El guardián y las piedras
El perro Choco tiene su tumba y un monumento en Ciudad Satélite, en El Alto. Allí le dejan flores y le piden protección.
El frío de la noche en Ciudad Satélite es agresivo. El reloj está a punto de marcar la medianoche. Los pasos se agigantan gracias al eco de las calles desiertas. Sopla un viento helado que no es violento pero sí continuo. Pienso en las cumbres nevadas del Huayna Potosí, que está a escasos kilómetros de este lugar. “Vas a tener cuidado”, me dijo Tatiana, una amiga que vive acá, “andá por allá, por ahí no es tan peligroso”.
Mientras camino hacia la parada de los trufis que bajan a San Pedro, un trío de perros se adueña del silencio y lo desvanece. Husmean en la basura y se ladran entre sí como si conversaran, no se gruñen, no buscan pelea, andan rápido. Escuchan mis pasos y me ignoran, hacen como si yo no estuviera allí, tan cerca.
“¿Ustedes no conocen la historia del Choco?”, les pregunto, en voz baja, que cuando hace silencio y tanto frío hay la necesidad de espantar a los fantasmas que podrían estar espiándote. No contestan, obviamente. Quizás si pudieran hablar. Quizás si pudieran hablar no les interesaría conversar conmigo, pienso. Cuando le pregunté a Tatiana, ella me dijo que no sabía nada del Choco, que ni siquiera se había dado cuenta de que en la plaza Bolívar, de donde salen los trufis a La Paz, había una estatua de perro alguno. Y no la culpo, a veces la velocidad de la vida, el ruido de las ciudades, hace que nos olvidemos de observar lo que tenemos alrededor.
Ciudad Satélite es una de las zonas con mayor tradición en la ciudad más joven de Bolivia. Fue fundada el 29 de abril de 1966. Su ubicación geográfica, bordeando El Alto y mirando de frente a la hoyada, ha sido quizás el factor determinante para que, en las calles, se la conozca como la zona Sur alteña, haciendo una comparación con los barrios paceños acomodados. La parada de la Línea Amarilla del teleférico a unas cuadras de las famosas antenas es un inevitable punto de conexión. Sin embargo, como en otras zonas de esta ciudad que no hace otra cosa que crecer, la inseguridad se vive día a día, ya sea en anécdotas que se cuentan en las plazas o en los muñecos colgados de los postes amenazando al eventual malviviente con ser quemado por la acción vecinal de defensa.
La plaza Bolívar está vacía. Algunos radiotaxis rondan. Otros automóviles están detenidos y sus conductores duermen, los brazos cruzados ante el volante y una frazada cubriendo sus pies. En la tarde ya había estado en este mismo sitio y pregunté por el perro Choco en el mercado y en una veterinaria próxima. “Era un perrito al que le gustaba estar ahí”, me dijo una casera que estaba muy ocupada preparando café. “Los trufistas son los que saben”, me dijeron en la veterinaria, “pero los nocheros, creo que ellos lo cuidaban”.
Y un taxista que estaba por ahí me invitó a visitar la parada a la medianoche porque los choferes se reunían en un círculo y se ponían a hablar entre ellos para contarse historias. Esta posibilidad fue lo que más me llamó la atención. Pero era medianoche y no había nada. Decepcionado, abordé un trufi a San Pedro que apareció como un espejismo de la soledad. Al chofer le pregunté si sabía algo del Choco. Me contó que era un perro nochero, que durante el día se perdía quién sabe dónde y que se había hecho amigo de los taxistas, que murió apuñalado por algún maleante que quiso cobrar venganza y que prefería no hablar mucho al respecto porque habían encontrado, tiempo después, a un taxista muerto con 28 puñaladas en el cuerpo y creen que es porque intentó ayudar al perro cuando reducía a un delincuente. “Pero creo que había tres Chocos”, dice, para finalizar, ya hemos llegado a San Pedro.
Eso es lo que sucede con ciertas historias, sobre todo cuando quienes las protagonizaron carecen de voz, las narraciones de los hechos crecen o se achican, se extienden o se difuminan. Choco es un personaje, un héroe, dirían muchos. Nadie sabe cómo o cuándo llegó a Satélite, pero sí saben que llegó para quedarse por siempre. Era un perro callejero que se hizo querer porque, dicen, sabía identificar a los delincuentes y cuidaba a los vecinos. “Nunca mordió a ningún niño”, me cuenta, una tarde después, doña Mariana (nombre ficticio, pidió el anonimato), una señora que lo conocía mientras bebe una coca-cola mini en un kiosco de la plaza Bolívar. “El perrito amaba a los niños, les movía la cola, les bailaba, les pedía cariño”. Varios canales de televisión hicieron eco de su historia y el Choco se convirtió en uno de los alteños más famosos. El amor se paga con amor, dice algún viejo adagio, y, como Choco acompañaba a los vecinos hasta la puerta de sus casas para cuidarlos, recibía mucha comida. Doña Claudia (nombre ficticio, también pidió el anonimato), dueña del kiosco, sonríe cuando recuerda al perro de pelaje rubio y mirada pacífica, lo recuerda echado en el suelo, las patas cruzadas y con mucha comida alrededor de él. Ahora, frente a la parada de trufis, hay una estatua en bronce del Choco.
Me llama la atención que el par de señoras a las que quiero entrevistar me pidan el anonimato. Y pregunto. “No queremos problemas con la junta vecinal”, dicen, unánimes. Explican que la Junta estuvo en contra, por ejemplo, de que se enterrara al Choco en la plaza, que ese hecho dañaría la imagen de la zona ante otras zonas alteñas y que hasta enterrarían loros en el cementerio de animales que se convertiría Satélite. Sin embargo, se enterró al Choco en la plaza y hasta el momento no hay noticia de que cadáveres de loros lo estén acompañando. Doña Claudia me cuenta que hay dos o tres perros que vienen en las tardes y se echan a descansar sobre la tumba, “como si supieran que alguien los puede estar cuidando desde el más allá”.
Después de la muerte de Choco, acaecida el 22 de octubre de 2014, doña Claudia recuerda un momento difícil. Era pasada la medianoche, dice, cuando un par de pandillas empezaron a pelear. Ella cerró el kiosco ante el temor de que pudieran robarle y se resguardó allí. Los pocos taxistas que se encontraban cerca huyeron. Entonces sucedió una lluvia de piedras por todas partes. “Habrá sido más de una hora de pedradas”, recuerda. Recién cuando hubo silencio se animó a salir. En la plaza había un joven apuñalado que le pidió ayuda. Ella lo ayudó a levantarse y le señaló el camino hacia el hospital más próximo, a unas cuadras de allí. Lo siguió a varios pasos detrás, no quería verse implicada en represalias pandilleras.
Me detengo en una imagen que se me vino a la mente cuando la señora contaba la historia. La caída de las piedras sobre todas las cosas, incluso sobre el monumento al Choco. Una fotografía de la violencia. El ruido. El miedo. “Creo que ni en la tumba de Jaime Saenz he visto flores tan frescas”, le digo señalando al guardián pétreo. “Antes era más bonito”, dice doña Claudia, “estaba su casita, pero se la han robado”. Y cuenta que hay personas que se detienen ante el monumento, sobre todo en las noches y quienes deben atravesar amplios senderos oscuros, le hablan al perro, lo tocan. “Qué le dirán”, dice doña Claudia, “es como si rezaran, le piden protección”.
Daniel Averanga, escritor alteño que un tiempo vivió en Satélite, cuenta que una vez el Choco se puso a ladrarle a un joven. El ladrido era intenso. Que justo por ese momento pasaba una patrulla policial y que, como si supiera, le mordió la manga y de ahí cayeron tres cuchillos y una pistola. Los policías arrestaron al joven y evitaron lo que pudo ser una catástrofe. “Hablar nomás le faltaba”, dice doña Claudia, “nunca en mi vida he conocido un perrito igual”, y se le escapa una lágrima.
Cuando le pregunto al doctor Félix Chambi por la historia del Choco, coincide con doña Claudia. Él es el veterinario que cuidó del perro símbolo y también quien estuvo a su lado cuando murió. La ascitis, cuenta, esa acumulación de agua en el abdomen, llegó a su corazón y eso fue lo que lo acabó. “Era un perrito al que la vida le había enseñado a ser noble”, dice, cuando lo evoca. Para el doctor, quien también es abogado y comunicador, la figura del Choco debe servir para pensar en la relación de los seres humanos con los animales, en la proliferación de perros callejeros, en el abandono que sufren miles de mascotas y en la mala crianza que padecen.
Tras la muerte del mítico Choco surgieron algunos grupos de activistas animales; sin embargo, el doctor Chambi está en contra de las donaciones monetarias ya que no hay la posibilidad de una regulación o auditoría confiables. “Lo más importante es la educación”, dice, “el perro expresa lo que el dueño es. Si una persona es mala, saca el mismo carácter”. También cree que distintos profesionales deben donar su tiempo y capacidades para buscar una solución integral al problema de los animales callejeros. Él proporciona sus servicios gratuitos a perros de la calle, por ejemplo, o da asesoría legal. A fin de mes dará un seminario en Satélite y se invitará a las juntas vecinales. También buscó el apoyo de las autoridades ediles. Durante la gestión del alcalde Édgar Patana, cuenta, fue ignorado. También visitó el programa televisivo de la actual alcaldesa, Soledad Chapetón, y envió memoriales a su administración que no tienen respuesta hasta ahora. Se busca construir un albergue y brindar educación sobre crianza animal en los colegios.
Se ha nublado el cielo y sopla un viento helado, todo es gris de pronto. La banqueta donde estaba sentado mientras conversaba con el doctor Chambi está destrozada, han arrancado los agarradores y la madera está maltratada. “Esta es una zona de guerra”, dice él, bromeando. La estatua del Choco le da la espalda a las antenas y mira fijo hacia algún horizonte, allá lejos, al altiplano inmenso, donde El Alto sigue creciendo. Llueve.