Sunday 21 Apr 2024 | Actualizado a 19:45 PM

Arepa, delicia Caribeña

El patrimonio cultural venezolano e ícono de la gastronomía regional que se cocina en Bolivia.

/ 18 de octubre de 2015 / 04:00

Para Mary Cruz Molina, una venezolana con más de cinco años en Santa Cruz de la Sierra, “nada más rico que comenzar el día con unas arepas calientitas… su olor sobre el budare o la plancha y ese momento en el que se nos hace agua la boca mientras vamos rellenándola —de carne, de pollo, de palta o huevos—”. Y es que en definitiva, para gran parte de los habitantes de Sudamérica, la arepa forma parte de su vida, de su historia personal. “Es que crecemos con ella”, relata esta mujer representante de VenMundo en Bolivia, dejando ver cómo este gusto adquirido se ha convertido en un sentimiento país para los venezolanos.

Se puede afirmar que la gastronomía identifica rápidamente a una nación, por eso cuando se habla de tacos se recuerda a México, o si se nombra a la paella, se viene a la mente España… lo mismo ocurre con el curry y la India… y ni qué decir de comidas emblemáticas como la pizza italiana o el sushi japonés. En los últimos años, esto también pasa con la arepa venezolana. Si para algo ha servido la diáspora de ciudadanos de este país caribeño en esta década ha sido para dar a conocer su música, gastronomía, cultura, maneras de ser y de vivir.

La arepa es un pan de maíz de forma circular que se puede cocinar asado, frito o a la parrilla, y rellenar con diferentes ingredientes dependiendo de las regiones.

La más emblemática es la Reina Pepeada (ensalada de gallina con palta) aunque también las hay de carne o pollo, de atún o simplemente de jamón y queso; las llaman pelúas, sifrinas (jailonas), dominó, catiras (chocas), rumberas, playeras, llaneras, andinas, y al menos de 15 maneras más. Este plato es referente de todas las provincias de Venezuela, aunque también puede encontrarse en Barranquilla de Colombia, en las Islas Canarias de España y en algunas localidades panameñas y mexicanas. Cada día se hace más conocida. Tanto así que el 12 de septiembre se celebró por cuarta vez el Día Mundial de la Arepa; sí, así como se lee, este manjar venezolano tiene su fecha especial. En principio se hizo a manera de homenaje a una de las expresiones culturales de la tierra de Simón Bolívar, y como un incentivo al voto ciudadano en 2012. Sin embargo, explica la reconocida diseñadora venezolana Shia Bertoni, “con el tiempo se ha mantenido más allá de la política y se ha consolidado como una conexión emocional con nuestras raíces, en las que la gastronomía es clave y la arepa es la protagonista, en los desayunos o en las cenas… ahora es un festejo sin distinción de raza, religión ni posición económica”, indica. Del mismo modo piensa Cris Kadur Guerrero, una guayanesa residente en La Paz: “es algo que hacemos desde el corazón… no importa el color político, o si eres del Navegantes del Magallanes o de los Leones del Caracas —equipos insignes de béisbol del Caribe— todos somos la misma gente, el acento, el calor humano”.

Recientemente, ella y su hermano Khristopher inauguraron un restaurante en La Paz de comida típica venezolana, donde además se exhiben otros platos como el pabellón, los tequeños, la cachapa, las empanadas, el sancocho, el pasticho o las hallacas. Carlos Orellana, uno de los comensales habitué del lugar nacido en Caracas pero con siete años en Bolivia, añade que “a través de la comida nos sentimos cerca del país”, mientras que la paceña Luisa Alarcón cuenta que “no la había probado nunca, pero me encanta”.

El 12 de septiembre, miles de personas participaron de la convocatoria gastronómica en más de 85 ciudades de al menos 48 países. Un total de 110 restaurantes abrieron sus puertas para esta exposición culinaria mundial. En lugares tan exóticos para los latinoamericanos como Dubái en los Emiratos Árabes, Castellón de la Plana en España, Batroun en Líbano, Mascat en Omán, Kuala Lumpur en Malasia, Jakarta en Indonesia o Beijing en China… Y en capitales importantes donde hay más influencia de venezolanos también se vivió la fiesta. Ciudades como Miami, Nueva York, Madrid, Lisboa, Londres, Ciudad de Panamá, Buenos Aires, Ciudad de México, Santiago, Sao Paulo… y por supuesto, Santa Cruz de la Sierra y La Paz, se anotaron en la agenda. Algunos paladares bolivianos observan que la comida venezolana tiene cero picante a diferencia de la boliviana, “son sazones diferentes pero ambas deliciosas”. En el negocio de los Kadur Guerrero se escucha decir que de ahora en más todos deben probar una arepa: “a mí me encanta la llamada pelúa, que es carne mechada, plátano, palta y queso amarillo… es un sabor único”.

¿Cómo se hacen?

Se preparan a base de harina de maíz (preferentemente precocida, hay una patente venezolana especial de este tipo de alimento), la cual se mezcla con agua, un poco de sal —algunos agregan huevos o zanahoria ralladas para darles color—. Cuando se tiene la masa uniforme se hace una forma circular de un dedo de grosor, aproximadamente, y una circunferencia de siete a diez cm de diámetro. Se pueden hacer asadas a la sartén, a la parrilla, al horno o fritas. El relleno es al gusto, pero combina con casi todo y se puede comer tanto en las mañanas como por las noches.

Del cumanagoro

La palabra arepa viene del cumanagoro —lengua del pueblo amerindio de la etnia Caribe que habitaba en el actual estado de Cumaná, al norte de Venezuela— en el que el vocablo “erepa” significa “maíz”. Esta comida es consumida desde los tiempos de los aborígenes. Hoy por hoy es el plato típico venezolano (se suele comer diariamente, tanto en el desayuno como en la cena), en toda la geografía, e incluso hay restaurantes llamados “areperas” que trabajan las 24 horas del día. Se la considera patrimonio cultural de Venezuela e ícono de la gastronomía que también comparten con Panamá, Colombia y las Islas Canarias de España.

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Arepa, delicia Caribeña

El patrimonio cultural venezolano e ícono de la gastronomía regional que se cocina en Bolivia.

