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El león dormido

Partimos desde la Isla de San Cristóbal a las 09.00, el sol refunfuñaba, agarramos un lugarcito en medio de la barca, al fondo iba una familia afro con diversos acentos de español: los padres un portuñol de Angola, la hija universitaria Ale hablaba en colombiano, su hermano bachiller vivía en sus auriculares. Al frente, un brasileño panza de ladrillo con nariz de foco empuñaba férreamente la cinturita de una muñeca carioca en mini bikini. A mi lado, un mulato simpático decía que era de Esmeraldas, traía a su esposa quiteña temblando, quien daba de mamar a un niño bastante grande. Cabalgamos un mar cordial, mientras el guía explicaba que iríamos primero a practicar snorkel. Mi compañera estaba inquieta, poco convencida del snorkel, le preocupaba su miopía. Llegando a una laguna de mar cristalina nos pusimos las patas de rana y una máscara con tubo que brotaba al aire, nos lanzamos al agua, estaba fría. En lontananza se divisaba un islote poblado de pájaros prehistóricos con patas azules, emprendí con la mirada dentro del océano, vi algas volcánicas, pescados stronguistas con ojos azules y boca humana, vi una estrella de mar violeta que descansaba en paz, vi una anguila eléctrica que me estremeció. Comprobé que el asunto de Galápagos estaba en mirar dentro del mar, en súbito apareció una tortuga marina de mi tamaño invitando a seguirla, entonces me hice el buceador y la acompañé unos minutos de gloria, toqué su caparazón precolombino acuoso y se fue por siempre en velocidad náutica, me acordé de mi compañera y salí bruscamente a buscarla. La que había tenido miedo no salía del asombro acuático, era una niña inquieta persiguiendo pecesitos, alejada de la turma, feliz en su respiración áspera submarina.

Luego de la práctica, ya en la lancha, partimos otros 30 minutos mar adentro. Entonces, en medio de la inmensidad apareció fantasmal, vaginal, enlajado de cal, un cerro partido en dos, era el León Dormido, un hit de los paquetes turísticos. Se nubló de golpe, el bote dio una vuelta al cerro, el guía gritó: — “Ahora, el plato fuerte, debemos lanzarnos y cruzar el callejón nadando, hay tres tablas salvavidas, no podemos retroceder, la lancha nos esperará del otro lado…”

El callejón acuático tenía unos 25 metros de largo, era sombrío, verdoso, como una caverna sin techo. Los brasileños se vistieron de buzo estricto, el esmeraldeño temblaba, Foreman daba vueltas sobre su propio eje, su esposa solicitó un traje de buzo para Ale que no había. Entonces mi compañera, la Carito, machamente se lanzó en caretazo mismo hacia un mar oscuro, encabritado, con oleaje adusto, frío y salvaje. Luego se arrojó la Ale, después el guía, yo que me tiré de culo con las patas de rana pa’ arriba, medio mar se entró por mi nariz perdiendo todo equilibrio, mi corazón estaba congelado. La Carito llegó rápido al inicio del callejón, se había ido con el guía agarrada de una tabla, me gritaba: — “Ven amor”; el guía le dijo: — “Cállese que hará asustar a los tiburones…”. Entonces, lo supe.

Nadé indomablemente con impulso de muerte, no había posibilidad de retorno, las olas gigantes se escarnecían conmigo, parecía una totora débil en medio de corrientes encontradas del mar de galápagos. Llegué al inicio del callejón apenas, me puse a los tientos la máscara de snorkel, vi hacia adentro del océano. Unos 25 tiburones cremas con blanco navegaban debajo de nuestros pies en su rutina autista, me atoré jodido, los miré entregado, iban y volvían como buscándose la cola. La Carito siempre solidaria me dio espacio en su tabla, emprendimos la pedaleada a todo vapor para cruzar aquel acantilado de terror siempre viendo a los tiburones navegar con sus aletas puntiagudas y su perfección aerodinámica, estaban a unos siete metros de nuestros pies, de pronto aparecieron cuatro grises con lomo celeste, una trancadera de tiburones navegaba metódicamente abajito, pataleamos duro aferrados a la tabla pero no avanzábamos mucho tragando litros de mares. Como broche de oro dos tiburones martillo pasaron buscando algo, rozando mi pata de rana. Por fin llegamos al final del callejón, la lancha salvadora apareció al frente.

Nunca viví algo así, fue un instante apocalíptico donde no había otra que hacerse al cojudo y sobrevivir, la fragilidad de nuestras vidas estuvo en lumbres, la pequeñez de nuestra humanidad en menoscabo total. Ya en la lancha, nos abrazamos intensamente con mi compañera; Foreman en el fondo callaba su cobardía pues no había saltado, su hijo seguía autista en los auriculares, la bella Ale lloraba en su confusión mientras el de Esmeraldas se hacia el dormido en el hombro de su mujer. Los brasileños subieron a la lancha en sus trajes de buzo, perfectos, fríos como el mar de Galápagos. Con la Carito empanadeamos en silencio en el retorno hacia San Cristóbal, sabíamos que éste había sido uno de los días más locos de nuestras vidas.