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El soldado que no quiere morir

El sol era benigno aquel domingo 22 de enero, aniversario del Estado Plurinacional de Bolivia. Entre autoridades nacionales, regionales y locales, policías, militares y músicos que han ingresado a la plaza Murillo, Ricardo Roque llama la atención a sus 103 años. Sucede que es el último benemérito lisiado de la Guerra del Chaco que aún queda con vida, quien pese a los achaques de más de un siglo quiere estar presente en estos desfiles, porque es la oportunidad para ver a sus queridos Colorados de Bolivia.

Sentado en una silla de ruedas, con su saco café oscuro —donde cuelgan los seis reconocimientos por su participación en el conflicto bélico—, con las piernas cubiertas con una mantilla y con la boina que tiene al centro una escarapela boliviana, recorre la plaza Murillo con la ayuda de su hija menor Laura. Desde hace tres años que prácticamente vive dentro de una pequeña habitación, en unos ambientes que le fueron otorgados para que esté con su familia, a la que entre sollozos suele contar cómo fue su vida pasada.

Ricardo nació el 15 de febrero de 1915 en los 4.000 metros sobre el nivel del mar (msnm) de Charaña, provincia paceña de Pacajes en la frontera tripartita de Bolivia, Perú y Chile. El destino suele enseñar la vida con golpes duros. En el caso del niño charaneño, la primera lección fue la muerte de su padre, a la que siguió casi de inmediato el deceso de su madre, cuando apenas él tenía nueve años, por lo que vivió con vecinos, a quienes llamaba tíos. Afirma que lo azotaban, le negaban comida y caminaba descalzo, aunque con el optimismo de quien quiere retar al futuro. Así pasaron sus días hasta que conoció a una familia que le otorgó alojamiento, alimentación y lo trataba mejor que sus “tíos”. Ese mismo destino hizo que conociera a Rufina, la hija del dueño de aquella propiedad, de quien se enamoró y eligió para que fuese su compañera de vida.

Todo el regimiento rinde un homenaje a su camarada más antiguo, quien perdió un brazo durante la conflagración bélica entre Bolivia y Paraguay.

Un día se armó de valor, preparó un fiambre con queso, papa y chuño; compró un alcohol para la celebración y fue a pedir la mano de su novia. Los padres aceptaron la propuesta, aunque debía cumplir otro requisito: para ser considerado una persona formal tenía que cumplir con el servicio militar. Con esa premisa se presentó en el cuartel Tarapacá de Corocoro, en marzo de 1933, cuando la Guerra del Chaco ya había empezado. Si bien le dijeron que era muy joven para formar parte del Ejército, Ricardo perseveró hasta ser incorporado, por lo que fue trasladado hasta Viacha.

El joven uniformado no se sentía cómodo con el fusil Mauser, así que cuando el instructor preguntó quién quería manipular una pieza pesada, él dio un paso adelante. “¿Cómo vas a querer manejar esto, si el equipo es más grande que vos?”, recibió como respuesta, pero estaba resuelto a conseguirlo. Y lo logró.
Cuando le informaron que iba a viajar al Chaco para enfrentarse con los paraguayos, su reacción inmediata fue pedir a su comandante que le diera permiso para casarse con Rufina. Con poco tiempo para realizar las nupcias, fueron donde un oficial de registro civil. Pero faltaba un testigo. El lugar estaba vacío, con excepción de un niño de no más de nueve años que jugaba en el campo, a quien convencieron de que fuese el refrendatario de la unión.

Cuando apenas estaban brindando tocó el clarín de llamado de los soldados que iban a partir en tren hacia las candentes tierras chaqueñas. Mezclada entre mujeres y niños que despedían a sus seres queridos, la novel esposa también agitaba su manta para desear suerte a su consorte, con el deseo de que retornara con vida.

El benemérito visita el Museo de los Colorados de Bolivia, donde tendrá un espacio que cuente su vida como soldado de la Guerra del Chaco.

El periplo empezó en Villamontes, desde donde la tropa de Ricardo debía caminar al menos tres días para arribar al primer punto de concentración. La caramañola que le iba a permitir sobrevivir, las botas que apenas se acomodaban a sus pies, la frazada que iba a ayudar durante las noches frías y el intenso calor del día eran los enemigos en su propia guerra.