/ 18 de octubre de 2015 / 04:00

Para Mary Cruz Molina, una venezolana con más de cinco años en Santa Cruz de la Sierra, “nada más rico que comenzar el día con unas arepas calientitas… su olor sobre el budare o la plancha y ese momento en el que se nos hace agua la boca mientras vamos rellenándola —de carne, de pollo, de palta o huevos—”. Y es que en definitiva, para gran parte de los habitantes de Sudamérica, la arepa forma parte de su vida, de su historia personal. “Es que crecemos con ella”, relata esta mujer representante de VenMundo en Bolivia, dejando ver cómo este gusto adquirido se ha convertido en un sentimiento país para los venezolanos.

Se puede afirmar que la gastronomía identifica rápidamente a una nación, por eso cuando se habla de tacos se recuerda a México, o si se nombra a la paella, se viene a la mente España… lo mismo ocurre con el curry y la India… y ni qué decir de comidas emblemáticas como la pizza italiana o el sushi japonés. En los últimos años, esto también pasa con la arepa venezolana. Si para algo ha servido la diáspora de ciudadanos de este país caribeño en esta década ha sido para dar a conocer su música, gastronomía, cultura, maneras de ser y de vivir.

La arepa es un pan de maíz de forma circular que se puede cocinar asado, frito o a la parrilla, y rellenar con diferentes ingredientes dependiendo de las regiones.

La más emblemática es la Reina Pepeada (ensalada de gallina con palta) aunque también las hay de carne o pollo, de atún o simplemente de jamón y queso; las llaman pelúas, sifrinas (jailonas), dominó, catiras (chocas), rumberas, playeras, llaneras, andinas, y al menos de 15 maneras más. Este plato es referente de todas las provincias de Venezuela, aunque también puede encontrarse en Barranquilla de Colombia, en las Islas Canarias de España y en algunas localidades panameñas y mexicanas. Cada día se hace más conocida. Tanto así que el 12 de septiembre se celebró por cuarta vez el Día Mundial de la Arepa; sí, así como se lee, este manjar venezolano tiene su fecha especial. En principio se hizo a manera de homenaje a una de las expresiones culturales de la tierra de Simón Bolívar, y como un incentivo al voto ciudadano en 2012. Sin embargo, explica la reconocida diseñadora venezolana Shia Bertoni, “con el tiempo se ha mantenido más allá de la política y se ha consolidado como una conexión emocional con nuestras raíces, en las que la gastronomía es clave y la arepa es la protagonista, en los desayunos o en las cenas… ahora es un festejo sin distinción de raza, religión ni posición económica”, indica. Del mismo modo piensa Cris Kadur Guerrero, una guayanesa residente en La Paz: “es algo que hacemos desde el corazón… no importa el color político, o si eres del Navegantes del Magallanes o de los Leones del Caracas —equipos insignes de béisbol del Caribe— todos somos la misma gente, el acento, el calor humano”.

Recientemente, ella y su hermano Khristopher inauguraron un restaurante en La Paz de comida típica venezolana, donde además se exhiben otros platos como el pabellón, los tequeños, la cachapa, las empanadas, el sancocho, el pasticho o las hallacas. Carlos Orellana, uno de los comensales habitué del lugar nacido en Caracas pero con siete años en Bolivia, añade que “a través de la comida nos sentimos cerca del país”, mientras que la paceña Luisa Alarcón cuenta que “no la había probado nunca, pero me encanta”.

El 12 de septiembre, miles de personas participaron de la convocatoria gastronómica en más de 85 ciudades de al menos 48 países. Un total de 110 restaurantes abrieron sus puertas para esta exposición culinaria mundial. En lugares tan exóticos para los latinoamericanos como Dubái en los Emiratos Árabes, Castellón de la Plana en España, Batroun en Líbano, Mascat en Omán, Kuala Lumpur en Malasia, Jakarta en Indonesia o Beijing en China… Y en capitales importantes donde hay más influencia de venezolanos también se vivió la fiesta. Ciudades como Miami, Nueva York, Madrid, Lisboa, Londres, Ciudad de Panamá, Buenos Aires, Ciudad de México, Santiago, Sao Paulo… y por supuesto, Santa Cruz de la Sierra y La Paz, se anotaron en la agenda. Algunos paladares bolivianos observan que la comida venezolana tiene cero picante a diferencia de la boliviana, “son sazones diferentes pero ambas deliciosas”. En el negocio de los Kadur Guerrero se escucha decir que de ahora en más todos deben probar una arepa: “a mí me encanta la llamada pelúa, que es carne mechada, plátano, palta y queso amarillo… es un sabor único”.

¿Cómo se hacen?

Se preparan a base de harina de maíz (preferentemente precocida, hay una patente venezolana especial de este tipo de alimento), la cual se mezcla con agua, un poco de sal —algunos agregan huevos o zanahoria ralladas para darles color—. Cuando se tiene la masa uniforme se hace una forma circular de un dedo de grosor, aproximadamente, y una circunferencia de siete a diez cm de diámetro. Se pueden hacer asadas a la sartén, a la parrilla, al horno o fritas. El relleno es al gusto, pero combina con casi todo y se puede comer tanto en las mañanas como por las noches.

Del cumanagoro

La palabra arepa viene del cumanagoro —lengua del pueblo amerindio de la etnia Caribe que habitaba en el actual estado de Cumaná, al norte de Venezuela— en el que el vocablo “erepa” significa “maíz”. Esta comida es consumida desde los tiempos de los aborígenes. Hoy por hoy es el plato típico venezolano (se suele comer diariamente, tanto en el desayuno como en la cena), en toda la geografía, e incluso hay restaurantes llamados “areperas” que trabajan las 24 horas del día. Se la considera patrimonio cultural de Venezuela e ícono de la gastronomía que también comparten con Panamá, Colombia y las Islas Canarias de España.

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Orinoca, el macondo boliviano

La comarca orureña ‘preferida’ de Evo Morales Ayma es tan pequeña que podrían caber en el estadio de fútbol todos sus habitantes.

/ 6 de septiembre de 2015 / 04:00

El frío amenaza con romperte los huesos. Un pueblo de puertas cerradas con gente que casi no habita sino adorna, que habla y anda con calma.

