El agua es vida. Vamos a repetirlo una vez más, para que no quepan dudas: el agua es vida. Se trata de un eslogan que en ciudades como La Paz, que sufrió una sequía hace más o menos un año, se repite hasta el cansancio, hasta que el cliché pareciera disolver —secar— el mensaje. Hay, sin embargo, lugares en nuestro país en los que el eslogan se convierte en rezo, en una humilde súplica a las fuerzas que van más allá del entendimiento humano.
Según explica la lingüista Daniela Castro Molina, en regiones del norte de Potosí y de Chuquisaca, gran parte de las personas que deciden emigrar a las ciudades o incluso al exterior lo hacen porque los sembradíos, arrasados por la ausencia de lluvias o por la furia de las heladas, no son suficientes para equilibrar una economía que depende de ellos o para alimentar siquiera a las familias que los cultivan. Es por eso que la festividad católica de Pascuas tiene una importancia vital en el calendario de sus tradiciones anuales; en ella, los pobladores rezan pidiendo el milagro del agua para sus suelos, para sus vidas.
Con el transcurrir del tiempo la celebración de Pascuas, con el pedido de lluvias correspondiente, ha ido disminuyendo debido a la migración sin retorno y también a la proliferación de iglesias evangélicas, que prohíben estos ritos a sus feligreses. Los habitantes que quedan, en su mayoría ancianos que vislumbran el pasado como una época mejor, creen que las sequías y las heladas han ido en aumento en los últimos tiempos debido a que ya no se celebran las Pascuas con el mismo fervor con el que se solía festejarlas.
En 2017, las lingüistas Angélica García y Daniela Castro visitaron las comunidades de Vitichi y Puna, en el norte potosino. En esa incursión conocieron a la mastra doctrinera Beatriz Ocampo, quien habría de explicarles la naturaleza de la celebración pascual y enseñarles los instrumentos que se utilizan en la ceremonia.
Uno de los materiales que más llamó la atención, no solo de estas investigadoras sino el de profesionales anteriores a ellas que llegaron a estas tierras, fue el de cueros de diversas formas que contenían escritos en jeroglíficos. La mastra doctrinera era quien leía esos símbolos, que contenían los rezos para pedir por lluvia en Pascua; ella también era la encargada de educar a los niños en los pormenores de esta tradición para extenderla a través de las venideras generaciones. Así, la escritura de los jeroglíficos pasa del cuero a las hojas de los cuadernos que se utilizan en la educación primaria. Este sistema de escritura es nombrado por sus practicantes como llut’asqas.
Explica Castro, quien trabaja en el Museo Arqueológico de la Universidad Mayor de San Simón, en Cochabamba, donde se puede asistir a la exposición de estos materiales, que existen varios antecedentes de las llut’asqas. Arqueólogos y exploradores han reportado haber encontrado piezas de cuero y también de barro desde 1940. Ya Dick Ibarra, en su libro La escritura indígena andina, de 1953, se había ocupado de recopilar estos hallazgos. En 2000, Wálter Sánchez y Ramón Sanzetenea publicaron, en el artículo Rogativas andinas dentro del octavo Boletín del Instituto de Investigaciones Antropológicas y del Museo Arqueológico, un calendario agrícola donde muestran a través de una clasificación que los rezos, y por tanto su escritura, han sido de vital importancia en estas comunidades, ya que no solo se han utilizado para pedir lluvias o para evitar heladas, sino también para desearle un buen viaje a quienes partían o para pedir favores divinos en la vida cotidiana.
La importancia de los rezos trasciende fronteras. Muchos de los migrantes vuelven a sus comunidades en Pascuas, la fiesta mayor de petición de lluvias, para participar. Doña Gregoria Vicente, comunaria de Tucultapi y residente en Buenos Aires, Argentina, explica los motivos de su retorno anual con estas palabras: “Yo vengo todos los años a esta fiesta porque le tengo amor a mi comunidad”. Más allá de retornar, doña Gregoria se encargó de transcribir la escritura de los rezos en un cuaderno para preservar la costumbre.
Castro recuerda con mucho cariño la visita que ella y García hicieron a las comunidades del norte potosino. Cuenta que las personas eran muy cálidas y hospitalarias en su trato, desprendidas cuando se trataba de compartir alimentos o abrigo. “Se hacen arreglos increíbles en las capillas. Arman arcos de flores, hay muchos adornos, velas que caen al estilo quipus, más decoración de flores y sobre todo de rosapascuas, que es la flor especial de esta fecha y que tiene un aroma muy fuerte y delicioso, aparte del impacto visual, el impacto olfativo es maravilloso”.
Además de la ya mencionada mastra doctrinera, la celebración de Pascua tiene otros agentes que colaboran en la ceremonia. Uno de ellos es el fiscal, un varón elegido por la comunidad, quien es el encargado de organizar la fiesta, proveer los adornos, vigilar el comportamiento de los niños cuando ellos están rezando y luego, cuando concluye la celebración, es quien debe reunir a los niños para lanzarles frutas y golosinas como una manera de agradecerles por su labor de rezadores.
Cuando García y Castro llegaron a San Miguel de Laja, a eso de las seis de la tarde del viernes, fueron alojadas en casa del fiscal. En el momento de ingresar a la capilla, iluminada por velas parpadeantes, solamente encontraron a la mastra doctrinera y a un niño rezando. No fue sino hasta que hacia la medianoche el fiscal hizo repicar la campana cuando se aproximaron más personas y salieron en procesión. Después de aquello, rezaron hasta el amanecer y, entonces, un grupo musical —a los músicos se les llama mastros— llegado para animar la fiesta empezó a tocar y todos bailaron. De una vasija tallada en madera bebieron chicha. La rosapascua no solo decora los habitáculos donde se celebra la ceremonia, sino también a las personas que participan de las Pascuas: las mujeres se ponen esta flor en la cabeza y los varones en las camisas. En la fiesta se enviste a las autoridades políticas con coronas de flores y también a quienes han actuado de mastra doctrinera y fiscal, los cónyuges de éstos son, al igual que ellos, celebrados. Asimismo, las nuevas autoridades, quienes se encargarán de las Pascuas del año que viene, son recibidas con los mismos ornamentos.
Ellas asistieron al final de la celebración. Un par de días antes, el Jueves Santo, las mujeres se reunieron en casa del fiscal para hornear panes de diversas formas (muyu pillus o ruedas, tortas, sepulcros o palomitas) y para empezar a cocinar la comida que se consumirá el gran día. El Viernes Santo es el día de las divinidades, en el que se hacen los rezos que piden las lluvias y el Sábado de Pascuas es el día de fiesta. Antes, la preparación de la celebración de Pascuas constaba de un trabajo de ocho domingos después de Carnaval, tomando en cuenta el domingo después del Sábado de Pascuas. Ahora, esto se ha simplificado a tres días: Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado de Pascuas. Queda decir que los cargos principales de esta festividad, como el de mastra doctrinera o fiscal, en algunos casos, se impone como un castigo de la comunidad por haber cometido “faltas en contra de la moral”, como, por ejemplo, haber tenido hijos fuera del matrimonio.
El agua es vida. Vamos a repetirlo una vez más, para que no quepan dudas: el agua es vida.
A cien a años de El Gran Gatsby, la novela de toda una época
F. Scortt Fitzgerald supo captar el lado radiante y también el lado trágico del sueño americano, en medio del rugido y el jazz de los locos años veinte.
