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Bosques Aranjuez

Susana Calvo y Leonor Patiño —socias de la granja ecológica Bosques de Aranjuez— se han negado a ser retratadas públicamente por 25 años, y la belleza de ambas lo hace más sorprendente. Lo cierto es que si bien ellas no quieren figurar, el espacio que mantienen ha sido el escenario de incontables sesiones fotográficas de bodas, cumpleaños y más recientemente de muchas selfies de los estudiantes del colegio Montessori y de los niños de la Fundación Alalay, que trabajan en el huerto de la granja todos los viernes.

Bosques de Aranjuez se encuentra en la Av. Hernando Siles 100, camino a Mallasa, al frente del hotel Río Selva. Consta de vivero, jardín, huerta y una pequeña granja —parecida a aquellas de los dibujos animados estadounidenses, pintada de rojo, blanco y negro— con perros, ovejas, conejos angora, gallinas, gallos y cuises.

Las instalaciones están abiertas a diferentes eventos; sin embargo, su principal objetivo es educativo y social: “Siempre hemos recibido visitas de colegios y eso es lo que más nos interesa. También organizamos actividades con niños con capacidades especiales o con enfermedades terminales”, explica Susana.

Todo comenzó en 1991, cuando la bióloga cochabambina volvió de México junto a su familia. Si bien se especializó para desempeñarse en laboratorios, pasó mucho tiempo trabajando y visitando viveros en Nueva York para pagar una beca. Allí es donde floreció su amor por lo verde.  

“Este es un terreno que le pertenece a la familia de mi esposo, Roberto Arce. Cuando llegamos de México, solía sentarme junto a mi suegra, Isabel Grandchant, para contarle que quería construir un vivero. Le encantó la idea y comenzamos a planear hacerlo juntas; lamentablemente, murió poco después y no pudo verlo”.

La granja colinda por un lado con un cerro y por otro con el río La Paz. Los distintos tonos de verde del jardín están diseñados para contrastar con flores moradas en invierno y blancas en verano. Mientras, al otro lado, diferentes senderos escalan el terreno rocoso y muestran la diversidad de la vegetación nativa.

 El primer espacio que se construyó fue el vivero. Susana comenzó con pocas especies y solía reciclar restos de plantas que encontraba en la basura. Gracias a su formación podía rescatarlos y hacerlos germinar para poblar su emprendimiento.  

“Iba al colegio a recoger a mis hijos y se morían de vergüenza de ver la camioneta llena de pedazos de plantas. Claro, después se dieron cuenta de lo que podíamos hacer con este material y se les pasó”.

Luego de que se cerrara el vivero municipal, algunos de los empleados le pidieron trabajo. Como ya sabían qué hacer, el vivero tomó vuelo. Luego llegó la revelación de la creatividad de Leonor Patiño. Ella, que se formó en Administración de Empresas, le pidió a Susana que le ayudara a hacer algo con su jardín. Cuando comenzaron a trabajar juntas, Leonor vio que para hacer algo que realmente les gustara debía tener algo más de estructura, de diseño.

Así comenzó a averiguar sobre paisajismo y descubrió una veta que la apasionó. Desde entonces conformaron un equipo, Susana era la científica y Leonor, la diseñadora. “Para mí fue un logro pasar de la administración al paisajismo. Si bien empecé como autodidacta y con cursos online, aprendí mucho de Cristina Rojas y de otros grandes que trabajaban en Bolivia. Después, cuando iba a visitar a mi hija, que estudiaba en el exterior, pude tomar talleres en Kew Gardens (Londres) y en Longwood Gardens (Filadelfia)”.

De forma muy intuitiva al principio, emprendieron experimentos dentro de Bosques de Aranjuez así como afuera. Al ver lo que hacían, las personas les pedían que diseñaran áreas al aire libre en oficinas y casas: “Cuando empezamos, la imagen que la gente tenía sobre sus jardines tenía que ver con los rosales que solían mantener las abuelitas”, comenta Susana, a lo que Leonor complementa: “Por eso, cuando les mostrábamos nuestros diseños les encantaban, pero les asustaba el precio”.

