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Mi tío Dardo

¡Era tan feliz cuando subía al tren de mi infancia! En la prodigiosa estación paceña nos despedían amigos verdaderos, pues nos íbamos de vacaciones varios meses. La subida hasta El Alto en chucuchucu era espectacular, de codos veía por la ventana mi ciudad erguida en sus laderas. Luego venía el delirio aturdido del viento entre los vagones, el coche comedor alborozado, nuestro camarote dúplex tan necesario pues nos esperaban cuatro días de viaje hasta llegar a la estación tucumana donde la familia argentina materna esperaba en su postal radiante.

Yo quería dejar Tucumán y llegar rápido a la casa del abuelo Andrés, en Santiago del Estero, para jugar fútbol desnudo, admirar la parra y sus ratas nocturnas, sentir profundo el olor de los sauces y ese calor inmemorial del chaco desatando nuestros cuerpos. Pero Tucumán nos hipnotizaba unos días por la figura entrañable de mi tío Dardo. Siempre de buen humor, con su sonrisa de niño retozón nos esperaba en La Rural, su simpático auto verde. Mientras manejaba hasta su casa de la calle Entre Ríos 996, el pícaro iba piropeando por la ventana a las guapas veraniegas: “Adiooos chicas, ya llegaron los bolivianos, vengan por casa”. Yo ilusionado me estremecía mientras él se atoraba de la risa.  

El tío Dardo había salido de la más insondable pobreza desde su pueblo de Pampa Mayu, cerca de Simoca, en plena campiña tucumana. Changuito manos teñidas, carita morena, había logrado por su talento y tenacidad graduarse con honores como abogado de la Universidad Nacional de Tucumán, conquistando con su gomina gardeliana a la hermana de mi madre, la tía Cote. Ya en la casa, el tío se sacaba el traje y la corbata, aparecía descalzo con camiseta interior y pijama celeste, cargando contento el bombo que le había regalado su suegro, don Andrés Chazarreta. Se sentaba en el centro del patio, ponía el LP del Chango Nieto acompañando feliz al disco con su virtuoso bombo durante horas. Nunca vi tocar así el bombo legüero, con tanta precisión y síncopa, envuelto en su risita calurosa que le hacía temblar la panza como Papá Noel mestizo. Cuando terminaba la canción su único público atento (que era yo) lo ovacionaba, sirviéndole una gaseosa helada mientras se iba cociendo en sangre el asado del fondo. Entonces llegaba el vino en damajuana y la noche se encendía de chacareras y gatos bailados por toda la familia en coreografías precisas tejidas con amor. En la zamba, mi mamá Anita y mi tía Cote se lucían con los maridos empañolados. El tío Dardo y Monroy Block fulguraban sus galas de verano concluyendo la tertulia en un beso profundo de las parejas con el estallido de aplauso de los hijos. Éramos felices.

Recuerdo un verano que el tío Dardo me llevó en La Rural a su pueblo. Llenamos el auto con pelotas de fútbol que olían a cuero nuevo y con camisetas de Boca que él mismo había comprado para regalar sin protocolo a los changuitos pata pilas que nos perseguían incendiando aquel domingo glorioso de bocinas. El tío entonces era el Dr. Dardo Molina, diputado Federal por el peronismo. Había sido el único tucumano en ir a buscar a Perón hasta Madrid y regresarlo victorioso del exilio. Recóndito luchador, abogado de cañeros y limoneros, Molina era amado por el pueblo que lo elegiría después Vicegobernador de la Provincia de Tucumán.

El verano de 1976 arranqué esta vez en el tren paceño completamente solo. Mi familia se había dispersado por el sufrimiento de la muerte de mi madre en abril. Aquello era un remedo punzante, inclusive la llegada a la estación tucumana. El tío se esforzaba con su sonrisa, me compraba alfajores, gaseosas y helados. Al mediodía veíamos juntos Almorzando con Mirtha Legrand. La diva se la pasaba entrevistando a los fascistas de turno. Cuando la doña mostraba las sandalias, el tío decía: “heee, mirá ese talón, tan arrugado como su cara…” , y yo me atoraba de la risa.

El 15 de diciembre del ‘76, mi tío Dardo me dio un beso sonoro, se subió a La Rural, me dijo gozoso que en la noche comeríamos pizza y que tocaríamos juntos con el nuevo disco de chacareras. Pero nunca más volvió. Los paramilitares fascistas lo detuvieron en la esquina, invadieron La Rural, lo encañonaron, lo llevaron a un centro clandestino de detención, lo torturaron hasta matarlo. Son 41 años que mi tío, el Dr. Dardo Molina Alurralde no aparece. Los esbirros y cobardes de Videla, Menéndez y Bussi (gobernador de Tucumán que ordenó la desaparición) lograron que ese ser humano extraordinario hoy sea una foto más en la dolorosa lista de 30.000 desaparecidos en la Argentina durante el Plan Cóndor. Mi tía Cote murió de soledad y dolor. Sus hijos y nietos continúan de manera incansable la lucha por encontrarlo.

Mientras tanto, amado tío Dardo, te miro en la foto de desaparecido y me brota una sombría lágrima porque te extraño mucho. Tu recuerdo vive en mi alma y en los ojos de miles de changuitos cañeros que apoyaste, hoy padres de familia de la nueva Argentina democrática a la cual ofrendaste tu vida y ejemplo. Tenías mi edad cuando te secuestraron. No descansaremos hasta encontrarte.