El 2025 marca el centenario de la publicación de El Gran Gatsby, la novela que F. Scott Fitzgerald lanzó al mundo sin sospechar que, un siglo después, se consagraría como la obra que encapsula la esencia de una época y es, para muchos, la gran novela estadounidense. Narrada por Nick Carraway, la historia se sumerge en los excesos y las contradicciones de los «locos años veinte» a través de la figura enigmática de Jay Gatsby, un millonario obsesionado con recuperar un amor perdido.
Aunque inicialmente fue un fracaso comercial y crítico, El Gran Gatsby ha resistido el paso del tiempo y hoy se ubica en el panteón de la literatura universal.
El contexto de una creación
Fitzgerald escribió El Gran Gatsby durante un periodo de gran agitación personal. Como señaló Gertrude Stein, el autor «creó un mundo contemporáneo y moderno», distante de la juventud prometedora que retrataba en A este lado del paraíso. Sin embargo, este mundo era también un reflejo de sus propias luchas. Endeudado y ansioso por cumplir con las expectativas de Zelda, su esposa y musa, Fitzgerald volcó en Gatsby la dualidad del sueño americano: la aspiración y el costo emocional.
En sus memorias, Ernest Hemingway recordaba cómo Fitzgerald hablaba de la novela con una mezcla de modestia y esperanza. «Oyéndole hablar del libro, uno no imaginaba uno lo buen que éste era, salvo precisamente porque él hablaba con la timidez que muestran todos los escritores no fatuos cuando han hecho algo que está muy bien”. Aunque Fitzgerald estaba consciente de la calidad de su obra, las ventas iniciales fueron decepcionantes. Como dijo T.S. Eliot, quien leyó el libro tres veces en pocos días, El Gran Gatsby representó «el mayor avance en la ficción americana desde Henry James». Sin embargo, este elogio no fue suficiente para garantizar el éxito inmediato de la novela.
Las capas del sueño americano
La genialidad de El Gran Gatsby radica en cómo Fitzgerald explora las luces y sombras del sueño americano. Jay Gatsby encarna la figura del «self-made man», el hombre rico que se hecho a sí mismo. Alguien que, como señaló James L. W. West III, «reinventa su vida con un espíritu típicamente estadounidense». Este mito del ascenso social y la autorrealización, que ha moldeado la identidad nacional de Estados Unidos, encuentra en Gatsby una representación tanto inspiradora como trágica.
La prosa del autor se luce cuando describe a Gatsby, a través de Nick Carraway: “Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había algo magnífico en él, una sensibilidad acentuada a las promesas de la vida, como si estuviera relacionado con una de esas intrincadas máquinas que registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esta capacidad de respuesta no tenía nada que ver con esa impresionabilidad flácida que se dignifica con el nombre de ‘temperamento creativo’; tenía un don extraordinario para la esperanza, una disposición romántica como nunca he encontrado en ninguna otra persona y que no es probable que vuelva a encontrar. No, Gatsby resultó bien al final; es lo que lo acosó, ese polvo repugnante que flotaba en la estela de sus sueños lo que cerró temporalmente mi interés en las penas abortadas y las exultaciones breves de los hombres.
Fitzgerald desentraña la ilusión de este sueño, mostrando su fragilidad y su potencial destructivo. La riqueza acumulada por Gatsby no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar a Daisy Buchanan, el símbolo de su esperanza y obsesión. Su extraordinaria devoción por ella lo lleva a construir una vida de apariencias, basada en la creencia de que puede recuperar un pasado idealizado. Esta búsqueda incesante expone los límites de la ambición y la manera en que las metas personales pueden convertirse en una trampa emocional.
La novela también aborda cómo las diferencias de clase y género socavan el sueño americano. Daisy, a menudo percibida como frívola, puede interpretarse como una víctima atrapada en un sistema patriarcal que le ofrece pocas opciones fuera del matrimonio. Tom Buchanan, por otro lado, representa a la élite privilegiada que utiliza su posición para perpetuar desigualdades, aplastando los ideales de quienes intentan alcanzar su nivel. En contraste, Gatsby, pese a sus defectos, personifica el espíritu aspiracional, lo que lo convierte en una figura profundamente conmovedora y universal.
Por último, Nick Carraway, el narrador, se erige como un observador de estas dinámicas. Su relación ambigua con Gatsby y su fascinación por su mundo lo convierten en un vehículo para explorar temas más complejos, como la identidad personal y sexual, y las contradicciones inherentes del sueño americano. Este entramado de aspiraciones y frustraciones hace de El Gran Gatsby una obra que trasciende su época, convirtiéndose en una meditación atemporal sobre la condición humana.
La voz de Fitzgerald
Más allá de su trama, la prosa de El Gran Gatsby es lo que ha garantizado su inmortalidad. «Fitzgerald tenía un oído perfecto», comentó el historiador Jeff Nilsson. Desde las descripciones bucólicas de West Egg hasta la melancólica reflexión final de Nick, cada frase resuena con precisión poética. Fitzgerald logra capturar la complejidad de las emociones humanas con un estilo que combina lirismo y economía, creando imágenes que permanecen en la mente del lector mucho después de cerrar el libro.
Una de las características más admiradas de la prosa de Fitzgerald es su capacidad para elevar lo cotidiano a lo sublime. Maureen Corrigan, autora y estudiosa de la obra de Fitzgeral, destaca cómo la novela convierte el lenguaje común en algo «sobrenatural». Este enfoque es evidente en descripciones como la de las fiestas en la mansión de Gatsby, que, llenas de luces y música, se transforman en escenarios casi etéreos que reflejan tanto la opulencia como la soledad subyacente del protagonista.
Además, la estructura meticulosa de la novela, donde cada capítulo está construido alrededor de un evento crucial, contribuye a su resonancia poética. La narrativa avanza con un ritmo casi musical, culminando en la trágica escena final que contrasta dolorosamente con el esplendor inicial. Este contraste resalta la fragilidad de los sueños de Gatsby y la inevitabilidad de su caída.
El famoso cierre del libro, grabado en la tumba de Fitzgerald, encapsula la esencia de su visión artística: «Y así seguimos, remando como botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado». Esta línea final no solo refleja la tragedia personal de Gatsby, sino también una meditación universal sobre la lucha constante del ser humano por alcanzar lo inalcanzable. La prosa de Fitzgerald trasciende su tiempo y lugar, reafirmando su estatus como una obra maestra literaria.
Un legado cinematográfico y cultural
El Gran Gatsby ha sido adaptado múltiples veces al cine, siendo la versión de Baz Luhrmann en 2013 la más reconocida hoy en día. Protagonizada por Leonardo DiCaprio, Tobey Maguire y Carey Mulligan, esta adaptación resalta la atemporalidad de los temas de la novela: la ambición, el amor y la decadencia moral. Con su estilo visual extravagante y una banda sonora que mezcla jazz con música contemporánea, la película captura el espíritu de la época mientras lo traduce para las nuevas generaciones.
Sin embargo, la influencia de El Gran Gatsby va más allá del cine. Su impacto se extiende a la moda, con colecciones inspiradas en los trajes y vestidos de los años veinte, y al diseño gráfico, donde la icónica portada de Francis Cugat ha sido reinterpretada en innumerables productos, desde carteles hasta prendas de vestir. Estas adaptaciones reflejan cómo la novela se ha integrado en la cultura popular como un símbolo de lujo, nostalgia y anhelo.
