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La moda al límite

Las modelos más jóvenes gritan como fans histéricas y los directores de las biblias de la moda lloran como niños. Suena Freedom, de George Michael, y los flashes ametrallan la pasarela. Sobre ella desfilan Cindy Crawford, Carla Bruni, Naomi Campbell, Helena Christensen y Claudia Schiffer. Es la primera vez que pisan juntas la pasarela en décadas. Es un espectáculo más allá de la moda. En medio de la apoteosis, Donatella Versace sale a saludar entre tímida y orgullosa. Es septiembre de 2017. La diseñadora acaba de dar por concluido su desfile de prêt-à-porter femenino. Ha querido homenajear a su hermano, el gran Gianni Versace, en el 20 aniversario de su asesinato. Y lo ha hecho al estilo de la casa Versace: por todo lo alto.

Ha convocado a las míticas top models que el italiano fabricó y encumbró, y presentado una colección que reinterpreta algunas de las prendas con las que el creador definió la moda de los 90. Un acontecimiento emocionante e irrepetible. También una declaración de intenciones: Versace sigue siendo grande. Muy grande. Conserva su relevancia en la industria del lujo, en contra de los que auguraban su final y gracias a la habilidad de Donatella para conectar con las nuevas generaciones y reinventarse una y otra vez.

Un mes y medio después del golpe de efecto de Versace, Donatella, su creadora y alma, está en el cuartel general de Milán, en su hermético despacho de Via Gesù. El espacio está custodiado por un guardaespaldas y su interiorismo resulta inesperadamente sencillo para los estándares estéticos de la compañía. De las paredes cuelgan retratos de sus hijos. También de la diseñadora en su juventud, cuando exhibía una belleza que, a sus 63 años, intenta retener con uñas y bótox. Entra en la habitación con la fuerza que se espera de la matriarca de uno de los clanes más legendarios de la historia de la moda; única cabeza visible de aquella familia del sur de Italia que desde cero conquistó el mundo. Cada uno con su papel: Gianni, como Rey Sol; Santo, su hermano mayor, de cerebro en la sombra, y la piccola Donatella, como fiel escudera. Hoy es la reina. Ya no compite con Armani por el bronceado más intenso. Y luce un vestido negro de manga larga y cuello a la caja. Su voz suena nasal y horadada. Sentencia: “Hubo un tiempo en que ser sexy era sinónimo de revelar, de enseñar mucha piel. Pero hoy tiene más que ver con una actitud”.

Aquel tiempo pasado al que se refiere Donatella fue el de la época legendaria de Versace, tapizada de leopardo y con los escotes más vertiginosos de la historia. Gracias a aquellas colecciones, el poder sexual de las mujeres se convirtió en el centro de la cultura y la industria del lujo. “Esa moda hacía que te sintieras feliz y segura”, dice. Unos sentimientos que ha rescatado en esta última colección, que gira en torno a los estampados barrocos y aquellos vestidos de lentejuelas con los que Gianni revolucionó la moda en 1992. “Nunca antes lo había hecho. Jamás tuve el coraje de volver a los archivos de mi hermano para revisar su obra. Me daba miedo revivir su muerte”.

El asesinato del modista siciliano marcó la vida de su familia y de su compañía. Ocurrió el 15 de julio de 1997, cuando Andrew Cunanan, prostituto y autor de otros cuatro crímenes, le descerrajó dos tiros en las escalinatas de su mansión de Miami. El móvil nunca se esclareció. Y 20 años después, la creadora sentada en su despacho de Gesù sigue dividiendo el mundo en “antes” y “después de la muerte de Gianni”. Sobrevivir al diseñador la ha convertido en una superviviente. En lo personal y en lo empresarial. La firma celebra cuatro décadas sobre la pasarela, y la última mitad de su historia —la liderada por Donatella— demuestra que en Versace resistir es vencer. A punto de quebrar en 2004, la marca vivió un nuevo resurgir en 2014 y hoy factura 668 millones al año.

