su villa con un nacimiento moderno. Y es consciente de que la paciencia es la mejor consejera para hacer que crezca.

Su último tren de colección lo obtuvo después de desearlo mucho casi de casualidad: en una feria de antigüedades de San Telmo, un barrio de Buenos Aires; “las personitas son difíciles de conseguir porque rara vez las venden sueltas”, me dice; y algunos de los artilugios móviles —como las sillas voladoras— los compra su hija mayor en Estados Unidos.

Un mes de trabajo

Las tradiciones ligadas al último mes del año son muy variadas y en algunos países, hasta hilarantes. En Yugoslavia, los niños atan de pies y manos a sus padres mientras les gritan: “¿Qué nos darás para que te dejemos libre?”. En Noruega, esconden las escobas antes de acostarse para evitar la visita inesperada de brujas chinchosas. En algunas regiones de Eslovaquia y de Ucrania, el día de Nochebuena, el más anciano de la mesa lanza al techo una cucharada de loksa —un plato típico— porque piensan que el “proyectil” servirá para atraer las buenas cosechas. En Cataluña (España) son comunes los caganers: unos curiosos personajes en posición de ir al baño que se suman a los belenes clásicos. Y lo de las villas, según nuestra anfitriona, nació por la necesidad de recrear espacios que nos lleven a permanecer tranquilos: “en paz con nosotros mismos”.

Levantarlo todo, sin embargo, supone un gran presupuesto y un desafío. “Una construcción pequeña (de cerámica o resina) cuesta unos Bs 450. Una más grande, entre $us 100 y 150. Y si lo que quieres es hacer un buen trabajo, tienen que gustarte las manualidades”, me advierte Norma con el gesto distendido.

Leguizamón sabe bien de lo que habla. Ella dedica un mes entero a preparar cada detalle y la mayor parte de la escenografía de la villa es suya. Usa guata para simular la nieve, plastoformo para dar forma a los túneles y cerros y un sistema de bombas para que su lago parezca natural. Y también se hace cargo del circuito eléctrico. “Y no sabes lo complicado que es a veces dejarlo preparado —dice—, ya que unas conexiones son a 110 y otras a 220”.

El resultado es casi siempre un espejismo: los Bed & Breakfast en una punta de la montaña, la escuelita de ballet en el centro, la pista de hielo más a la izquierda, la nieve cayendo, el cine de barrio, la iglesia como llamando a misa. El resultado es un poco como el universo de El Principito: un lugar desde el que se nos enseña que una caja con agujeros podría ser perfectamente una oveja; un mundo que contiene muchos otros mundos —y muchas historias juntas—. El resultado es un búnker que protege nuestra imaginación. Una postal entrañable que es capaz de hipnotizar a adultos y niños.

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