En el ámbito académico, El Gran Gatsby es un texto recurrente en los programas escolares y universitarios, lo que asegura su relevancia para nuevas generaciones de lectores. Su capacidad para generar debates sobre temas como la desigualdad, la identidad y los valores sociales sigue siendo una de sus mayores fortalezas.
Así, la obra ha inspirado otras manifestaciones artísticas, desde ballets y óperas hasta referencias en canciones y literatura contemporánea. La figura de Gatsby, con su inquebrantable esperanza y su inevitable tragedia, se ha convertido en un arquetipo universal que resuena en cualquier época. El Gran Gatsby no solo es una obra maestra literaria, sino también un fenómeno cultural que sigue evolucionando y expandiéndose cien años después de su publicación.
La redención póstuma de Fitzgerald
Cuando Fitzgerald falleció en 1940, su obra estaba prácticamente olvidada. Sin embargo, un programa del gobierno estadounidense que distribuía libros a los soldados durante la Segunda Guerra Mundial incluyó El Gran Gatsby, dando lugar a un resurgimiento de su popularidad. En 1951, J.D. Salinger, a través de su personaje Holden Caulfield en “El guardián entre el centeno”, reafirmó su lugar en el canon literario. «Me enloquecía El Gran Gatsby. Viejo Gatsby. Viejo sport. Eso me mataba».
Hoy, a un siglo de su publicación, El Gran Gatsby no solo es una obra literaria, sino un espejo de la aspiración y la desesperación humanas. Como señaló Hemingway, Fitzgerald tenía una «extraordinaria capacidad para capturar la esencia de su tiempo», y esta capacidad sigue resonando en un mundo que todavía lucha con las mismas preguntas fundamentales sobre el amor, el poder y el propósito.
Como escribió Fitzgerald: “Gatsby creía en la luz verde, en el futuro orgásmico que año tras año se aleja ante nosotros. Se nos escapaba entonces, pero eso no importa: mañana correremos más rápido, estiraremos más nuestros brazos… Y una hermosa mañana…”.
Nadie sabe lo que (se) nos ocurrirá después de la muerte. Sin embargo, los que nos quedamos de este lado del escenario sabemos algo con certeza: la muerte es un punto final, un acabamiento, una clausura. Tanto es así que podemos afirmar sin lugar a error que, para la experiencia humana, la muerte es al tiempo lo que la piel es al espacio; se trata del contorno que nos define, la membrana que nos delimita en tanto que formaciones individuales. Lo extraño es que este atributo definitivo de la muerte no solo no ha impedido, sino que ha alimentado la visión, la poética, la creencia y el anhelo de una travesía, de un viaje a través de lo incorpóreo. A excepción de la cultura agnóstica, materialista y racional de la era moderna, esta cosmovisión se puede extender a la especie humana durante toda la historia y a lo largo del orbe, bajo muy diversas formas y acepciones, eso sí. Desde una perspectiva netamente antropológica me pregunto si esta intuición de un “más allá” no vendrá del hecho, por demás universal, de que todos soñamos. Me refiero a la “magia” que sucede cuando sucumbimos al peso implacable de la materia y nos rendimos al sopor, quedando literalmente inertes, como un objeto; aun en semejante estado, somos capaces de experimentar, vivir, sentir, percibir, actuar, comunicar, en fin, somos capaces de viajar. Es, quizás, esa peripecia estática que, como una fina abertura entre espesas cortinas, devela ante nuestra conciencia la posibilidad de una separación, de una autonomía del plano inmaterial respecto a las condiciones espacio-temporales de la experiencia cotidiana.
Los sueños están y estarán siempre imbuidos de misterio. Son una ventana a lo inefable. Claro, algunos dirán que, al contrario, se trata de una función biológica, una configuración neuronal (físico-química) específica, diferenciada objetivamente del funcionamiento del cerebro durante el estado de vigilia y pare de contar. Y están lo cierto, no lo niego, pero el problema es que están tan en lo cierto como alguien que describe un largometraje como una sucesión de cuadros portando diversos juegos de transparencias y opacidades que, ante un haz de luz, proyectan sombras en movimiento sobre una superficie, y pare de contar. Lo interesante, lo esencial de los sueños no es tanto que existan como el contenido específico de los mismos. De manera análoga: lo interesante de un filme no es tanto el mecanismo de grabado y proyección de la sucesión de imágenes como la catarsis que genera la aprehensión subjetiva (emocional e intelectiva) de esas imágenes.
Otro aspecto fascinante e inextricable de los sueños es su pregnancia: la implicación del soñador en la realidad onírica es total y sin medias tintas. Ni el más positivista de los estudiosos en materia neurológica es capaz de decirse a sí mismo mientras duerme: “Tranquilo. No te lo tomes tan en serio. Es solo un sueño”. La puesta en abismo, el metalenguaje del sueño es una fuente de vértigo probablemente constante entre los curiosos de nuestra especie: si lo que sueño lo vivo, ¿cómo sé que lo que vivo no lo sueño? Difícil pregunta y más aun considerando las milicias institucionales a lo largo de la historia y las culturas, empeñadas en acallar cualquier iniciativa de respuesta. En fin, el sueño para ser lo que es, como el buen cine, requiere de la alienación, de la capitulación del sujeto a una realidad ajena a la que considera como suya.
Nadie sabe lo que viven los muertos. Y quien diga lo contrario, quien se jacte de poseer un conocimiento “claro y distinto” de la realidad post mortem, de seguro es presa de una convicción ilusoria y otras falacias. Esto debido a un hecho muy simple y contundente: nadie que esté vivo ha experimentado la muerte como para poder aseverar algo al respecto y, correlativamente, nadie que haya experimentado la muerte está vivo como para poder aseverar algo al respecto. Así funcionan las cosas, esa es su naturaleza, ese es el chiste (con sus disculpas). Por eso mismo, convengamos en que la muerte, como el acto de soñar, más que ser un misterio en sí, contiene un misterio. Y es esa realidad inabarcable, innombrable e incomprensible que tanto los fanáticos religiosos como los fanáticos arreligiosos (feligreses de una ciencia que profesan como si de un credo se tratara) aborrecen profundamente, otorgándole el rol de enemigo existencial y de escollo en la traducción política de creencias, mitos y tradiciones.
Si me permito estas reflexiones crepusculares es debido a la conmovedora partida de David Lynch, a días de cumplir sus 79 años. Los lazos que vinculan mi biografía personal a este extravagante norteamericano mediante el estudio y apreciación de su trabajo –especialmente cinematográfico y musical– hacen de su muerte un motivo real de duelo para mí y para tantos amantes del corpus de monumentos audiovisuales que nos ha legado. Después de casi un cuarto de siglo de enfrentarme a Mulholland Drive por primera vez en el cine, estoy convencido de que, justamente, en la poética del misterio radica el centro –principio, medio y fin– de esta singular y preciosa obra. Eso es lo que la hace tan fascinante e incómoda. Si es susceptible de resolución, entonces no es un misterio: esa parece ser la premisa ontológica de estos relatos. Y, last but not least, lo misterioso, para ser tal, no puede ni debe ser explicado sino experimentado, como un sueño o una película de David Lynch.