El impacto televisivo

Versace vuelve a ser viral. A agitar las redes sociales. La serie American Crime Story, una de las grandes apuestas televisivas de la temporada, recupera la tragedia de los Versace. Édgar Ramírez da vida al diseñador. Y Penélope Cruz, a Donatella. Tras que la italiana publicase un comunicado en el que calificaba a la producción estadounidense de “ciencia-ficción”, se especuló con un potencial enfrentamiento entre Penélope y ella. “Para nada. Penélope es muy amiga mía, una persona cálida y auténtica. Que me interprete es un honor”, dice sonriente. Revela que recibió una llamada de Cruz antes de comenzar a rodar: “Me dijo que no me preocupase, que sería muy respetuosa. Yo confío en ella. Lo que no significa que lo haga en el resto del equipo. Eso es otra historia”.

Su vida solo puede contarla ella. Donatella reconoce que empieza a los 42 años, delante del cuerpo sin vida de su hermano, y la necesidad de tomar una decisión: ¿seguir con la firma o tirar la toalla? En su testamento, y para sorpresa de todos, Gianni Versace había nombrado heredera a Allegra, su sobrina favorita. Al ser menor de edad, toda la responsabilidad recayó en Donatella —la madre de la joven heredera, para quien Gianni había reservado el puesto de vicepresidenta—, delegando en su otro hermano, Santo, el trabajo de director general. “No puedo decirte si quería continuar; estaba en shock; pero lo que sí sabía es que estaba obligada a hacerlo. No podía fallar a toda la gente que estaba a mi alrededor buscando respuestas”.

Icónicas. En 1997, en la gala del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York,  las divas del pop, Madonna y Cher, flanquean a la diseñadora.

Empezaban unos terribles años que ella define como “llenos de reproches”. Los suyos propios y los de una industria que le recordaba a diario que nunca llegaría al nivel de su hermano: el genio. Aquel niño que se divertía escogiendo hilos y abalorios con su madre y que, tras estudiar arquitectura, captó el interés de la industria textil italiana diseñando vestuario para obras teatrales. La firma Callaghan fue la primera en ficharlo. Animado por la buena acogida, decidió crear su marca en 1978. Desde el primer día, Donatella estuvo a su lado. Lo que pocos saben es que fue ella quien llevó el timón del atelier durante los dos últimos años de vida de Gianni. “Estuvo muy enfermo antes de morir. Tenía cáncer de oído. Mientras duró el tratamiento yo estuve dirigiendo la empresa. Le consultaba todo, claro. Pero fue como un entrenamiento. Seis meses después de que el doctor le confirmase que estaba curado, le mataron. Fue horrible”.

Donatella asegura que funcionaban como una sola persona. “Él reinaba en primera línea, se llevaba las críticas. Y yo, detrás, segura. Pasar de esa posición a ser la cabeza visible fue demasiado. Sentía que no era mi sitio. Me preguntaba constantemente: ‘¿Cómo podría hacerlo mejor?’. ‘¿Qué haría Gianni si estuviese aquí?”. Pero las expectativas y obligaciones con las que se encontró fueron distintas a las que el modista tuvo que afrontar: la industria estaba cambiando. “Mi hermano se centraba en sus colecciones, pero a mí me tocó transformar el modelo de negocio y estaba distraída por todo lo que implicaba. Me resultó muy difícil hacer que la gente escuchase y respetase mi voz. Ni siquiera mi familia lo hacía”. Junto a Miuccia Prada, era una de las pocas mujeres al frente de una gran casa de moda. “Era un mundo de hombres. Pero ha cambiado. También yo. Ahora confío más en mí”. Confiesa que tardó ocho años en sentirse cómoda en el papel de diseñadora. En ese tiempo, sus problemas con las drogas ocuparon portadas y alimentaron la imagen de mujer inestable, caprichosa y excesiva. La leyenda cuenta que exigía que todas sus cajetillas de tabaco se envolviesen en papel rosa y dorado con sus iniciales impresas.