Así perdieron diseños en manos de gente que se los quedaba y no volvía a llamarlas. Pero con el tiempo, vieron cómo sus propuestas llamaron la atención y las ofertas aumentaron. Llegaron a tener 20 trabajadores que se dividían en equipos para mantener el vivero, realizar mantenimiento y terminar proyectos.

Formaron jardineros y jardineras que se convirtieron en parte importante de sus vidas. Trabajaron cargando y ensuciándose igual que ellos.

Eso fortaleció sus lazos y muchos hijos de aquellos empleados también trabajaron con ellas. “Con el tiempo —cuentan tratando de disimular su pena— los que aprendieron se fueron yendo. Nuestros clientes los contrataron directamente para que hicieran mantenimientos y otras labores. Aunque es lindo, porque todavía nos llaman cuando necesitan ayuda. Los dueños nos ven llegar y se extrañan mucho de vernos trabajando en el jardín”, narra Leonor, mientras cambia la nostalgia por una risa sonora.

Construyeron la granja hace cuatro años para complementar la experiencia de los niños que visitan el lugar. Fue un gran éxito, porque los animales se acostumbraron muy rápido al cariño de los pequeños, quienes pueden darles de comer, acariciarlos y cargarlos. Incluso los adolescentes dejan de lado sus celulares por varias horas. No necesitan actividades programadas para entretenerse, es más, “se olvidan hasta de comer, mientras están correteando detrás de las ovejas o los perros”, explica Susana.

Para las emprendedoras, esta es una de las actividades más gratificantes. Sobre todo cuando se trata de niños con enfermedades crónicas o con discapacidad. Las circunstancias en las que se encuentran les dificulta mucho salir, más aún convivir con animales, así que la granja les da una oportunidad segura de interactuar con la diversidad natural.

“Es impresionante ver la felicidad que tienen y el cariño que les dan a los animales. Los abrazan y no quieren soltarlos y como éstos están acostumbrados, pueden quedarse cuidándolos por horas”.   

Una de las reglas es que los niños deben estar siempre con sus padres. Esto porque el personal no pretende tener toda la responsabilidad de su cuidado, pero también para que los padres les enseñen y pasen tiempo de calidad con sus hijos. De esta forma, familias enteras son parte de una aventura en la que se descubren prácticamente cosas que a veces se quedan en imágenes de libros o películas.  

“Hay niños que no distinguen entre un chancho y una oveja. Es un conocimiento que se está perdiendo y solo requiere atención. Ellos quieren compartir con sus padres y este es un lugar donde lo único que necesitan es que se les tome de la mano y se los guíe un poco por los senderos”.

Susana y Leonor reconocen que mantener el vivero que alimentó los diseños de sus jardines se ha hecho muy caro. Ambas, que siempre tuvieron otra forma de sustento económico, están conscientes de que no es un negocio lucrativo.

Su intención ahora es darle más energía a la función educativa que cumple. Las personas que visitaron la granja cuando eran niños ahora llegan junto a sus hijos para mostrarles los árboles que plantaron o cómo se puede hacer abono. Pero también pueden ver claramente los cambios en el medio ambiente. Las plantas y los animales se enferman porque el clima ya no es el de antes y porque el agua del río está mucho más contaminada.

“Este proyecto fue una hermosa manera de convivir con nuestros hijos, que estaban pequeños. En un momento sembramos una semilla, que después pareció que no germinaría porque ellos perdieron el interés. Pero ahora que son adultos y los vemos creando sus propios jardines, nos muestran que no fue en vano”.

Este es el motivo para que Bosques de Aranjuez siga con sus actividades (las visitas tienen un costo y se pueden coordinar llamando al teléfono 77704414). Por ejemplo, desde hace dos años mantiene un pequeño huerto, donde alumnos del colegio Montessori se reúnen durante unas horas a la semana para aprender agricultura junto a los niños de la Fundación Alalay. “Así aprenden lo que sus manos y la tierra son capaces de hacer”, acota Leonor, suspirando después de ver los frutos de casi 30 años de trabajo.