Llamas, gallinas y perros que van a sus anchas por calles de tierra completamente desoladas, apenas viven aproximadamente 3.500 personas.

A tanta altura que el palpitar del corazón retumba en la atmósfera tranquila, en los remolinos que provienen de las dunas aledañas, en la gracia de alguno que otro niño que se asoma y rápidamente desaparece: En sus ojos se deja ver un cierto reflejo de inocencia y pureza… y también una cierta acritud hacia lo urbano.

Este pueblo es tan pintoresco como inverosímil. Entender que allí ha nacido el Presidente da por sentado la historia de una América Latina que más que negarse a morir, está convencida de reinventarse. Aún en el olvido. Aún en la fiereza de la naturaleza desgarrada del mar.

Largo camino

Un halo de luz deja al descubierto los diminutos gránulos de polvo levantados por el viento que entran por la claraboya del autobús, que el conductor lleva a la velocidad que le permite la intrincada carretera desde Oruro. El trayecto de unas seis horas es en realidad una travesía en la que se confunden realidad y fantasía.

Una mujer de unos 50 años aborda la unidad de transporte y con una alharaca propia de mercado comienza a vender panes dulces y de leche —como el pasillo está lleno de pasajeros, algunos de pie y otros acomodados en improvisados asientos, entre cajas, maletas y sillas de plásticos— la azarosa vendedora salta por encima de todo lo que se le imponga, apoyándose en los pasamanos, con equilibrio o ayudada por algún buen hijo de Dios, logra vender toda su mercancía. Y vuelve de la misma manera desde el fondo del bus, entre la risa perpleja de quienes la ven más como una actriz circense que otra cosa: “Gracias a Dios lleva pantalones y no pollera”, se escucha decir.

A las dos horas de camino, un perro también sube al bus y se cuela entre todos los pasajeros al medio del pasillo. El can, negro, viejo y un poco peludo, al parecer también va a Orinoca. Dos personas más entran a la unidad, y ahora sí que no cabe un alma. Solo queda mirar por la ventana, disfrutar un poco del paisaje y desear que las horas pasen rápidamente.

En ese momento del día, perturbable, entre claridad y oscuridad, y luego de trechos de tierra y vías pavimentadas —pero no culminadas—, dos pasajeras, Marlene y Elizabeth, quienes sirven de educadoras para la comunidad orureña, salen del letargo propicio de un viaje largo y aclaran: “Llegamos a Orinoca”.

Al descender del bus, poco o nada se ve. La primera impresión es que el pueblo está abandonado, pero las educadoras resaltan el valor de la serenidad que se vive en Orinoca y acusan los lugares que no se pueden dejar de visitar: la iglesia —indudable—, la escuelita —en la que estudió Evo—, el nuevo museo que están construyendo, las dunas de arena, y la Facultad de Agronomía de la Universidad Técnica de Oruro orgullo regional.

Entrada la noche, las bajas temperaturas —como se anunció al principio— acechan hasta congelarte. Orinoca no se ve, pero seguidamente si alzas la vista cualquiera queda obnubilado al observar el cielo estrellado, pero no el común, éste es sencillamente extraordinario: la Vía Láctea puede admirarse sin reservas, es a priori lo más espectacular del lugar.

Hay un único restaurante, además tres bodegas, un barcito y una venta de pollos fritos. Preguntar por un hostal es como pedirles peras a los olmos. Solo existe un sitio para pernoctar, custodiado por una jauría de perros, no tiene baños apropiados para los visitantes y la camas son catres vestidos con mantas —pudieran estar mejor lavadas—, la ausencia de ventilación se agradece para mantenerse caliente pero el olor a madera vieja hace casi imposible la respiración apropiada que conlleva al sueño.

Antes del amanecer, los productores locales se van a sembrar o cosechar —según la temporada— quinua o papas; a menos diez grados el sol aparece poco a poco y se erige una villa distinta a la de la noche anterior. Igual luce desértica, los candados en las puertas causan intriga pero tienen una explicación: “La gente vive en Oruro, Santa Cruz, Cobija, Cochabamba… en enero, los carnavales o en las fiestas vienen… van y vienen”, explica el director de la escuela orinoqueña, Santos Choque.

La iglesia del pueblo da una impresión románica pero desvencijada. Una vez al año se oficia misa, en octubre durante las fiestas parroquiales. Al frente se encuentra la plaza principal en la cual los lugareños hacen vida, entre sus asientos de metal y una fuente en plena remodelación: el pueblo en general luce en construcción.

Evo, el héroe

Santos Choque asevera que esta región altiplánica ha crecido desde que Evo Morales ascendió al Poder Ejecutivo del país, porque la siente suya.

Y es que aunque el Presidente no nació en Orinoca propiamente, sí vivió su infancia y parte de su adolescencia en esta tierra. Pero, realmente, vio la luz en Isallavi, a una hora y media andando, y 15 minutos en automóvil —hasta donde Escape pudo llegar gracias a Juan Villegas, coordinador del plan de electricidad del pueblo—.

Isallavi comprende uno de los tres ayllus que conforman Orinoca (con una población de 3.500 habitantes). Es mucho más frío y apenas tiene 20 casas. Es perfecto para una fotografía, por lo inhóspito, y fue precisamente lo alejado de toda civilización lo que provocó que la familia Morales Ayma se movilizara hasta este confín. Allí parece que el tiempo se detuvo.

Volviendo a Orinoca, el corregidor, Alejandro Vásquez, aclara que el secreto de este lugar es justamente el silencio. Defiende la idea de que el pueblo se ha levantado en los últimos nueve años. Sobre el museo “de Evo”, o como realmente se denominará: Museo de las Revoluciones Etnográficas y Cultura de Orinoca, cree que ha tardado mucho en erigirse y espera que con su apertura bolivianos y extranjeros visiten más el poblado. Resalta que el Presidente es muy querido, “hay quienes no lo siguen, pero es un orgullo”, y aprovecha para invitar (a Evo) a seguir adelante.

Vásquez comenta que cuando Morales visita el pueblo, todo es alegría, y se llevan a cabo manifestaciones de afecto al hombre más reconocido de Orinoca, y quizá hasta de Bolivia, al menos en la actualidad.