Las ventas comenzaron a caer, lastradas por las irregulares colecciones de Donatella y la llegada del minimalismo, en las antípodas del estilo de Versace. La fiesta había terminado. En 2004, siete años después de la muerte de Gianni y con una deuda de 118 millones de euros (unos $us 147 millones), la firma se encontraba al borde del abismo. Santo vendió las mansiones de Nueva York y Miami. También su colección de arte, que incluía 20 picassos. Se cerraron boutiques por todo el mundo. Pero los números seguían sin cuadrar. Hasta que Donatella hizo lo que mejor sabe hacer: renacer de sus cenizas.

Hermanos. Santo, Donatella y Gianni Versace, fotografiados en 1987 por Alfa Castaldi.

Para empezar, salió de un programa de rehabilitación y fichó como ejecutivo a uno de los impulsores del éxito de la firma rival Fendi: Giancarlo di Risio. El diagnóstico que ese nuevo consejero le hizo al llegar fue demoledor. “Esto va a morir”. Mientras da vueltas en su mano izquierda a un anillo enorme, Donatella asegura: “He cometido muchísimos errores. Digamos que he tenido una vida interesante y todo lo que he hecho ha sido bastante imperfecto. Pero, ¿quién quiere ser perfecto? Resulta tan aburrido”.

En 2009, Gian Giacomo Ferraris, antiguo responsable de la división de prêt-à-porter del grupo Gucci, sustituyó a Di Risio e impuso una política de austeridad en Versace, la casa del exceso. Con él llegó a su fin la costumbre de fletar el jet de la compañía para que sus adictas compradoras acudiesen a probarse un vestido desde cualquier parte del mundo.

Clientes satisfechas

La atención al cliente en Versace es legendaria. No en vano, y como Donatella recuerda, Gianni fue el primero en vestir a celebrities. “Él lo inventó. Nadie quería dejarles ropa. Y ahora hay una guerra por ver quién consigue colocar más looks en la alfombra roja”. La diseñadora sigue disfrutando de la relación personal con sus clientas vips. “Si no sabes cómo es la mujer, el vestido no le va a sentar bien”. No se trata de un eslogan vacío. El año pasado, viajó hasta Houston solo para animar a Lady Gaga, que actuaba en la final de la Super Bowl vestida de Versace.

“Volé hasta allí porque sabía que era muy importante para ella y que necesitaba mi apoyo”. Resulta fácil inferir que lo hizo en jet privado.

Bajo la estricta batuta del nuevo CEO, la firma duplicó su tamaño y dejó de ser una empresa familiar. En 2014, admitía la entrada del grupo inmobiliario Black­stone que adquirió un 20% de la compañía por 1.000 millones de euros ($us 1.243 millones), con ganacias en 2015 de 17,2 millones de euros ($us 21,37 millones). Pero de nuevo llegaron los números rojos. En 2016, Versace declaró 7,4 millones de pérdidas.

Para entonces Donatella había sustituido a Gian Giacomo Ferraris por Jonathan Akeroyd, llegado desde Alexander McQueen. “Contratarlo ha sido la mejor decisión que he tomado. Nunca me dice que no. Es británico y tiene una visión más internacional del mundo”. Según Akeroyd, la caída de beneficios responde a la fuerte inversión en la apertura de tiendas, y señala que las ventas han crecido un 3,7%.

Hermanos. En el entierro de Lady Di, en 1997, Donatella estuvo acompañada por Santos. En el círculo, la diseñadora con el desaparecido Gianni. 

