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Trazos bolivianos del filete porteño

Con un tango que sale de un pequeño reproductor de audio acomodado entre los tarros de pintura, el atocheño Pascual Salinas Osorio usa su mesa de dibujo arquitectónico como apoyo para un nuevo filete porteño. Con los dedos índice y pulgar sostiene una banda —pincel sin mango y de pelo largo— para hacer un trazo extenso e ininterrumpido, que concluye con una delineación curva que muestra la hoja de acanto (dibujo de una planta que brindaba elegancia al capitel de estilo corintio). Así se desarrolla el trabajo de este arquitecto que ha cambiado los grafitos por pinceles para crear filetes porteños, un estilo artístico de pintura característico de Buenos Aires, que un boliviano está replicando en La Paz.

Entre finales del siglo XIX e inicios del XX hubo una inmigración europea masiva a Argentina, de gente que halló la manera para expresar sus experiencias en tres ámbitos del arte: el tango, el sainete —una pieza dramática jocosa en un acto que solía ser presentado en el intermedio o final de una función de teatro— y el filete, decoración hecha sobre una superficie cualquiera que tiene dos elementos esenciales: un breve mensaje escrito y/o un mensaje hecho con colores vivos y formas propias y definidas, de acuerdo con Filete porteño, libro escrito por Alfredo Genovese.

El filete —que el 1 de diciembre de 2015 fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco— surgió en una carrocería de la avenida Paseo Colón, en Buenos Aires, donde había varias constructoras de carros, los que eran tirados por caballos y generalmente estaban pintados de gris, revela el libro El filete porteño, de Esther Barugel y Nicolás Rubió.

Se cuenta que Vicente Brunetti y Cecilio Pascarella —de 10 y 13 años aproximadamente— eran ayudantes en un taller hasta que, ante la ausencia del maestro pintor, se dedicaron a pintar los coches que repartían leche, verduras, pan y otros alimentos cerca de los centros de abasto. Un domingo, cuando no estaba el patrón, los adolescentes llenaron de figuras y letras coloradas un carro. Al día siguiente su jefe los reprendió, pero al dueño del coche de madera le gustó la obra. En los días posteriores, varios propietarios llegaron a la carrocería para pedir que les pintaran de la misma manera que lo hicieron los menores de edad. Las letras de estilo francés, los grafismos de los billetes y las formas que emulan las rejas de aquel tiempo hicieron que las calles, incluso, sirvieran de base para que los artistas —que en adelante iban a ser llamados fileteadores— crearan cuadros únicos.

La crisis económica, el cierre de las carrocerías y el fallecimiento de muchos maestros causaron que el filete desaparezca de manera parcial en la década de 1980, pero también fue la oportunidad para que este arte pasara a otros ámbitos, como la decoración de objetos y la publicidad.
Fue en aquel tiempo que la familia Salinas decidió dejar Atocha, en Potosí, para probar suerte en la capital argentina, donde Pascual iba a pasar su tiempo en cercanías de los centros de abasto, donde se encuentran obras de varios maestros fileteadores.

“Me parece que desde niño empezaron a entrar en mi cabeza todos los elementos del filete, como las hojas de acanto, las flores, los pajaritos y la letra”, recuerda ahora, aunque admite que desconocía el nombre y sus características.

En su juventud, viviendo solo en La Paz, la única forma de pagar sus estudios de arquitectura que halló fue dibujar perspectivas para sus compañeros de carrera, pero los programas informáticos de diseño causaron el cese de pedidos, así es que recurrió a la aerografía —técnica artística que se efectúa a través de aspersión de pintura sobre una superficie— para obtener el dinero que requería para sobrevivir.

“Ser fileteador fue absolutamente accidental”, asegura Pascual. Entre los encargos de aerografía, un día le pidieron que decorara el motor de una moto, lo que le llevó a conocer el pinstriping —el arte de pintar con líneas finas y delgadas—, algo que nunca antes había hecho porque le costaba usar el pincel. Cuando buscaba en internet las variantes del pinstriping se reencontró con el filete porteño. “Fue un amor a primera vista y accidental, porque si no entraba a esa página no me hubiera enterado”, asegura.

Volvió a Buenos Aires con el objetivo de aprender de maestros fileteadores como Sergio Menasché, José Espinosa, Elvio Gervasi y Alfredo Genovese, además de comprar libros relacionados con el filete y toda la pintura y pinceles que podía.  

De vuelta a su departamento en la avenida Busch, Pascual luchó primero por quitarse el temor de manejar el pincel, que en el caso del filete es más complicado, ya que los pelos son largos porque permiten hacer líneas de una sola pasada. “Se necesita mucha precisión y nervios de acero”.

Desde hace ocho años que Pascual hace filetes para desestresarse. Por eso, sentado en un taburete y con un foco que solo ilumina su mesa de dibujo, el artista apoya el dedo meñique y el anular, mientras que con el índice y pulgar sostiene el pincel para hacer un trazado continuo que culminará con hojas de acanto, pájaros, flores, cintas, bolitas, óvalo, botones, diamantes, espirales, dragones o serpientes.

También asiste cada 14 de septiembre a la exposición de filetes porteños que es organizada en Buenos Aires. Allí sus obras que se diferencian de las demás por los detalles tiwanacotas, la bandera boliviana, los aguayos y los mensajes locales. Por lo pronto está luchando porque el filete porteño esté en locales de la sede de gobierno y se deje de utilizar pasacalles. “Me di a la tarea de vender mi producto porque nadie va a venir hasta mi puerta”.

A pesar de las dificultades para vender obras y el desconocimiento de parte de la población sobre este estilo de pintura, el artista está decidido a propagar el filete porteño en todo el país, porque, como definió el fileteador argentino Ricardo Gómez: “Si (el compositor argentino Enrique Santos)

Discépolo dijo que el tango es un pensamiento triste que se baila, el filete es un pensamiento alegre que se pinta”.