“La gente no se vuelve loca al ver al Presidente… los pobladores lo ven como uno más del pueblo, él anda tranquilo y uno lo saluda”, apunta el corregidor con una sonrisa mantenida durante la conversación.

Precisamente, frente a las casas de la familia Morales en pleno centro, junto a una llama errante sonríe Juana Choque y confirma que para ellos Evo es un orinoqueño más: “Yo tenía 16 años y Evo 14. Le gustaba tener novias, era muy agradable. Pero no pienso si ahora es Presidente o no”, afirma.

Respecto de la comarca, Juana cuenta que no hay tratamiento de aguas servidas, ni tuberías y, a su juicio, faltan mejores condiciones de vida: “Yo le digo a Evo que debe hacer más por su pueblo, sí hemos mejorado, antes no teníamos nada, ahora tenemos luz, estadio, caminos pero necesitamos más, faltan muchas cosas como baños. Nuestras autoridades tienen que solicitar menos estadios de fútbol y más beneficios”, relata la aymara quien se dedica al trabajo de la tierra. Después aclara: “Orinoca es un buen lugar para vivir… y es que a mí me gusta más el campo que la ciudad… viví en Santa Cruz y me harté, prefiero estar aquí (sic)”.

Pero, a este poblado no solo lo eligen los que nacen allí, tal es el caso del profesor universitario Gustavo Lucano quien aunque es oriundo de la ciudad de Oruro ve a esta pequeña aldea como un sitio privilegiado. Cree que los jóvenes tienen en la universidad una oportunidad para quedarse y volver productiva esta región agrícola del territorio nacional.

Los estudiantes Pedro Choque, Luis Cruz e Ismael Mamani, están a gusto en este pueblo resaltando que es un rincón andino maravilloso por su lago, montañas, paisajes semidesérticos y  manantiales.

Como expertos en el área agrícola explican que se vive de la quinua, pues los camélidos ayudan para subsistir y también se destinan para el autoconsumo.

La quinua se siembra desde septiembre hasta octubre, y se cosecha en febrero y marzo… es un trabajo arduo que comprende la fumigación, se deshierba, se riega, se está pendiente durante todo el proceso agrícola. Y luego se recoge, se seca, se trilla y se distribuye el producto.

Así lo confirman los agricultores, uno de ellos es Zacarías Vilca, dedicado a la papa, “vivimos de la siembra… Orinoca es bonito, tranquilo, todos nos conocemos”. No deja pasar la oportunidad para dar a conocer su amistad con el actual mandatario boliviano: “Somos amigos. Él era un líder desde siempre, tocaba la trompeta y le encantaba el fútbol. Ahora no tiene tiempo, debe gobernar a toda la nación”.

A Vilca también le gustaría ser Presidente: “Haría muchas cosas por Orinoca”. Mientras confiesa su aspiración política, su esposa Desideria, lo mira y sonríe: “Las condiciones son duras para cultivar, por las heladas, y necesitamos un poco de ayuda; pero aquí en Orinoca somos felices”.

Así cae la tarde con el sol fuerte sobre los hombros. Dos días de un recorrido por una aldea mágica, espejo de una realidad boliviana. Su gente es, sin duda, su mayor atractivo. Un plato de parrillada de cordero o de charque no falta en sus mesas. Colinas de arenas, viento gélido, orígenes de aguas incesantes, cuna del primer presidente indígena del país. Ojalá siga creciendo y no se detenga en ideales, promesas y esperanzas rotas, pues un lugar así, ya sea por su manto nocturno de estrellas y luceros, o la sonrisa inocente de sus niños es simplemente inolvidable.

Pueblo de Evo

Orinoca se encuentra en el municipio Andamarca, provincia Sud Carangas del departamento de Oruro. Para llegar al pueblo los buses recorren 170 km, desde el mercado de Oruro, solo una vez al día, a las 15.30.

Contrastes

Los residentes de Orinoca aseguran que en los últimos nueve años ha crecido sustancialmente el pueblo. El director educativo, Santos Choque, resalta que han edificado un minicoliseo, un estadio de fútbol, el núcleo de la Universidad Técnica de Oruro, un liceo y un pequeño centro de salud. Actualmente, se remodela la escuela. También ahora se cuenta con agua, electricidad e internet. Aunque se erige un museo con gran infraestructura y existen lugares para hacer turismo, el pueblo no cuenta con hostales, y faltan servicios básicos como para el tratamiento de aguas servidas.

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Conquistados por la hoyada

La ciudad de La Paz es un amor a primera vista para los extranjeros que han decidido que esta urbe sea su nuevo hogar.

/ 12 de julio de 2015 / 04:00

El sentimiento de ver el Illimani al despertar pareciera ser uno de los motivos por los que muchos extranjeros se enamoran de esta ciudad a 3.600 metros, al menos así lo describe Aline Portel —una chica brasileña de 27 años—, mientras pide un café en el centro de la urbe. Tal como hizo esta profesora de portugués, un cooperante asiático, dos servidores sociales europeos y una periodista sudamericana dejaron todo atrás y se instalaron en La Paz. Cada uno tiene sus razones, pero lo cierto es que llevan años disfrutando de un paseo por El Prado, recorriendo la atestada Sagárnaga o simplemente tomando un mate de coca en un café de la aristocrática Sopocachi.

Depende del punto en el que te encuentres en Nuestra Señora de La Paz, se puede estar entre los 3.200 a 4.100 metros de altura; un poco más alto o más bajo, esta ciudad está llena de matices ya sea por su gente introvertida pero amable o sus infinitos colores y aromas que abundan por doquier. Esta ciudad andina que se fundó el 20 de octubre de 1548, cuya ubicación pasó de Laja al majestuoso valle de Chuquiago Marka, entre quebradas, valles y el borde del altiplano, guarda singularidades que cautivan a cualquiera.