Una vez que se abre una fisura en el impecable tejido del “orden productivo de las cosas” (me permito invocar a Bataille) y se deja atisbar una brizna de misterio en la existencia, entonces la existencia en su integridad puede devenir misteriosa: la muerte, los sueños y las películas, cómo no. Pero también un teléfono, un radiador, una carretera, una escena hogareña, una sala de espera, una oreja, una llave, la madera, el fuego y el humo, el río y las lágrimas, la coexistencia del amor y el mal dentro de uno mismo, la opulencia y la miseria, el sexo y la violencia, el poder y el deseo, la infancia y la vejez. Apenas franquea una minúscula brecha en la trinchera del cogito cartesiano, el misterio anega la vida cotidiana de posibilidades insospechadas y le otorga una dignidad poética despreciada por el sistema de productividad, competitividad y precarización imperantes en el capitalismo desaforado que atestiguamos.
Ha muerto un alquimista de la imagen, un maestro artesano –prefiero esta definición medieval dada la degradación en la que ha caído el rol del “artista” en esta (post)modernidad terminal–, un excepcional poeta y un ser humano entrañable. Como en toda clausura, junto a la aflicción del fin, corresponde un festejo: entonces aprovechemos esta ocasión para celebrar los sueños, los árboles, la resina, la electricidad, la pastelería, la música y el café. Nunca olvidemos que el Gran Misterio, en sus infinitos atributos y modalidades, también es una apoteósica celebración y no hay mejor ocasión que el día de hoy para experimentar tan hermosa fiesta, en honor a los que ya no están entre nosotros; a todos ellos que, aunque ausentes –¿sin saber, sabremos?–, pueden bailar, lado a lado, con los que aquí quedamos, atentos siempre a su estremecedor silencio.
Hoy parece que hubieran pasado muchísimos años, pero apenas va uno. Sucedió el 4 de octubre de 2023, fecha en que subieron a Spotify el ep (extended play) “En dormir sin Madrid” (sic) del rapero teen Milo J. Se oía la voz de un chico de 16 años que remitía a la de un señor de 76: era como el ventrílocuo de su porvenir. Arrastraba una cadencia de cansancio, como si ya fuera una cadena su corta carrera que al final lo esclavizaría. Se alegraba y se entristecía, de una barra a otra, en “Penas de antaño” (título tanguero si los hay): “Hoy salí a gritar ‘Lo logré’ / Vacíos quedaron y no se llenaron”.
El álbum contaba con el productor de música urbana más famoso de Argentina –Gonzalo Julián Conde, alias Bizarrap–, quien creó un género performático orientado a YouTube, bautizado bzrp Music Session, donde solemos verlo grabando junto a cantantes o raperos desde su supuesto dormitorio-estudio ubicado en Morón, una localidad de la provincia de Buenos Aires. A Milo J le tocó protagonizar la bzrp Music Session #57, luego de que la sesión de Bizarrap con el español Quevedo, un compositor de 22 años, llegara a más de 1.800 millones de reproducciones (mientras tanto, la sesión que compartió con Shakira un año después ya está superando los 1.000 millones).
La sesión 57 es excepcional porque lleva título y consta de cinco canciones bien diferenciadas. Ahí Milo canturrapea sobre la velocidad de su éxito en el mercado musical: “Miré mi tarifa, pasé de 1.000 a 100.000 / Aunque ahora lo mido en base a cuánto sufrí”. La ecuación entre ganar y perder (acciones que forman el eje narrativo de la carrera de los traperos, como veremos) es lúcida: “Gané plata, perdí tiempo”.
Milo logra esta visión sobre los efectos del éxito a sus 16 años, algo que titanes del hip hop como los multimillonarios Kanye West o Drake descubrieron y describieron doblando esa edad, tras una década de ascenso en sendas trayectorias. Pongamos por caso el álbum Donda (2021) de West, dedicado a su madre muerta. Sobre este disco, se subrayó que “demuestra cómo ha llegado a la dolorosa y humilde reflexión de que incluso los más grandes ganadores pueden perder”. Analizando las consecuencias del abuso de ansiolíticos y calmantes por parte de los traperos norteamericanos, el crítico Simon Reynolds definió el trap como “la manifestación suprema de lo que el teórico cultural Mark Fisher llamó ‘hedonismo depresivo’”. Explica que esa vida de riqueza, lujo y placer que se exhibe desemboca en “una hueca sensación de ennui y entumecimiento”. Así que “atesorar un vacío espiritual se ha vuelto el símbolo de status definitivo en el rap”.
Tras su revelación pseudomística, casi rimbaudiana de visionario adolescente, Milo expresará la nostalgia de una inocencia todavía no perdida del todo (“Y no niego extrañar un poco el ante’”, “Niños que no van a volver”). Digamos, todo lo que la tapa del Nevermind de Nirvana había graficado en 1991 ante la Gen X. En 2023, Milo la ve: el mayor peligro de “llegar” y “lograrlo” es perder la capacidad de desear. “Extraño desear esa vida lujosa”, canta. En cuanto a sus ambiciones, nada más lejos del aspiracionalismo del trap cuando plantea este desafío: “¿Cuál hay si quisiera una vida sana / y económicamente buena?”.
Siguiendo esa dialéctica entre perder y ganar, definiremos a Milo J como un “misser”, alguien que ya extraña aquello que sospecha va a perder, aunque gane. Ahora bien, más allá del contagio de melancolía que nos provocan inmediatamente tanto su garganta de “alma vieja” como su fraseo triste, Milo me impactó porque representaba un caso testigo para todos esos pibes y pibas que confían en la meritocracia emprendedora de las redes. Aquellos que siguen paso a paso los juegos del hambre que le esperan a su generación al entrar en la sociedad, o sea, en la lógica del mercado libre con que los seducen desde x, Instagram o TikTok.
El metatrap de Bizarrap
Unos días antes de la salida de “En dormir sin Madrid”, Bizarrap publicó en YouTube un cortometraje que protagoniza él mismo: Bizapop. Tras publicitar productos con su marca, como por ejemplo un desodorante, parecía detenerse en una pausa autorreflexiva: otra vez, la lógica del ganar/perder, propia de la música urbana, era objeto de objeciones. El video parodia la película El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), con su estética oficinesca de tensión financiera. Una estética en sintonía con la tapa de Penthouse and Pavement (1981) de Heaven 17 o, incluso, la de Nada personal (1985) de Soda Stereo, donde se develaba que una banda no era sino otro producto industrial que cocinaba el capitalismo en su era yuppie.
En el cortometraje de Bizarrap, un joven productor se encuentra bajo las decisiones de un CEO, interpretado por el actor Guillermo Francella, quien quiere imponer más estrategias de marketing a su carrera (aprovechar el azul de sus ojos, ya que el personaje Bizarrap los oculta tras gafas negras). Finalmente, la meta “meta” es ironizar sobre la exitoína masiva de los argentinos tras el triunfo del Mundial, aplicada al Bizarrap que salió en la tapa de la revista Forbes como ejemplo de un modelo de negocios. “Ganamos, volvimos a ganar y vamos a seguir ganando”, arenga, antes de sacudir los hombros como el “Dibu” Martínez, el popular arquero de la Selección argentina, y caminar encorvado a la manera de Lionel Messi llevando la copa. Acto seguido, cerrará los ojos para imaginar esa oficina inundada por un diluvio universal y dibujará una sonrisa. Un cuestionamiento cínico de toda la movida trap y su negocio adyacente, como el que alguna vez atravesó el rock argentino, pero con un final de lo más distópico (solo falta el Arca de Noé).
