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Pequeños pasos hacia la Libertad

Hay orden en el desorden. El verde pastel de la pared poco a poco está perdiendo su color, invadido cada vez más por el blanco del estuco. Bolsas, alambres, manchas oscuras y anotaciones ilegibles completan los cuatro muros que ahora, más que otros días, resguardan el ajetreo de los artesanos. Es un cuarto que ha sido dividido en algo así como tres niveles.

En la planta baja están apilados decenas de remolques de camión pequeños que mantienen la parte plateada y violáceo de las latas de alcohol Caimán, al lado de una cama cubierta por un aguayo y cajas de cartón. En el piso de arriba, al que se llega a través de un pequeño orificio donde apenas cabe una escalera, dos personas están concentradas en la soldadura de los pedazos de metal, mientras que en una esquina de la habitación hay algo parecido a un balcón donde otro individuo corta pacientemente las planchas.

En esta aparente anarquía trabajan tres hojalateros de la cárcel de San Pedro, atareados más que meses anteriores porque se acerca Alasita, la fiesta paceña en la que se compran miniaturas con la ilusión de que muy pronto se hagan realidad.

“Las miniaturas que están hechas por los privados de libertad son una tradición”, afirma Jorge López, director nacional de Régimen Penitenciario. Su comentario se sostiene en que entre octubre y noviembre de cada año, comerciantes mayoristas empiezan a hacer sus pedidos, ya sean figuras elaboradas con porcelana fría, marcos, adornos y miniaturas de madera, y los clásicos trabajos en hojalatería.

“No vienen por una docena, llevan por 50 a 100 docenas, de aquí sacan al por mayor”, asevera Víctor M., presidente del Consejo de Delegados de San Pedro, quien junto a otros privados ha preparado una exposición de algo de su producción en una de las azoteas de la penitenciaria, en la que resaltan marcos de madera con bellos detalles de la fauna y flora, árboles frutales pequeños hechos con porcelana fría; una motocicleta Hammer de madera que parece que en cualquier momento encenderá su motor, y buses interdepartamentales y camiones que tienen hasta el mínimo detalle de los originales.

Falta poco para el 24 de enero, así es que el taller de carpintería está invadido por partículas de aserrín que se desprenden de la madera que va tomando nuevas formas. El panorama se torna opaco, aunque en el fondo del salón resalta un cuadro de San José, el protector de los carpinteros, tallado en madera.

A poco de que lo ingresaron a la penitenciaría —poco más de 17 meses—, Cristóbal P. cavilaba sobre lo que iba a hacer durante el tiempo que debe durar su reclusión, y lo primero que encontró en estos ambientes fueron nuevos amigos.

Así, tuvo la fortuna de hallar uno que lo animó a que incursionara en la ebanistería. Fue así como se decantó por las formas de los barcos de madera. “Él me ha facilitado los moldes”, sonríe la persona de la tercera edad mientras lija con afán el combés (espacio abierto del barco) de una estructura que hasta ese momento se asemeja a una nave espacial, pero que con unos detalles se convertirá en una carabela del siglo XV.

Pedidos

Con el tiempo dentro de la manufactura y la observación logró perfeccionar su estilo, hasta obtener un barco de cuatro niveles, con cuatro decenas de ventanas, escaleras, mástiles, vergas y velas grandes blancas con una cruz roja en medio. Para la Alasita necesitaría construir al menos dos docenas de las carabelas, pero el tiempo y las fuerzas no le dejan completar los pedidos, ya que para cada nave emplea una semana, “todo terminado, para que se lo lleven nomás”. Por ello, con la tranquilidad que le permiten, se toma su tiempo para terminar sus artesanías.

Delante de él, Max C. afina los bordes de la puerta de una pala mecánica de madera. Sin ningún alambre o clavo, cada una de las partes encaja de manera perfecta y ya terminado se mueve como si fuera uno real.

Entre los trozos de madera, pegamentos, barnices y sierras, varias carrocerías de camión Volvo F12 modelo 1991 ya están armados y solo les falta una esmaltada antes de que salgan a la calle para su venta. “No nos sentimos encerrados, es como si estuviéramos trabajando en un taller”, asegura Max, quien casi todos los días empieza sus labores a las 07.30 y concluye aproximadamente a las 20.30, turno que estos días se ha ampliado porque le pidieron seis camiones y una cantidad similar de palas mecánicas. Afuera de la manufactura, las personas caminan apresuradas por las callejuelas y plazuelas, como si quisieran llegar rápido a un lugar determinado de este pequeño mundo.

El trabajador social Vladimir Huanca dice que la penitenciaría es como una microsociedad, con las mismas complejidades y problemas de afuera. “Aprendes mucho de esta población”, comenta el especialista, que lleva cuatro años dentro del penal y que sabe muy bien que debe cumplir múltiples funciones. “A veces tienes que ser psicólogo, otras veces abogado o pariente de ellos para poder entenderlos”.

La historia de la cárcel de San Pedro se remonta a 1850, cuando las autoridades estatales comenzaron a planear la construcción de un centro de reclusión para La Paz. Empero, después de 20 años se obtuvo el presupuesto para su edificación y, al final, en 1895 fue inaugurada la construcción que debía albergar a 300 presos. Actualmente hay más de 2.000 historias entre las paredes de la penitenciaría, cada una con un desenlace que los aleja de la sociedad. No obstante, Régimen Penitenciario desarrolla programas de reinserción de los privados a través de la terapia ocupacional.  Según López, de esta cantidad de recluidos, al menos 900 desarrollan alguna actividad productiva, como artesanía en porcelana fría, acrílico, carpintería, hojalatería, corte y confección, donde hay varios cuentapropistas que desafían su destino con el trabajo duro.

Genaro M. ha cumplido cinco de los 15 años que debe pasar en el penal. En este panorama encontró en los cursos de corte y confección una salida simbólica a San Pedro. En una habitación pequeña apenas entran su máquina de coser Siruba y la otra que se encarga de costurar los bordes de la tela licra, la cual se transforma en buzos deportivos que visten estudiantes, choferes o jóvenes que quieren verse atléticos. “Gracias a Dios me está yendo bien”. Genaro consigue contratos tanto dentro como fuera del reclusorio. Por esa razón, después de salir de San Pedro, sueña con abrir su propio taller y contratar a sus compañeros que ahora trabajan para él.

El ritmo de la música cambia según el callejón por donde se está caminando. De la música pop juvenil que se escucha cerca de los puestos de comida en una plazuela, se pasa a cumbia en otros lugares más concurridos. Al final de un pasadizo atiborrado de puertas de madera con visores tapados por tela o bolsas empieza a sonar un vals peruano, que despierta en más de uno la sensación de melancolía. Ahí, al final y a mano izquierda, Humberto M. espera sentado en la cama de su dormitorio lleno de figuras de porcelana fría. “Iniciativa nomás es para trabajar en estas cosas”, asegura, mientras levanta unos perros ch’apis blancos de cinco centímetros de alto, que como novedad pueden mover sus ojos. También están los infaltables búhos, monos, aves y personajes de Disney.

“No sé defenderme. Como no conozco de leyes, el abogado me ha metido en unos procesos que no se deben, por eso no puedo salir fácil”, dice este hombre que tiene como inspiración trabajar para mantener a sus dos hijos que viven afuera. “En el caso de los sentenciados, estas actividades los favorecen mucho porque la ley les da la posibilidad de redimir sus penas”, informa Delia Illanes, directora de Régimen Penitenciario La Paz, una de las impulsoras de estas tareas de reinserción, que además brinda la posibilidad a los privados para que estudien una carrera en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).

Al final de uno de los incontables callejones de la cárcel de San Pedro, donde se pasa por callejones despintados atravesados por escaleras que conducen no se sabe a dónde, se encuentra el taller de hojalatería, un cuarto dividido en algo así como tres niveles y que desde hace un par de meses tiene más actividad porque preparan 30 docenas de camiones y minibuses, todos idénticos a las fotos que sacaron de internet y que llevaron sus clientes.

Úber M., el maestro hojalatero, sabe que el trabajo tiene que ser impecable, ya que sus autos no solo recorren las ferias de Alasita de La Paz y El Alto, sino también el área rural, todos los departamentos del país, y ferias de Perú, Argentina y Brasil. Su espacio de trabajo es sumamente pequeño, al que se entra por un hueco angosto. En medio de aquel desorden hay un orden que dominan los artesanos, iluminado por una pequeña cocina a gas, donde calienta el metal que derrite el estaño que unirá los retazos de lata que se convierten en réplicas pequeñas de vehículos. A poco de la Alasita, los artesanos siguen su labor en procura de que los deseos en miniatura se vuelvan grandes y también para que estos pequeños pasos los lleven a la libertad.