Es lo que le ocurrió hace 40 años al italiano Ricardo Giavarini que, entusiasmado en su idea de ser sacerdote y conocer el mundo desde otras perspectivas, se mudó a Bolivia. A él nunca le interesaron las armas, por lo que rehusó alistarse en las filas militares de su país y en cambio optó por la fe cruzando el Atlántico para solidarizarse con causas nobles. “Cuando llegué había una lucha social en cada rincón, ligadas a la pobreza, la marginación… No olvidemos que la mayoría de países de América del Sur estaban bajo regímenes dictatoriales, entonces poder hacer algo aquí por las comunidades me atrajo”. Este hombre que hoy en día va desde su casa en el centro de La Paz hasta su fundación Munasim Kullakita —dedicada a socorrer a niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad y violencia sexual— en El Alto, no logró ponerse la sotana que lo acredite como sacerdote, pero no por ello ha dejado de lado el servicio social.

Quien sí lo hizo fue Antonio Delgado, que convencido de ser cura dejó España en 1984 para llegar a la hoyada paceña. La Iglesia Católica le encomendó un viaje al servicio de Dios que se ha convertido en su manera de vivir durante tres décadas. Su primer destino no era esta ciudad sino Patacamaya, pero debió alojarse en La Paz durante las primeras semanas aquejado por el sorojchi. “Hace 31 años todo era distinto, por ejemplo solo existía el centro colonial y Sopocachi, aunque en este barrio nada más habían casas grandes, no con los centros comerciales y cafés de ahora… los pueblos eran un desierto y por eso cuando venía a la ciudad me impactaba, era una hoyada con poca vegetación. No se me olvida jamás cómo se veía entonces el Illimani, la nieve llegaba hasta abajo, a la falda de la montaña, su blanco contrastado con el azul del cielo paceño me cautivó”, explica Delgado.

Sus palabras encierran nostalgia por el ayer, sin dejar de lado la esperanza por un mejor presente. Antonio ha liderado uno de los mayores proyectos de protección a la infancia abandonada en esta parte del planeta: Ciudad del Niño Jesús, en Pampahasi, con 150 pequeños internos y 580 externos de los que hoy, cuando lo ven, lo saludan con cariño pues lo miran como una figura paterna. Y quién no, si su sobriedad arropa a quien lo escucha, en medio del sigilo y la serenidad espiritual alcanzada por este pastor castellano que tiene algo de boliviano y más aún de paceño.

Kelly Mundaraín aterrizó en 2007 en el aeropuerto alteño. Conocía muy poco del país aunque sí sabía mucho de su gente, pues una de sus mejores amigas es boliviana. En aquel tiempo dejó la oportunidad de participar en Miss Venezuela y se vino a La Paz para estudiar Comunicación: “Al llegar me impacté por la toponimia, el clima, además de la infraestructura. En Caracas hay cientos de edificios muy altos, edificios, edificios, edificios, aquí no, las construcciones son más sencillas. Me pareció muy interesante el cambio, pues en lo sencillo encontré varias sorpresas, una de esas fue la calidad humana”.

Los bolivianos que conoció se convirtieron en su familia. Kelly cuenta que le tendieron la mano y las madres de sus compañeras también pasaron a ser “sus mamás”. “Se puede pensar que aquí las personas son asépticas, por el frío quizá, pero no, son súper cálidas”. Cuando se le pregunta por qué se decantó por esta ciudad, susurra con especial entusiasmo: “Yo no la elegí… ella me eligió a mí”.

Similar es la historia de Hirozaku Watanabe, quien tras 30 horas de vuelo desde Japón cambió sus paradigmas de vida con tan solo pisar suelo boliviano. Este hombre con pinta de galán de Tv reflexiona sobre su primera impresión y asegura que “es indescriptible con palabras”. Para él no se trata de haber cambiado la montaña Fuji por el Illimani o el Huayna Potosí, se trata de una sensación que lo transporta a un estado de quietud y tranquilidad antes inexplorada. “Tendré en mis recuerdos para toda la vida la primera vez que llegué a La Paz… más allá de lo exterior, es todo lo que me produjo en mi interior”. Watanabe tiene cinco años en Bolivia, aunque cuando acabó su primera misión cultural en 2012 volvió a su país para graduarse de Lingüista en la universidad; empero, al año siguiente regresó a esta urbe más que por los programas de cooperación que desarrolla por su interés en conocer a profundidad la cultura andina “lo que me hizo volver y me mantiene aquí”.

De vuelta en el café, mientras un italiano joven y de mediana estatura llamado Alessandro Beloli toma fotografías de La Paz y se confunde en el paseo de El Prado con el resto de turistas que llegan anualmente a la ciudad —cerca de 150.000—, Aline continúa bebiendo su taza de bebida caliente para amainar el frío y se le dibuja una sonrisa en el rostro cuando hace una retrospección de los últimos tres años que lleva viviendo en este lugar. “Cuando tenía 15, en mi barrio conocí a varios emigrantes bolivianos e intenté practicar con ellos el español, pero no me hicieron mucho caso, eso acrecentó mi curiosidad por este país, por su cultura”, señala esta pelirroja.

Entre 1976 y 1980, en Bolivia se registraron cuatro golpes de Estado (contra Busch, Pereda Asbún, Banzer y García Meza) y Ricardo Giavarini estuvo allí en protesta. Con Banzer en el poder, el europeo se hizo parte de la lucha ciudadana que se vivía en cada rincón del territorio nacional.

“En ese entonces —y ahora también lo hace— yo visitaba presos políticos, estudiantes, mineros, quienes eran torturados por sus ideas políticas…cerrábamos carreteras con troncos de árboles en señal de protesta exigiendo agua, electricidad y desarrollo de las comunidades”. En la última asonada, Ricardo huyó a su natal Italia. Años más adelante, al volver a América del Sur, la dictadura continuaba en Bolivia, por lo que se radicó en Perú desde 1981 hasta 1989 y allá se casó con Bertha, una boliviana que hasta hoy sigue siendo su compañera y le  ha dado cinco hijos. Cumplió el anhelo de volver a La Paz, esta vez huyendo de Sendero Luminoso, y hasta la fecha no se ha movido de estas tierras, por el contrario, este matrimonio ha continuado desde entonces su lucha pacífica y organizada en redes por los derechos humanos.

100% paceños

La identidad amerindia se refleja en todos los aspectos en esta ciudad vigilada por el Illimani. La brasileña y la venezolana se vuelven locas con la gastronomía local; a la caribeña, por ejemplo, le encanta desde el plato paceño hasta el pique macho, y la carioca es adicta al chairo y a la sopa de maní. No todos los platos son de La Paz, pero de igual manera, los extranjeros se deleitan con ellos en distintos restaurantes. Pero no solo se alimentan en comedores públicos, ellas aseguran que tener el privilegio de degustar un plato criollo en casas de familia es un verdadero placer.

En eso coincide el padre Antonio, a quien le fascina el fricasé y aunque se reserva el nombre, relata que el mejor se lo ha comido en casa de un famoso político. “Tenían a un cocinero que es como parte de su familia y era del altiplano: cocinaba delicioso”. Algo que también celebran los foráneos es que en medio del crecimiento urbano se sigan manteniendo los colores y la calma. El japonés Hiro, como lo llaman sus amigos, confiesa que a veces se despierta muy temprano, a las cuatro de la mañana, y da un paseo por la plaza Abaroa, ritual que le ayuda a ordenar sus ideas. “La tranquilidad es muy importante para mí”, asegura. Él también equilibra su ulterior planchando sus camisas mientras escucha música jazz y visualiza el Illimani a través del cristal de la ventana de su departamento.

“Cuando llegué la gente no usaba tantos celulares y es algo que ha cambiado, la mayoría tiene un teléfono inteligente, es algo notorio pero no creo que sus vidas hayan cambiado, siguen con su esencia”. Este asiático declara que estas tierras y su gente lo ayudaron a evolucionar. “He aprendido cuáles son las cosas importantes de la vida, antes veía lo físico, lo representativo como el dinero, casa… eso realmente garantiza la comodidad, pero no la felicidad. Ahora valoro las cosas que enriquecen la vida y lo aprendí aquí en Bolivia”, sostiene.

Beloli, de 27 años, deja a un lado su cámara y se inspira. “Los bolivianos tienen mucha suerte, porque aquí la gente vive sin miedo, viven con alegría, plenamente”. Este italiano que está de paso por el país llegó tres meses después que nombraran a La Paz ciudad maravillosa. Luego de estar aquí, siente que ha valido la pena su aventura por el hemisferio Sur. Quizá por ello continúa fotografiando cada detalle de La Paz: las palomas en la plaza Murillo, algunos transeúntes desprevenidos en la iglesia de San Francisco, collares en la Linares o “calle de Las Brujas”, terrazas por El Prado, hojas y flores caídas de árboles gigantes en la zona Sur, o simplemente los rostros de niños.

Dice que a través de su lente intenta captar “el color del viento boliviano”. Aún más impresionado se lo ve al sacerdote Delgado, que no duda en soltar halagos para la ciudad: que es su segunda casa, que se siente más boliviano que español, que él es ya parte de la decoración de las calles paceñas, pero la más contundente es la frase en la que resume qué significa vivir aquí: “En La Paz me siento más cerca de Dios que en cualquier otro lugar del mundo”. El padre, al igual que su colega Ricardo Giavarini, está seguro de que ésta es su casa.

Son varias las nacionalidades que pisan cada semana el suelo paceño. Muchos se quedarán. Como Kelly que ya lleva ocho años aquí y tiene dos hermosas hijas bolivianas: Aitana y Romané. “Nunca me he sentido una extranjera. He hecho mi carrera como periodista y locutora aquí. Sí quisiera volver a Venezuela alguna vez, pero por ahora continuaré aquí, soy ya parte de esta nación”, repite segura observando a sus pequeñas jugar. Algunos deben volver pronto junto a su familia, como Hiro, pero atrasa la partida sumergido en su ultra experiencia personal y espiritual. Y es que también dice que aquí está más cerca de Dios.

Aline Sczczepaniak Portel (Brasil)

“Me parecía tan raro al principio que la gente dijera caserito, esito, estito… yo era fuerte al expresarme y me di cuenta que así no conseguía las cosas… Por eso aprendí a hablar a lo paceño y uso los diminutivos: con eso he logrado tener más empatía”.

Profesora de portugués, 27 años.

Alessandro Beloli (Italia)

“Más allá de la doctrina, los bolivianos tienen a Dios en su corazón, eso es bonito. Además, los niños tienen su charango para cantar y vivir alegres”.

Antropólogo y fotógrafo, 26 años.

Hirozaku Watanabe (Japón)

“En Bolivia he trabajado junto a la gente. Cuando me vaya de aquí dejaré una parte de mi alma… puede que tal vez yo ya pertenezca a este lugar”.

Cooperante y lingüista, 30 años.

Ricardo Giavarini (Italia)

“Aquí he encontrado una cultura que me ha enriquecido mucho. El hombre está en toda su dimensión, con mucha solidaridad… Bolivia es mi hogar, el lugar en el que tengo mi familia”.

Pdte. Fundación Munasim Kullakita, 60 años.

Antonio Delgado Sánchez (España)

“La Paz ya es mi segunda casa. Vivir en esta ciudad es estar más cerca del cielo, lo cual también quiere decir que es estar más cerca de nuestro Dios”.

Sacerdote, 61 años.

Kelly Mundaraín (Venezuela)

“Aquí mucha gente me dio una acogida increíble, desde el primer instante. Y desde allí me han transmitido el orgullo por nuestras raíces americanas”.

Locutora, 31 años.

Típicamente paceñas

Dos cosas son típicamente paceñas. La primera es la altura, cuando se arriba al aeropuerto es común que algún turista se desplome, se maree o sienta la falta de oxígeno, aunque no todos sufren el famoso sorojchi. Lo segundo es que las expresiones originarias están en cada cosa y lugar: vestir la ropa típica (polleras) es cotidiano en miles de mujeres, y —entre tantas otras cosas— no es extraño toparse en la calle con un yatiri que le ofrece a uno predecir el futuro. Aunque no todo es tradición y costumbres, pues la modernidad occidental también se respira en La Paz: rascacielos, restaurantes de alto nivel, tiendas de moda y un etcétera de cosas y situaciones que sorprenden a quienes se vienen con una idea equivocada —y tal vez anticuada— de esta urbe andina.

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Santiago de Huata navegable

A orillas del lago Titicaca, esta población aymara se abre al turismo.

/ 14 de junio de 2015 / 04:00

En el estrecho que une las playas de Santiago de Huata con la isla de Sunata, Víctor Apaza recibe una llamada y la atiende. Allí en medio del lago, con el agua fría hasta la cintura y el viento soplando fuerte, este hombre de unos 30 años responde en tono amable —obviando toda circunstancia— a quien le llama, actitud que conserva con quienes han elegido este lugar para disfrutar un par de días frente al Titicaca.

Así como él, todos sus compañeros propios de las comunidades aledañas se han aventurado en un proyecto turístico con una única pero fuerte ambición: convertir a Santiago de Huata en el destino predilecto de bolivianos y extranjeros. La tarea no es fácil, aunque cuentan con todas las condiciones para lograrlo.

A las siete de la mañana, el bus recoge a 20 turistas en la plaza Murillo con destino a esta población. El viaje que debía durar dos horas, en realidad tarda cuatro debido a una tranca vehicular por El Alto. El optimismo por un par de días llenos de placer se mantiene en el ambiente y, según llegan al lugar, los recibe el padre Leonardo Giannelli, junto a su equipo. Uno de ellos es Víctor y dos chicos más, de nombres Armín y Patricio.

Bienvenidos

La bienvenida es corta, y la hace el religioso mientras reza el itinerario de viaje a los aventureros que aprovechan el momento para desayunar lo que ya se encontraba frente a sus ojos: panes con queso y vegetales, café y jugos.

Quince minutos después, una de las chicas, Luisa Mamani, de estatura mediana, tez tostada y amplia sonrisa, conduce al grupo de viajeros al centro de la plaza principal de Santiago de Huata explicando la historia del casco histórico de este pueblo enclavado en el altiplano boliviano; las temperaturas son bajas pero el sol imponente amaina el clima y el cuerpo se adapta con facilidad.

Y es así como Luisa muestra un monolito o waq’as —de la cultura Chiripa— que representa a las antiguas divinidades con forma de serpiente que a su vez simbolizan al rayo y al trueno —mientras los turistas no paran de tomarse fotos—. Algunos curiosos centran su atención en la serie de grafitis no muy tolerantes con el padre de la patria: Simón Bolívar. Sin embargo, la guía se excusa y promete que lo pintarán para no desagradar a nadie. Así se cae en cuenta de dos cosas: una, que si algún detalle se les escapa a esta gente procuran arreglarlo de inmediato. La segunda es que la sensación de libertad allí aflora a medida que la persona se entrega a la naturaleza circundante; sin ataduras y por minutos el ser se pierde en medio de la infinidad de la belleza del lago y las montañas que lo acompañan fielmente. El grupo continúa la exploración con rumbo a la iglesia, donde a lo lejos ya se observa un par de vitrales, entonces el turno de guía lo toma el padre Leonardo, quien describe cada una de las pinturas, telas, mesas de madera e imágenes de Jesucristo y otros santos que adornan al recinto eclesiástico.

Lo llamativo es que casi la mayoría de la exposición resulta artesanal, hecha por comunitarios, manifestación de fe y arte a la vez.

El sueño de la comunidad

Santiago de Huata es, sin duda, un sitio lleno de paz habitado por gente emprendedora. Y es que en este punto de Bolivia un grupo de chicos ha construido embarcaciones de alta tecnología. La idea fue conjunta entre el sacerdote y los pobladores y contaron con la ayuda de expertos italianos, que entre 2012 y 2014 lograron unir un equipo de bolivianos para hacer este sueño realidad: dos sendos veleros, de envergadura, para surcar el lago más alto del mundo.

Acompañados de los guías, los turistas atraviesan una comunidad cuyos habitantes escasamente sueltan un saludo. Una vez en el malecón, se forma una fila que hace crujir el muelle de madera vencida que deposita a los visitantes en las embarcaciones. Finalmente los dos catamaranes se llenan de inmediato con una repartición exacta de diez y diez por barco. Uno lo comandaba Víctor y el otro Emilio Larica, con una tripulación encabezada por Hilarión, Armín, Carlos y Hortencia, junto a quienes el paseo es seguro y entretenido.

Al término del ocaso se sirve la cena bien preparada por la cocinera Verónica Callisaya. Algunos aprovechan y descansan, pero fue bien entrada la noche cuando todos se reunieron en las afueras de la casa de retiro, para disfrutar de una fogata que hacía contraste con las luces de las estrellas y luceros en el cielo negro como guardianes de la velada. Dos cuentacuentos de fábulas originarias y chistes —que acabaron siendo reflexiones de unidad y compañerismo— entretuvieron a los presentes que, sin importar las bajas temperaturas, cerraron el día con un baile en medio del fuego al compás de la música andina interpretada por un grupo de la comunidad originaria de Tojocachi.  

A la mañana siguiente el sol salió temprano, aunque a decir verdad no hubo prisas. Quizá el frío hace que la gente se despierte de a poco. El día prometía mucho.

Tras desayunar, hubo dos opciones para dirigirse a la isla Sunata, en bus o haciendo trekking. La última alternativa casi nadie la desperdició. La caminata se extendió por más de una hora y media, el trecho no era muy difícil, tampoco había mucho tiempo para darse cuenta, pues a la vera derecha como pintada se encontraba una ribera adornada por una suerte de playa de color azul intenso. Hay en secreto —y con miradas cómplices— una reconciliación con la naturaleza.

Ya al frente de la isla Sunata se encuentra el reto mayor: cruzar el estrecho y sumergir medio cuerpo en el lago, aún con el tiempo a casi ocho grados y el agua gélida. Una aventura sin igual. Pero no todos lo lograron, pues algunos volvieron a la orilla casi congelados.  

Al conseguir pisar Sunata, lo mejor es subir a la colina y divisar la inmensidad del Titicaca; observar a lo lejos el dragón dormido, la Isla del Sol, el Illampu o las fronteras del país. Entretanto, mientras algunos turistas deciden volver en barca, otros se apresuran en la faena de retornar a tierra firme andando, chapoteando los pies entre las aguas. En eso suena el teléfono de Víctor, responde a la llamada y asiente, dice algo que no se escucha muy bien y cuelga. “Ya está todo listo”. El hombre señala a sus compañeros que ya casi todos se encuentran a orillas del lago, entonces entienden que la comida está servida, lista para los comensales, en esa suerte de ritual milenario proveniente de las comunidades andinas. Es el apthapi muy bien dispuesto que aviva el apetito de los presentes; encima del aguayo tendido sobre la tierra se dispone lo recolectado de la cosecha previamente cocido. Exhibido en bandejas de porcelana blanca y otras de peltre, las alternativas son trucha al ajillo, ispis fritos, tortilla de huevo, habas, ocas al vapor, papas y yucas cocidas, y para el postre plátanos sancochados.