Ricardo sospecha que antes de participar en la primera batalla le dieron comida con pólvora y sangre de perro para obtener fuerzas. Antes de que partiera la tropa, los oficiales hicieron detonar un arma pesada, con el sonido incesante e inacabable de un silbato parecido al de un ferrocarril. Era como si todo hubiese quedado en blanco y solo se veía el movimiento de bocas que parecían decir algo que por más que intentaban no se entendía.

Con ese “golpe de ánimo”, los soldados del regimiento Colorados 41 de infantería salieron a cumplir con su deber. Primero participaron en el tercer ataque al fortín Fernández, después tocó ir a Nanawa y posteriormente hicieron el cerco de la Cuarta División de Gondra. Muy pronto, la poca comida y el agua se acabaron, y durante un tiempo la orina servía para mitigar la sed. Pero el trajín bélico causó que ni siquiera tuvieran ese alivio. Y para alimentarse debían cazar ratas y serpientes.

Durante las batallas, Ricardo estaba acompañado por Celso y Joaquín, quienes le ayudaban a cargar el mortero ligero que estaba a su cargo. La valentía y el esfuerzo llegaron a su punto culmen el 8 de agosto de 1933, en Campo Vía. Como allí murieron sus dos camaradas, el soldado quedó solo en plena acción. Aun así siguió luchando. El ahora benemérito cree que desprotegió el cuerpo cuando intentaba cargar su arma, porque de repente sintió un golpe fuerte en la muñeca derecha.

Quería continuar luchando pero no podía, pues se dio cuenta de que solo un pedazo de piel unía su mano con el antebrazo. En ese instante se asustó aunque no sentía dolor. Con el brazo que estaba bien levantó su mortero y emprendió la retirada hasta que la pérdida de sangre ocasionó que se mareara y desmayara. “Si no hubiera sido por mi teniente Peñaranda, no hubiera regresado”, suele repetir cuando relata esta parte de su vida. Al ver herido a Ricardo, su superior lo levantó y lo arrojó en una zanja con el fin de protegerlo, hasta que arribaran los refuerzos. Durante lo que quedaba del día y la noche no llegó la ayuda, sino la jornada siguiente, cuando su teniente lo rescató. El soldado fue trasladado al hospital militar de Saavedra, después a Muñoz, Villamontes y Tarija, hasta su evacuación a La Paz.

Por el intenso calor y la tardanza en la ayuda, la herida exudaba un fuerte olor nauseabundo y fétido, producto de la gangrena. En un principio le cortaron el antebrazo desde el codo, pero la lesión había avanzado demasiado, así es que le amputaron todo el brazo izquierdo.

Después de su convalecencia retornó a Charaña, donde lo esperaba su esposa. El trabajo en el campo es duro, pues implica sembrar y cosechar para conseguir cargas que Ricardo no podía llevar. Por esa razón tomó a su familia y probó suerte como mayordomo en una hacienda de Tiquina. La familia se agrandó, así es que retornaron a Charaña y después emigraron a Caranavi, donde con mucho esfuerzo consiguió un lote y se dedicó a la siembra de arroz y frutas. Después de un tiempo, las heridas de la conflagración y la edad le llevaron a emigrar a Villa Fátima, donde vivía de su renta de benemérito. A sus 90 años ya había enviudado y dedicaba sus jornadas a visitar a sus camaradas, hasta que a inicios de la década de 2000, un dirigente de la Asociación de Mutilados Inválidos de la Guerra del Chaco (AMIGC) llevó a Ricardo a los ambientes de la calle Yanacocha para que fuese protegido por Laura, la hija menor de sus siete hijos.

Desde el año pasado que dejó de salir de su casa como consecuencia de las dolencias en las rodillas. Prácticamente ha perdido la vista y también el oído derecho. A veces se levanta de su lecho para caminar un poco. Otras recuerda a Celso y Joaquín como los fieles cargadores de su mortero. De lo que no se olvida preguntar es la fecha, pues calcula cuándo llegará el desfile militar, ya que su deseo es ver a sus queridos Colorados de Bolivia.

Para la producción fotográfica de la nota, por fin fue recibido por sus queridos camaradas, quienes le brindaron un caluroso recibimiento y con el respeto a quien se sacrificó por el territorio nacional. A veces se sienta en su cama y habla con su hija, a quien le confiesa que no se quiere morir, porque de ello depende que la familia siga en esos pequeños ambientes de la calle Yanacocha, que se han convertido en la última trinchera de don Ricardo.l

El comandante de los Colorados, teniente coronel Limberth Rojas, despide con mucho respeto a Ricardo Roque.