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El Nico

En este insomnio quiteño me llega a la memoria un primo con sus bigotitos tocando su piano con botones en el living de una mansión por la plaza Abaroa; era una fiesta sonada, mi tío Ricardo Suárez (nunca supe bien por dónde venía el parentesco) se había ganado la lotería y festejaba a lo grande. Su esposa, mi tía Gloria, bailaba con un cucurucho en la cabeza y dosificaba serpentinas de felicidad, mientras el hijo pródigo, Nico, con sus bigotitos y sus chaskas, tocaba una cueca de Roncal. Eran épocas duras para nosotros. Mi padre perseguido por algún dictador, mi madre atrapada en un cáncer, compartían la fiesta de otra manera, con un guiño de dolor.

Ya bachiller, el primo Nico decidió estudiar música nomás… pero en serio. Se metió a la “U” Católica siendo parte de esa generación histórica formada por Alberto Villalpando, los Prudencio, Willy Posadas, Silva, Franz Terceros, una generación que dio mucho de qué hablar a la música “culta” boliviana. Sin embargo, lo bueno fue que el Nico Suárez nunca perdió su identidad rockera, no se le endureció el corazón con academias y contrapuntos, almacenó aquella alegría vital de sus padres  fluyendo —como si nada— de la sinfonía al blues. Y eso que tuvo que tener una actitud de valentía pues en los 80, la cultura modernista del papagayo no era fácil; el corsé de los conservatorios repudiaba a los locos que practicaban músicas consideradas menores, populares. El Nico, chico rebelde de buena familia, siempre respetó los cánones aquellos, traspasándolos. Se lo veía con sus bigotitos y sus chaskas tocar el contrabajo en la Orquesta Sinfónica, cantar Carmina Burana con la Sociedad Coral, y —sin dramas ni arrepentimientos—, desabotonarse el smoking y emprender con Queen ganándose la vida y la muerte en los boliches paceños.

Nico Suárez se graduó como compositor y le cascó una maestría y un doctorado más, en Washington. Sorteó años de estudio, para después poner al día a la música boliviana, transgrediendo falsas fronteras. Allí nos encontramos en los ‘90s, cuando nos enseñaba en el Conservatorio a ser básicamente libres. Fue una contención para muchos de nosotros, discriminados por hacer “solo” canciones. Pero también fue rígido como profesor de armonía y contrapunto. Desde mi primer disco Hasta Ahurita (1984), el Nico estuvo presto a poner su piano y su hombro. Hasta hoy recuerdo su obra experimental Dibujos sobre el tema de la guitarra, que tocamos ante un público azorado junto al Ensamble Madera Viva por toda Bolivia, bajo la dirección de Cergio Prudencio. Ya era hora de que Bolivia ejerza el posmodernismo, que salga de la siesta del kaluyo y de los aires incaicos  y se sacuda  un retraso añejo: “Dibujos” fue para nosotros como la consagración de una nueva primavera.

Ya en el nuevo siglo, nos encontramos como docentes en el Conservatorio, nuevamente sentí la contención de su aliento; yo andaba en esa obsesión  de inventar un método de alfabetización musical en base a la música aymara, mis alumnos de solfeo avanzaban más rápido que los del paralelo del método italiano, el Nico incitaba al experimento que parece estar consolidado y desarrollado por aquellos alumnos, hoy profesores. En esa época, el Dr. Nicolás Suarez Eyzaguirre fue elegido director del Conservatorio Nacional de Música de Bolivia; la celebración en la muchachada era grande, el Nico era nuestro director, en su gestión se consolida el Departamento de Música Moderna donde nos refugiamos todos los excluidos por el sistema eurocéntrico sinfónico. De allí nacieron las nuevas figuras del jazz, del rock boliviano y de la buena canción.

En los últimos años, el Nico sigue agitando rutinas, se anima creando la gran ópera El Compadre, cierra la puerta y emprende con Wara Sinfónico, graba el Blues en las rockas, mientras en EEUU una cantante lírica interpreta en auditorios académicos sus hermosas baladas. Y me regala  la alegría del nuevo disco del histórico grupo Wara, el Kimsa Qallqu, donde se nota la mano, los bigotitos y las chaskas de este gran músico y compositor boliviano. Su morenada Comandante es de una gran novedad, sentimiento y precisión, sintetizada en ese platillazo en el quinto tiempo del compás amalgama; además, en su texto logra un homenaje al líder de Wara —el achachila Dante Uzquiano— patrimonio paceño y boliviano. Así el Nico Suárez sigue fluyendo sin dramas de lo sinfónico al blues, disfrutando de su decisión de ser libre, de ser él, ejerciendo su sabia disposición “etestica”, su opción de auténtico artista en temple diablo, desplegando en sus obras a la Bolivia intercultural con sapiencia y emoción. Y como yapa me cuenta de que está trabajando en el “Papirri Sinfónico”. Gran valor, este Nico, che.

(*) El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta