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Javier Escalante Moscoso, el camarada de la muerte

Al arqueólogo paceño Javier Escalante Moscoso, de 62 años, su colega Carlos Ponce Sanginés le dijo alguna vez “no sé cómo sigue trabajando en arqueología si a usted lo han recogido con cucharilla”. Esta profesión lo acercó incontables veces a la muerte, tanto así, que ya ha perdido la cuenta y debe hacer un esfuerzo para elegir aquellas que quiere contar.

Él estaba trabajando en Rosario —provincia Pacajes— investigando las torres funerarias, o chullpas, que existen por la zona. Para llegar a ellas debía cruzar las aguas heladas del río Mauri, que le llegaban a la rodilla. Una tarde después de que lloviese, la corriente era tan fuerte que le impidió cruzar y no le quedó más remedio que volver y “hacerse un lugar” en el refugio que le ofrecían los muertos.   

En otra oportunidad estaba acampando en Pasto Grande, en la zona de los Yungas que está detrás del Illimani, cuando al estar guardando su saco de dormir notó algo raro; “pensé que había dejado ropa dentro, cuando lo sacudí, salió una serpiente de cascabel de unos dos metros, habíamos dormido juntos y yo no me había dado cuenta”.

La más traumática fue hace 25 años, regresando de Tiwanaku. Dicen que la pirámide de Akapana, parte de este complejo arqueológico, tiene una maldición que recae en quienes hacen las excavaciones. Wendell Bennett, el arqueólogo que descubrió al monolito que lleva su nombre, murió ahogado; Gregorio Cordero Miranda tuvo un infarto al corazón, y Max Zamora se atragantó con un hueso y murió.

Escalante sufrió un terrible accidente de automóvil que lo llevó directamente a la morgue, aunque todavía estaba vivo. Ahí lo encontraron sus familiares que se dieron cuenta de que aún no se lo había llevado la parca. “Al parecer di algún tipo de signo de vida y estuve cuatro días en coma. Tenía una fractura en el cráneo, los 10 dedos de las manos rotos y también varios dedos de los pies. Con fierros y tornillos me armaron de nuevo”. Así venció la maldición de la pirámide y en 2005 volvió a sus tareas en Tiwanaku.

La curiosidad innata por encontrar respuestas a las conjeturas de la historia pudieron más que el miedo y lo llevaron a trabajar 15 años más. Ahora reconoce tranquilamente que es un oficio que tiene “algunos bemoles” pero que es una magnífica oportunidad para tener aventuras.