Un mundo pequeño
A nuestra anfitriona suele molestarle que confundan su villa navideña con un nacimiento moderno.
La primera figura que adquirió Norma Leguizamón —51 años, tres hijos, ama de casa— no es la más atractiva de las que conforman la villa que instala cada Navidad en uno de los rincones de su vivienda desde hace una década. Tampoco es la más cara ni la más fina. Se trata de una luna con Santa Claus incorporado que se prende cuando lo conectas a un tomacorriente, de un punto de partida. “Sin esta luna, seguramente no me habría animado a armar todo el resto”, asegura Norma mientras mira de reojo hacia la esquina donde se halla la figura (y luego abre los ojos mucho, como un niño ante un chocolate).
Todo el resto es una sociedad en miniatura. Todo el resto es la comisaría, el hotel, la juguetería, la estación de bomberos, la dulcería, el quiosquito de prensa, el colegio, los coches de época, los trineos, el carrusel, el vecino que se pasea frente a las luminarias, la carpa circense, las casitas hechas con galletas de jengibre, el agua. Todo el resto es una ciudad minimalista. Una villa de libro de cuentos que nunca es la misma.
“Cada año nos toca añadir uno o varios elementos nuevos”, me explica Norma. “Éste, por ejemplo, le he metido como fondo una gigantografía de La Paz que se funde muy bien con las luces; y también, un avioncito que he colgado ahí” (me lo señala). “Y cada año movemos todo de sitio”. De vez en cuando, Norma habla en plural y admite cierta complicidad de sus seres queridos a la hora de colocar las cosas con cierta perspectiva —tomando en cuenta el tamaño de cada pieza—, pero el hobby es suyo (y únicamente suyo). “Mi familia solo se mete cuando yo se lo pido. Y tengo que confesar que suelo ser bastante egoísta con esto. La verdad es que esto es mío y solo mío” (risas).
A Leguizamón le molesta que confundan su villa con un nacimiento moderno. Y es consciente de que la paciencia es la mejor consejera para hacer que crezca.
Su último tren de colección lo obtuvo después de desearlo mucho casi de casualidad: en una feria de antigüedades de San Telmo, un barrio de Buenos Aires; “las personitas son difíciles de conseguir porque rara vez las venden sueltas”, me dice; y algunos de los artilugios móviles —como las sillas voladoras— los compra su hija mayor en Estados Unidos.
Un mes de trabajo
Las tradiciones ligadas al último mes del año son muy variadas y en algunos países, hasta hilarantes. En Yugoslavia, los niños atan de pies y manos a sus padres mientras les gritan: “¿Qué nos darás para que te dejemos libre?”. En Noruega, esconden las escobas antes de acostarse para evitar la visita inesperada de brujas chinchosas. En algunas regiones de Eslovaquia y de Ucrania, el día de Nochebuena, el más anciano de la mesa lanza al techo una cucharada de loksa —un plato típico— porque piensan que el “proyectil” servirá para atraer las buenas cosechas. En Cataluña (España) son comunes los caganers: unos curiosos personajes en posición de ir al baño que se suman a los belenes clásicos. Y lo de las villas, según nuestra anfitriona, nació por la necesidad de recrear espacios que nos lleven a permanecer tranquilos: “en paz con nosotros mismos”.
Levantarlo todo, sin embargo, supone un gran presupuesto y un desafío. “Una construcción pequeña (de cerámica o resina) cuesta unos Bs 450. Una más grande, entre $us 100 y 150. Y si lo que quieres es hacer un buen trabajo, tienen que gustarte las manualidades”, me advierte Norma con el gesto distendido.
Leguizamón sabe bien de lo que habla. Ella dedica un mes entero a preparar cada detalle y la mayor parte de la escenografía de la villa es suya. Usa guata para simular la nieve, plastoformo para dar forma a los túneles y cerros y un sistema de bombas para que su lago parezca natural. Y también se hace cargo del circuito eléctrico. “Y no sabes lo complicado que es a veces dejarlo preparado —dice—, ya que unas conexiones son a 110 y otras a 220”.
El resultado es casi siempre un espejismo: los Bed & Breakfast en una punta de la montaña, la escuelita de ballet en el centro, la pista de hielo más a la izquierda, la nieve cayendo, el cine de barrio, la iglesia como llamando a misa. El resultado es un poco como el universo de El Principito: un lugar desde el que se nos enseña que una caja con agujeros podría ser perfectamente una oveja; un mundo que contiene muchos otros mundos —y muchas historias juntas—. El resultado es un búnker que protege nuestra imaginación. Una postal entrañable que es capaz de hipnotizar a adultos y niños.