¿Cómo se sigue haciendo lo mismo tras este momento metadiscursivo, incluso de negatividad? A Milo J le correspondió sumar una pincelada emocional a tanto cinismo. El trap argentino –el que Duki, ysy a y Khea habían consagrado en 2018– ¿ya había tocado fondo en 2023 y sus cultores se estaban dando cuenta? ¿Empezaba entonces el after trap? Solo una torsión hegeliana que negara esa negación crítica y cínica podía resolver la continuidad del movimiento como si nada pasara.
No conforme con este cuestionamiento del “plan trap” (plata, putas, joyas, drogas, fama), Milo se animaba a darle la espalda al hedonismo reggatrapero en boga, el de la pasty y la party (“No me gusta el party”, lanzaba de una). “Apenas tengo 16, pero sé bien / que los momentos más felices que pasé / nada tienen que ver con la plata”, aclaraba.
Soñé con el teenager del conurbano bonaerense arriba de una montaña muy alta –una pila cónica de dinero acumulado– anunciando a los de abajo la decepción de su llegada: “¡No se maten por trepar, acá no hay nada!”. Me dio fe. Pensé que no estaba todo perdido, que los valores de derecha no habían captado a los jóvenes mediante una rutina de ansiedad y frustración, alimentada a fuerza de métricas. Pensé que hasta había espacio para un balotaje entre Sergio Massa y Javier Milei. Y así fue. Pero las cosas no terminaron bien. Ganó Hegel: la negación de la negación.
F. Scortt Fitzgerald supo captar el lado radiante y también el lado trágico del sueño americano, en medio del rugido y el jazz de los locos años veinte.
El mundo del cine y el arte en general perdió a una de sus figuras más emblemáticas. El pasado miércoles, David Lynch, el visionario detrás de obras maestras como «Twin Peaks» y «Mulholland Drive», falleció a los 78 años, dejando un legado que redefine los límites de la narrativa audiovisual.
Nacido el 20 de enero de 1946 en Missoula, Montana, Lynch cultivó desde joven una fascinación por los paisajes oníricos y la dualidad humana. Tras estudiar pintura en la Pennsylvania Academy of the Fine Arts, dio sus primeros pasos en el cine con el corto “La Abuela” (The Grandmother) y el inquietante largometraje «Cabeza de Borrador” (Eraserhead) (1977). Este film, una obra de culto del surrealismo, atrajo la atención de la crítica y de artistas como Stanley Kubrick, marcando el inicio de una carrera incomparable.
La muerte de Lynch ha provocado una ola de reacciones en la comunidad artística. «Estoy asombrado y desconsolado», escribió Francis Ford Coppola, mientras que Kyle MacLachlan, protagonista de «Blue Velvet» y «Twin Peaks», le agradeció por su carrera. Naomi Watts, quien brilló bajo su dirección en «Mulholland Drive», recordó cómo su mentoría le cambió la vida. «¿Cómo pudo siquiera ‘verme’ cuando estaba tan bien escondida?», dijo.
David Lynch también fue un artista multidisciplinario, explorando pintura, música y fotografía con igual intensidad. Recibió numerosos premios, incluido un Oscar honorífico en 2019. Su muerte deja un vacío inocultable, pero también una obra que seguirá inspirando a generaciones futuras. Como dijo el director Steven Soderbergh, «era imposible de imitar».
David Lynch: arte y contracultura
La influencia de David Lynch se extiende mucho más allá del cine. Su enfoque narrativo único, que combinaba lo onírico con lo cotidiano, marcó un antes y un después en la cultura popular y la contracultura.
«Twin Peaks» redefinió la televisión a principios de los años 90, creando una narrativa seriada que mezclaba misterio, surrealismo y una sensibilidad poética. La serie sigue siendo referencia obligada para creadores como James Gunn y Jane Schoenbrun, quienes destacaron su capacidad de «abrir portales hacia otros mundos». En el cine, obras como «Eraserhead» y «Blue Velvet» llevaron años luz adelante el lenguaje del surrealismo, mientras que «Lost Highway» integró aún más la música contemporánea en el arte cinematográfico, con colaboraciones de artistas como Smashing Pumpkins.
Lynch también influyó profundamente en la contracultura, abrazando filosofías como la meditación trascendental. «Fue el primero en mostrarme la importancia de no trabajar demasiado y buscar caminos creativos fuera de mi zona de confort», escribió el músico Questlove. Además, su exploración del lado oscuro de la sociedad estadounidense resonó en otros artistas, desde David Bowie hasta Trent Reznor.
Con 42 años de carrera, Lynch construyó un legado de experimentación radical. Su obra desafía categorías y atraviesa fronteras entre arte y entretenimiento. Como expresó el American Film Institute en una nota institucional, «David retribuyó al cine apoyando a narradores que escribieron sus propias reglas».
Mulholland Drive
Mulholland Drive no es solo una película; es una experiencia cinematográfica que ha cautivado tanto a audiencias como a críticos, consolidándose como una de las grandes obras del siglo XXI. Originalmente concebida como un piloto para televisión, el proyecto enfrentó numerosos desafíos antes de evolucionar en el largometraje que conocemos hoy. Su trayecto, desde el rechazo hasta el reconocimiento universal, refleja el intrincado y laberíntico relato que Lynch construyó magistralmente, ofreciendo una profunda crítica sobre Hollywood, la identidad y la naturaleza de los sueños.
En esencia, Mulholland Drive explora los límites entre la realidad y la ilusión. La estructura narrativa de Lynch desafía las convenciones tradicionales, presentando una historia fragmentada que alterna entre perspectivas, líneas temporales e identidades. Naomi Watts brinda una actuación magistral como Betty Elms, una aspirante a actriz que llega a Los Ángeles con grandes sueños, solo para transformarse en la atormentada y quebrada Diane Selwyn. Esta metamorfosis encarna los temas de dualidad y autoengaño que impregnan la película.
Roger Ebert, uno de los defensores más fervientes del filme, afirmó que “no hay explicación. Puede que ni siquiera haya un misterio”. Esta declaración críptica resume el atractivo perdurable de Mulholland Drive. En lugar de proporcionar respuestas claras, Lynch invita al espectador a abordar la película como un rompecabezas abierto, donde cada visualización revela nuevas capas de significado.
Una crítica al rostro oculto de Hollywood
Mulholland Drive también funciona como una mordaz crítica al lado oscuro de Hollywood. La naturaleza manipuladora y a menudo despiadada de la industria se personifica en el misterioso Mr. Roque, una figura sombría que parece controlar Hollywood desde una oficina apenas iluminada. La representación de un director obligado a tomar decisiones de casting por presiones externas refleja las concesiones y coacciones inherentes al mundo del entretenimiento. Estos elementos resuenan profundamente, convirtiendo la película en lo que el crítico Luke Buckmaster describió como un “cáustico homenaje a la ciudad de oropel”.