Fue así como llegó la hora de despedirse. Algunos de los viajeros continuaban su rumbo hacia Copacabana, pero otros se disponían a volver a sus casas en Cochabamba o La Paz, también a Caracas o a Madrid. En realidad da lo mismo a dónde vayan. Seguramente, en la lejanía, todos los que visitaron Santiago de Huata dirán que una parte del paraíso prometido se esconde en Bolivia.

Veleros ‘made in Huata’

La idea inicial fue construir lanchas de plancha o de madera. Hasta que se logró coordinar con ingenieros italianos, entre ellos Giuseppe Sfondrini y Paolo Lugidiani, que arribaron a este país andino para apoyar el proyecto de esta parroquia, para dar inicio al diseño de catamaranes: strip planking, la unión de lo antiguo con lo moderno “madera y lana de vidrio”.

El párroco Leonardo Giannelli recuerda que el proyecto empezó en el año 2010 con la llegada desde Italia de un pequeño velero —un barco escuela de siete metros— llamado Kaos: “Con él llegó también un amigo velista que se quedó unos dos meses y empezó a pasar clases de vela con los jóvenes que ya en este tiempo vivían en la casa parroquial”, dice.

El resto de los involucrados en el proyecto relata que el diseño de los veleros les supuso un reto difícil: Víctor Apaza esboza una sonrisa de satisfacción al tiempo que confiesa que “cuando me entregaron el plan en mis manos, pensé que no podría llevarlo a cabo… pero dentro de mi corazón me repetía que lo haría hasta lo que pudiera y si no lo dejaría en manos de otra persona. Aunque el padre Leonardo no se cansó y lo logramos”.

El primer catamarán, Titicat I, fue hecho en nueve meses con ayuda de los cooperantes europeos; sin embargo, el segundo velero, Titicat II, fue construido exclusivamente por los chicos de la comunidad de Santiago de Huata, esos que hoy llevan el timón erigidos con orgullo frente a los turistas. Y, es que “la gente no nos creía, comentaban que las embarcaciones habían llegado de Italia, pero no, fuimos nosotros”, defiende Víctor. Entonces son ellos los campeones del viento. Así lo demostraron cuando navegaron el lago por vez primera en sus propios catamaranes en mayo de 2012.

De hombre común a navegante del lago

Víctor Apaza camina a diario durante 45 minutos para llegar a orillas del lago Titicaca. Cuenta que es oriundo de la comunidad Pahana Mediana, donde las creencias de su familia aymara son muy fuertes y no le permitieron salvar la vida de cinco de sus hermanos debido a que cuando éstos enfermaron no los llevaron a un hospital, sino a un yatiri. “Mis padres pertenecen a una cultura animista, por eso no íbamos al médico aún teniendo varicela”.

Paradójicamente, fue el mismo yatiri quien indicó a esta familia asistir a la iglesia todos los domingos y fue así como Víctor comenzó esta aventura. “Conocí a dos religiosos, al padre Basilio Bonaldi y al hermano Juan Mamani, me fui ganando su confianza, y haciendo las cosas de una manera diferente a como estaba acostumbrado. Atendía la oficina parroquial, y ganaba algo de dinero”. Víctor recuerda que a sus 15 años, allá por 2000, ya residía en la parroquia mientras cursaba estudios de bachillerato… pero fue cuatro años más tarde cuando llegó a las tierras de Santiago de Huata. Para entonces el sacerdote Giannelli ya imaginaba al lugar como un destino para que los chicos de la comunidad no emigraran a Brasil, Argentina o a El Alto, sino todo lo contrario, que se quedaran e hicieran sus vidas: “aquí es muy lindo… y al padre se le ocurrió la idea de hacer turismo para disfrutar del lago y del pueblo”, rememora el hoy capitán de veleros.

“Para mí es una oportunidad muy grande y única. Me siento libre y mi familia ha mejorado sus condiciones de vida”, dice el navegante.

En la historia

En la época independentista, durante la presidencia del Mariscal Antonio José de Sucre, Santiago de Huata comprendía uno de los 11 cantones de Omasuyos.

Para 1874, en este lugar se encontraba uno de los puertos más importantes del lago Titicaca. Desde 1980 su territorio se disgregó, pero sigue siendo una zona periférica del departamento de La Paz con firme identidad que hoy por hoy procura la construcción del país.

El sacerdote italiano que hace turismo

El padre Leonardo Giannelli es muy querido en la población de Santiago de Huata. No se lo ve con aires de superioridad, todo lo contrario, se confunde con la gente propia de la comunidad. Se lo puede ver oficiando una misa o conduciendo una lancha por el lago con jóvenes a su alrededor, entre ellos una mujer. Ha sido el amor por el pueblo lo que incentivó al religioso a fomentar el turismo en tierras andinas, muy lejos de su Italia natal.

Acerca del proyecto de relevar el turismo asegura que ha sido una gran experiencia de trabajo en equipo, en la que la comunidad se ha visto fortalecida. “Hemos roto barreras, incluso entre los pobladores. Éstas se han superado por un motivo muy específico que es la estima y el respeto que las personas tienen hacia la parroquia como entidad religioso-social”. Al parecer en este lugar, cuando una idea tiene como eje central la parroquia, es aceptada con más cariño.

Giannelli no deja de repetir que “lo que queremos lograr es crear una actividad seria y sostenible en el tiempo que proporcione una real posibilidad de trabajo a los jóvenes que anhelen quedarse como líderes en sus comunidades y hacer crecer su familia en el campo”. Con una alegría que contagia a cualquiera, el sacerdote invita a todos, propios y foráneos, a visitar Santiago de Huata para navegar en el lago con expertos en navegación.

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