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Tesoro de San Sebastián, más de un siglo al descubierto

Durante un paseo familiar aparentemente arruinado por la lluvia, Federico Améstegui y sus tres hijos —Lucio, Hernán y Óscar— encontraron cerca de 1.000 piezas prehispánicas de oro, desenterradas por la tormenta. Esa tarde de marzo de 1916, el geólogo y sus hijos escapaban del aguacero que caía en la colina de San Sebastián, más conocida como La Coronilla, en Cochabamba, cuando divisaron algo brillante en el barro.

Lo recogieron y al verlo de cerca se dieron cuenta de que se trataba de una lentejuela de oro.

Una vez desenterrado el ajuar, los Améstegui tenían entre manos una diadema, dos pectorales, una escudilla o tutuma, dos brazaletes, 20 cuentas cilíndricas, dos placas trapezoidales sueltas, 597 pequeñas lentejuelas, dos láminas con siete colgandejos cada una, 12 colgandejos sueltos de las anteriores piezas y 24 canutillos junto a varias cuentas circulares de sodalita —una piedra semipreciosa—. A esto habría que sumarle un cetro de mando, dos brazaletes, un cinturón, una sola sandalia y aproximadamente 500 lentejuelas más, que se habrían extraviado con los años.

Según relata Jédu Sagárnaga, primer investigador en estudiarlo, la familia Améstegui tuvo en exposición este conjunto de joyas en su casa por mucho tiempo. No se sabe exactamente qué sucedió después, porque las piezas que ahora se conocen aparecieron en poder de un ciudadano francés, llamado Rodolphe Picard, que en 1933 trató de sacarlas del país. Al verse descubierto, las vendió al Estado, que las puso en custodia del Banco Central de Bolivia por más de cuatro décadas.  

Ahora el Tesoro de San Sebastián, con casi 700 elementos, es una de las colecciones más importantes del Museo Municipal de Metales Preciosos de La Paz, porque contiene su pieza más grande y pesada —la diadema— y porque es el hallazgo más completo, en lo que se refiere a objetos de oro, que se ha descubierto en Bolivia hasta la fecha. La joya que se llevaba en la cabeza pesa 245 gramos y está elaborada en oro de 18 quilates, como todo el tesoro. Tiene dos aletas y una parte central alargada, en la que hay un rostro repujado, con incrustaciones de sodalita a manera de ojos.

La gran incógnita que envuelve a la colección es que no se sabe cuál era la posición de cada elemento en la tumba.

 “Aparentemente fue un entierro directo, es decir, que no había ningún tipo de contenedor. El cadáver estaba en decúbito dorsal (echado de espalda), lo cual tampoco es habitual, ya que generalmente eran inhumados en posición fetal. Pero como Améstegui no pudo fijarse cómo encontró las joyas, la reconstrucción es hipotética”.

Gracias a la morfología de la diadema se puede decir que perteneció a la cultura tiwanacota, aunque no se tiene información fehaciente, como la que podrían proporcionar elementos de cerámica que la acompañasen. Lo que sí queda claro es que este conjunto de joyas pertenecieron a alguien con un rango importante.

La posibilidad de que fuera una tumba tiwanacota tiene fundamento, porque se habrían encontrado otros restos de esta cultura en Cochabamba.

“Este conjunto puede darnos datos sobre la dinámica política y económica que se generó en Tiwanaku. Nos habla de un personaje de alto rango social que —al parecer— fue enviado desde el núcleo para cumplir roles administrativos, lo que posicionaría a estos valles como un productor agrícola de importancia, en especial por el maíz. La escudilla puede interpretarse como una tutuma para beber chicha, que tuvo gran importancia ritual en el mundo andino prehispánico”.  

El antropólogo escuchó de más descubrimientos de oro, no oficiales, en la zona. Gracias a esto, una de sus hipótesis es que esta tumba no es la única, sino que toda la colina podría haber sido un cementerio prehispánico, tal vez tiwanacota, que ha sido saqueado a lo largo del tiempo.