Entre las escenas más icónicas de Mulholland Drive destaca la secuencia del Club Silencio, un segmento inquietante que encapsula los temas de ilusión y artificio. El maestro de ceremonias del club declara: “¡No hay banda! No hay orquesta”, subrayando la naturaleza engañosa de la performance. Mientras una versión en español de “Crying” de Roy Orbison resuena en el escenario, la poderosa emoción de la música abruma al espectador, incluso al ser consciente de su artificialidad. Esta escena, tan hipnotizante como desconcertante, ejemplifica la capacidad de Lynch para entretejer climas surrealistas y emociones complejas.
Por qué es un clásico de culto
La complejidad y ambigüedad de la película han cimentado su estatus como un clásico de culto. Es una obra que recompensa las múltiples visualizaciones, con cada revisión revelando nuevos matices e interpretaciones. Críticos y audiencias son atraídos por su rechazo a las normas, su lógica onírica y su disposición a abrazar lo inexplicable.
Lynch dijo: “amo el mundo de los sueños porque es algo muy liberador”. Este principio impregna Mulholland Drive, convirtiéndola en un paisaje onírico cinematográfico que resuena tanto en niveles subconscientes como intelectuales. Esta habilidad le asegura un lugar en el panteón de las grandes películas.
En última instancia, Mulholland Drive perdura porque captura la esencia misma del cine: un medio que fusiona lo tangible con lo intangible, lo real con lo imaginado. La obra maestra de Lynch no solo narra una historia; nos sumerge en un mundo que se siente a la vez familiar y de otro mundo. Como espectadores, nos queda navegar sus misterios, seducidos por la promesa tentadora de que siempre hay más por descubrir. Quizá el mayor misterio no sea la trama de la película, sino cómo Lynch, contra todo pronóstico, creó una obra de tal brillantez y trascendencia.
Twin Peaks
En 1990, la televisión fue testigo de todo un acontecimiento: el estreno de Twin Peaks. Creada por David Lynch y Mark Frost, esta serie marcó un antes y un después en la manera de concebir las historias televisivas, fusionando elementos de misterio, drama, surrealismo y terror con una audacia que desconcertó y maravilló a partes iguales. A pesar de su breve duración inicial—dos temporadas transmitidas por ABC, con una tercera emitida en 2017 en Showtime—su impacto se siente hasta hoy.
Twin Peaks irrumpió en un panorama televisivo dominado por fórmulas tradicionales. Como recuerda el crítico Robert Vaux, «los programas de la época seguían formatos establecidos desde los años cincuenta, donde predominaban las comedias de situación y los dramas procedimentales». Lynch, sin embargo, tomó una ruta radicalmente diferente. Inspirándose en su propio estilo cinematográfico, el director llevó a la pantalla chica una narrativa compleja y un estilo visual que rompía con las reglas.
La historia giraba en torno a un asesinato: ¿quién mató a Laura Palmer? Este misterio, aparentemente simple, desentrañó una madeja de secretos oscuros en el pequeño pueblo de Twin Peaks. «Era hipnótico», afirma Vaux, «pero algo tan único probablemente no podría durar bajo ningún contexto». A pesar de las tramas a menudo desconcertantes y de los personajes excéntricos, el programa atrajo a millones de espectadores y se convirtió en un fenómeno cultural.
El genio de Lynch en acción
David Lynch llevó su fascinación por los géneros tradicionales al extremo, mezclándolos y subvirtiéndolos. Como en su película Blue Velvet, donde exploró la corrupción oculta bajo la fachada idílica de una comunidad, Twin Peaks mostró cómo un apacible pueblo puede esconder horrores inimaginables. La serie también introdujo el concepto de realismo mágico en televisión, con sueños premonitorios, entidades sobrenaturales como BOB y escenarios como la enigmática Logia Negra.
El agente especial Dale Cooper, interpretado por Kyle MacLachlan, fue un personaje icónico que encarnó esta dualidad entre lo mundano y lo místico. «Es un hombre intuitivo más que racional», señala Christian Donlan, «un protagonista tan fascinante por sus brechas como por sus virtudes». Cooper se convirtió en un modelo para futuros detectives de la ficción televisiva, mostrando que la empía y la espiritualidad podían ser herramientas tan válidas como la deducción lógica.
Un legado imperecedero
Twin Peaks también revolucionó el lenguaje visual de la televisión. «Fue la primera serie que usó plenamente los trucos del cine», destaca Donlan. Primeros planos impactantes, ángulos holandeses y una atmósfera onírica caracterizaron su estética. La música de Angelo Badalamenti contribuyó a crear un mundo que era tan hermoso como inquietante, donde los iconos de la vida cotidiana—como tartas de cereza y cafeterías—se convertían en símbolos de lo grotesco y lo sublime.
A pesar de su cancelación prematura, Twin Peaks dejó una marca indeleble. Fue pionera en mostrar que la televisión podía ser tan artística y ambiciosa como el cine, abriendo el camino para producciones como The X-Files, Lost y Breaking Bad. Como afirma Vaux, «sin ella, el medio sería muy diferente hoy». Su tercera temporada, emitida 27 años después del final original, reafirmó su relevancia y audacia, ofreciendo respuestas—y nuevos misterios—a una audiencia que había crecido con su legado.
Twin Peaks no solo es un testimonio del genio creativo de Lynch, sino también una prueba de que las grandes historias pueden trascender el tiempo y reinventar el medio que las alberga. Incluso después de más de tres décadas, la serie sigue fascinando y perturbando, un recordatorio de que el arte más poderoso es el que nos deja con más preguntas que respuestas.
El adiós a un genio
La partida de David Lynch no solo deja un vacío en el cine y la televisión, sino en el arte en su sentido más amplio. Su capacidad para transformar lo cotidiano en lo sublime, para explorar los rincones más oscuros y fascinantes de la psique humana, lo convirtió en un creador único y revolucionario.
Lynch no solo nos enseñó a mirar más allá de las apariencias, sino a abrazar lo desconocido con valentía. Su legado, un puente entre el sueño y la vigilia, lo tangible y lo intangible, constituye una invitación perpetua a soñar con los ojos abiertos. “Las ideas son como peces: si quieres atrapar peces grandes, debes ir más profundo”, advirtió el propio Lynch en una de sus reflexiones. Él vivió y creó en esas profundidades, dejando una herencia artística que, como sus mejores obras, seguirá revelando nuevas capas con el tiempo.
F. Scortt Fitzgerald supo captar el lado radiante y también el lado trágico del sueño americano, en medio del rugido y el jazz de los locos años veinte.
Recuerdo el más reciente encuentro que tuve con Juan Bustillos en el Simposio de Escultores: sonidos de motosierras, aserrín, polvo, manos ágiles, maderas duras y blandas, golpes precisos y miradas curiosas, mientras varios artistas con máscaras trabajan en un espacio abierto. De perfil sencillo y generoso, apto para dialogar con diversos materiales, Juan Bustillos es un escultor y gestor cultural oriundo de Los Yungas (La Paz), de visión expandida, ya que aúna la vertiente del hombre del Altiplano con los dones del que vive cerca de la Amazonía, además de haber sido influido también por la cultura de Japón. Radica en Santa Cruz desde hace cuarenta y cinco años.
En este crisol que es la capital oriental, se consolidó como uno de los notables artistas de la escena boliviana, siendo un referente cuando se habla de escultura. La alquimia que llevó al artesano Juan a convertirse al arte ocurrió gracias a una afortunada coincidencia de detonadores: su traslado a la vieja Santa Cruz despertando a los 80’s, el Taller de Artes Visuales al que entró en 1983 y la experiencia decisiva de conocer a Marcelo Callaú (1946-2004).