“Trabajar con un ejecutivo que no entiende de moda es muy complicado”, apunta Donatella. “Cuando lo único que sabe es de números, resulta peligroso. Con todos mis respetos, si solo escuchas a la gente de marketing pierdes tu personalidad y acabas siendo como todos los demás”. Para Donatella este es, sin duda, uno de los grandes males que aqueja a la industria del lujo actual. “Ha llegado el momento de volver a ser arriesgados, divertidos, espontáneos. Hay 10 veces más marcas que cuando Gianni vivía. Algunas son muy interesantes. Pero la mayoría resultan iguales. La monotonía acabará matando la moda”.

El sector afronta una crisis estructural y ha puesto sus esperanzas en los millennials, la generación nacida después de 1980 y que en 2025 acaparará al 45% de los consumidores de productos de lujo, según un estudio de la consultoría Bain & Co. “Son ellos los que deciden qué va a comprar el mercado”, asegura Donatella. Pero captar su atención y descubrir qué quieren no es sencillo, a juzgar por la cantidad de propuestas fallidas. “Sigo a muchos millennials en Instagram y veo cómo visten. Su estética cambia radicalmente de un día a otro. No son como nosotros, que teníamos un estilo definido. Pero la clave es que en todos sus looks buscan algo que los diferencie, que les permita expresar su personalidad, algo único”.

Donatella sabe de lo que habla. Sus dos hijos, fruto de un matrimonio de 17 años con el modelo estado­unidense Paul Beck, son millennials. Allegra, de 31 años, está en el consejo de administración de la firma y trabaja en Versus, la línea más asequible de Versace. “Daniel, de 28, es un rockstar que cuando llega Navidad me suplica que decore la casa como cuando era pequeño… Ellos cogen una pieza de una colección y la mezclan con sus propios jeans o con algo que no tenga nada que ver. Esa es la tendencia. Tienes que darles algo auténtico y que cuente una historia. Y con mi última colección yo les he contado una: la historia de los 90 y de cómo empezó todo esto. Por eso fue un éxito”.

—Pero la mayor parte de los millennials no tienen dinero…

—Eso no es verdad. No hablamos de niños de 15 años, sino de personas de 30. Tienen capacidad para adquirir una camiseta, buenos vaqueros, una camisa.

Genio y figura. Su antiguo CEO, Ferraris, asegura que la mayor habilidad de Donatella es la de “proyectarse en el futuro, interactuar con las nuevas generaciones y anticiparse a las tendencias”. Siempre ha considerado imprescindible rodearse de jóvenes creadores y ha demostrado tener un olfato infalible para detectar el talento. Por Versus han pasado, cuando todavía eran figuras emergentes, Anthony Vaccarello, actual director creativo de Saint Laurent; Virgil Abloh, adalid del street style de lujo, y J. W. Anderson, responsable de Loewe. “Cuando vi la primera colección de Anderson no la entendí, pero tenía mucha fuerza. Le pedí que interpretase Versace desde su propia perspectiva, no la mía, y me entregó ideas realmente fantásticas”.

No oculta su orgullo como mentora y mamma creativa. Representa esa figura protectora para algunos de los diseñadores más influyentes del momento, como Riccardo Tisci, con el que mantuvo conversaciones —finalmente infructuosas— para que entrase a formar parte de su compañía. “Trato de entender todo lo que sucede en la moda, otra cosa es que me interese. Pero en este trabajo nunca puedes decir nunca; porque, cada vez que he jurado que no haría algo, he terminado haciéndolo”. Su carcajada es contagiosa. Los miembros de su equipo comentan que está “de muy buen humor”, motivada.

Acaba de recibir el premio Icono de Moda del British Fashion Council y en mayo inaugura en el museo MET de Nueva York Heavenly Bodies, exposición que patrocina y que gira en torno a la influencia del catolicismo en la moda. “El Vaticano ha prestado por primera vez 15 piezas. Estoy muy contenta porque, como italiana, el Vaticano son mis raíces”. Está emocionada. “No sé por qué se tiene una imagen tan fría de mí. Los valores familiares son lo más importante en mi vida, y cuando la gente me conoce se sorprende y me dice que soy muy cercana y cariñosa”.