Hace no mucho se refirió a Callaú de manera generosa; fue en un conversatorio público en la Feria de Arte MIRÁ (mayo, 2024): «El más universal de los artistas que ha dado Bolivia» —así lo catalogó—. De Callaú le fue transmitido el amor por la madera que el oficio artesanal de tallador no había alcanzado a despertarle.
«Cuando encontré el Taller de Artes Visuales, transformó mi vida, comencé a ver todo a colores. Estuve trabajando solo con madera durante unos veinte años» (Bustillos, 2024).
Pero el mérito de Bustillos reside en no haberse adormilado bajo la frondosa sombra de su mentor y de ir a donde fuere necesario para proseguir su formación, lo cual lo llevó becado hasta Japón en 1993 para aprender del vaciado en bronce. Luego retornó a Santa Cruz y, con el tiempo, equipó su taller. En ese caminar, protagoniza una historia vibrante que ha contado ya en diversas entrevistas que le realizaron a lo largo de los años.
Hasta el día de hoy, su vida en Santa Cruz transcurre agitada con actividades ligadas a su arte, pero suele encontrar tiempo para atender a los amigos o apoyar iniciativas de otros. Vive junto a su compañera Yasuko Kitayama, con quien comparte diversas aspiraciones. La característica de su doble vocación, como productor de arte y al mismo tiempo como gestor cultural independiente, le permite trabajar sin ser asalariado, eligiendo sus tiempos y metas.
Para este artículo recuperamos grabaciones de entrevistas pasadas que le realizamos: la primera, el año 2013 (Manzana 1); otra, el 2016 (CCP), y una más reciente en esta gestión 2024 en el programa «Misceláneas Culturales» de Radio Santa Cruz. También fueron de ayuda los catálogos de los Encuentros Internacionales de Escultores (2008-2013) que nos facilitaron en Manzana 1 Espacio de Arte. Otra fuente anexa fueron los artículos de Marcelo Suárez, «El oficio de un escultor a fuego y gubia» (Suplemento Brújula, El Deber, 7.12.2019), y de Javier Méndez, «Bustillos o el veredicto del fuego».
Entrevistador (E): Antes que nada, háblanos de tu relación con Japón. Tu pareja, Yasuko, es de Japón y también estudiaste allá, que suponemos es donde la conociste. ¿Te ha influido la cultura japonesa en tu modo de vivir, ya sabes, cuestiones como el zen, el arte de allá, religiones o idiosincrasia?
Juan Bustillos (JB): En realidad, a Yasuko la conocí en Santa Cruz; ella trabajaba acá como voluntaria de la Cooperación Japonesa. Después retornó a Japón. Luego yo fui a visitarla. Estuve cerca de dos meses viajando por ese país, sin saber hablar ni japonés ni inglés; fue interesante. Visité muchos museos por allá. Observé el sentido de disciplina de los japoneses, su estética, la naturaleza, la forma de ser de las personas. Conocí la escuela de escultura en Japón; después hice gestiones y logré una beca de cien días para estudiar allá a inicios de los 90’s.
E: Luego retornaste a Santa Cruz, donde no había propiamente un taller para fundir en metales, ¿verdad?
JB: Sí, así es. En Japón aprendí la fundición en bronce. Traje esa técnica a Santa Cruz y me tomó un tiempo hasta montar el taller de fundición cerca del año 2000.
E: Antes de sumergirte en la escultura, venías de ser tallador de madera, trabajabas como artesano. ¿Cómo defines tú la diferencia entre el arte y la artesanía?
JB: Sí, a mí me ayudó mucho porque la técnica de tallar en madera ya la conocía. En la artesanía es más utilitaria la cuestión del diseño y tallado de muebles, pero la técnica es la misma.
Lo que cambia al ser arte es que se acomoda de diferente manera, tiene otros fines; el arte tiene otros marcos.
E: Cuando vas a hacer una escultura de madera, ¿comienzas primero por forjar una idea en tu mente o dejas que sean los materiales los que definan las formas a las que llegarás?
JB: Hay métodos diferentes de trabajar; generalmente, mientras más nuevo uno es, más se deja llevar por las formas previas. En algunas ocasiones se parte de un trozo de madera y uno se deja guiar por su forma. Otra es que hay momentos en que uno parte de una imagen diseñada y busca el pedazo de madera para esa forma. La otra manera es que se dialoga con el material cambiándole el contexto del tronco. Hay como tres maneras de trabajar, por lo menos para mí.
E: Después de todos estos años, desde 1983 cuando comenzaste en el arte, ¿cuál es la búsqueda que sigue impulsando tu obra?, ¿qué es lo que te continúa motivando a producir?
JB: Bueno, siempre he querido difundir mi obra en el espacio público, y que no necesariamente la gente tenga que ir a la galería para ver mis obras, sino que las encuentre en las calles. Por esto he hecho varias obras de mayor tamaño para que se puedan quedar en la vía pública, buscando un impacto visual. Por ello la muevo de diferentes maneras. Un año, por ejemplo, llevé obras en un tráiler abierto, de Santa Cruz a La Paz, y nos fuimos deteniendo en los pueblos; las expusimos en la carretera. El público y los choferes pudieron ver las obras; ha sido inusual. Fue hasta llegar a la Calle Comercio en La Paz, donde la expusimos también. Y allí pasan miles de personas al día. De ahí en más, tengo otros proyectos para las obras de mayor tamaño.
Al igual que los muralistas en Bolivia, particularmente después de la Revolución del 52, Juan Bustillos buscó salir de las paredes de la galería y dirigirse hacia quienes no tenían por qué saber nada de arte. Sin embargo, en la obra escultórica de Bustillos no hay consonancia con un proyecto político, ni deseo de ilustrar la lucha de las clases trabajadoras o de invocar una revolución social en proceso; su arte es en general figurativo y busca dialogar con los espectadores a partir de signos familiares como los animales —bueyes, vacas y caballos—, o rostros, mujeres embarazadas o torsos desnudos, y hasta halló motivo en un personaje de la literatura universal como Don Quijote. Lo que pone a la vista en la calle son volúmenes, obras tridimensionales que también modifican la vivencia del espacio donde están situados.
E: ¿Cómo concibes tú la relación de los transeúntes con la escultura en espacios públicos y qué es lo que consideras que una escultura le aporta al transeúnte? Es decir, ¿se trata de una cuestión de belleza estética que mejora el paisaje urbano, o va a algo más allá que transmite a quienes lo miran? ¿Le podrá cambiar la forma de ver el mundo a las personas, como postulaba Valcárcel en su concepto de arte contemporáneo?
JB: En mi caso, yo simplemente encontré una forma de expresión en la escultura. En las obras que hago, siempre pienso en mí primero, ya que pondré todo mi conocimiento en hacerla. No pretendo que cambie la vida a las personas. Puede que a algunos logre entusiasmarlos por la belleza o por lo grotesco. A lo mejor es solamente una habilidad manual lo que logro. Pero si hay alguien que encuentre algo más en mis obras, me siento satisfecho. Por lo demás, creo que el espectador no tiene obligación alguna. Puede ver la obra o pasarse de largo. El impacto será algo de cada uno. De hecho, si uno mira algunas de mis obras en espacio público, como los toros, su textura no tiene nada de reconocible en el toro real; son obras logradas de desechos industriales, la idea ahí es aprovechar el bronce y el aluminio. Pero volviendo a lo que le aporta la escultura a los otros, considero que puede ser un elemento a nivel espiritual. Todos necesitamos también de la parte espiritual en el día, luego de haber cumplido ya con nuestros trabajos.
E: Esto último me lleva a preguntarte sobre la materia prima con la que trabajas, particularmente en el caso de la madera. ¿De dónde la traes, cómo la consigues aquí en Santa Cruz?
JB: La madera que se usa en el Simposio de escultores, y toda la que se usa en mi taller, es madera que recojo de la ciudad, y que cae por los vientos o por las construcciones del crecimiento urbano. Hay todavía bastante madera que se puede recoger; lamentablemente, están cayendo muchos árboles en esta ciudad y es algo que preocupa bastante, pero ninguna madera que hemos trabajado en estos años vino del bosque. […] Recuperamos árboles de la ciudad como el cupesí, toco, trompillo y tipa. Y así, de la mano de escultores de diferentes rincones del país, por ejemplo, el 2013 el fruto del encuentro de jóvenes escultores fueron 15 esculturas de algarrobo (cupesí) donadas a la ciudad y emplazadas en cuatro bibliotecas de barrio, que forman parte del patrimonio escultórico cruceño.
Refiriéndose a los Encuentros Internacionales de Escultores que organizaron con Manzana 1, Ejti Stih resalta el trabajo de recolección que realiza Bustillos: «Toda la madera es de los árboles tumbados en la ciudad y recogidos durante años por Juan. No creo que reciclaje sea un término adecuado para este caso, porque fue más bien como revivir a los caídos» (Stih, 2012). Es un sentir que nos recuerda a una frase de Alejandro Casona, citada en ocasiones por Juan: «Los árboles mueren de pie, los caídos vuelven en forma de esculturas».
En septiembre del 2009 se inauguró el «Paseo del Bosque Certificado» o «Paseo de las Esculturas» (Canal Isuto, entre tercer y cuarto anillo), lugar destinado para ubicar permanentemente aquellas esculturas creadas en los mencionados encuentros internacionales.
E: ¿Las obras pequeñas te permiten hacer mayores detalles o es al contrario que lo logras mejor en las obras grandes?
JB: Las dos pueden permitir lo mismo, porque también con el material que estoy usando, en el caso de la fundición, me permite hacer detalles mínimos, como pueden ser huellas digitales, texturas de piel, ese tipo de cosas se puede lograr. Pero en el acero que es soldadura, eso ya es desecho industrial y tal cual ya viene.
E: Pasando a referirnos al tema gestión, cada año te das tiempo de organizar eventos para más artistas o de formar a jóvenes aprendices en tu taller. ¿Cómo trabajas tú la gestión dentro del diagrama de tu obra?
JB: La gestión siempre sale de la mano de lo que pueda lograr en lo personal; si yo puedo vender mis obras, tendré un poquito más de holgura para dedicarme a la gestión. Y a veces quiero renunciar a la gestión, pero no puedo, porque inmediatamente ya he empezado a hacer otra cosa [risas], o en algo me involucré, entonces tengo que abandonar el taller en esas épocas.
E: ¿Por qué es importante un encuentro de artistas?
JB: Lo que buscamos es que más personas hagan escultura. Los escultores con relación a los pintores somos siempre muy pocos. La escultura presenta otro tipo de dificultades a los que comienzan. Y cuando se es joven en el oficio, necesariamente se debe confrontar la obra con el público y con el colega, que tiene el mismo objetivo. Trabajar en el mismo espacio con las mismas ventajas es una prueba de fuego, y esta experiencia ha sido sin duda una enorme escuela de aprendizaje para los noveles escultores. Los días de trabajo juntos son de intercambio de culturas y de técnica. Nos gusta pensar que construimos experiencias de amistad y arte.
E: ¿Consideras que la actividad cultural es muy dispersa en Santa Cruz y sería necesario lograr una mayor unificación? Es un poco como que cada uno hace lo que puede por su lado, pero no hay una especie de conectores o de ejes que reúnan en algo el impulso para mayor impacto.
JB: Pienso que como Santa Cruz creció tan rápido, esta ciudad es como un crisol, y en este crisol se están cocinando muchas manifestaciones; hay artistas que aparecen de pronto, que vienen a afincarse a esta ciudad, otros que han llegado hace un tiempo atrás, y cada quien está poniendo su granito de arena y uno va haciendo… Y por el carácter creativo e individual del arte, es difícil aglutinar en asociaciones, no sé, unos gremios, porque yo creo que está bien trabajar así por cuenta propia, a no ser que sean elencos de teatro que tienen que andar juntos, pero por lo menos, en mi caso, yo solamente me asocio con alguien cuando hay que hacer un trabajo de gestión, o plasmar alguna manifestación artística juntos que necesitaría una actividad dentro de la ciudad. Por lo demás, en mi obra yo creo que es mejor trabajar individualmente.
E: ¿Cómo ha cambiado el hacer escultura en Santa Cruz en estas décadas que tú has sido testigo y protagonista?
JB: Desde que empecé el 83 en Santa Cruz, ha cambiado radicalmente la cantidad de artistas y la calidad. La única galería que existía era la Casa de la Cultura y ahí incluso una exposición se quedaba hasta que aparecía otra. La cantidad de artistas era muy poca. También la ciudad tenía como 200,000 habitantes, ¿no? De ahí a la actualidad, ha crecido mucho la cantidad de artistas y con ello también ha crecido la demanda de arte. La gente ha empezado a conocer y a exigir también más calidad. Eso es importante para la promoción del arte.
E: ¿Cómo ves la escena cultural cruceña para la escultura específicamente?, ¿qué será lo que se ha ido modificando desde que iniciaron los Simposios de Escultores el año 2012 hasta hoy?
JB: Bueno, yo siempre he estado ocupado en que Santa Cruz se convierta en la ciudad donde se haga más escultura, porque tenemos todas las condiciones para hacerlo. Tenemos el clima, el espacio, tanto el físico para trabajar como espacios en las casas, porque todavía vivimos en casas grandes con jardines o livings amplios. Entonces la gente que quisiera comprar obras de buen tamaño todavía no tiene problemas para ubicarlas. Cuando ya la ciudad se densifique más y la gente viva solo en edificios de departamentos, entonces solo van a comprar obras de veinte centímetros. Entonces no hay problema, yo por ejemplo no tengo problema en soñar con una escultura de seis metros, la hago nomás, y seguro encuentro alguien que me va a comprar. Esta ciudad está para eso. Y aparte hay mucha madera en la ciudad, entonces el material está casi gratis; en la Chiquitanía hay cualquier cantidad de madera y de piedra granito, que no se aprovecha aún en la ciudad. Y el clima, uno puede trabajar en su patio hasta altas horas de la noche. Es una ciudad que se presta para hacer escultura. Por eso trato de que la escultura suceda, siempre que haya una oportunidad de hacer o de exhibir escultura, yo voy, aunque sea ad honorem.
F. Scortt Fitzgerald supo captar el lado radiante y también el lado trágico del sueño americano, en medio del rugido y el jazz de los locos años veinte.