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Territorio Gus Van Sant

Una vez le dijeron a Gus Van Sant que una de las claves de su carrera es que tiene un nombre estupendo, pegadizo, de esos que suenan interesantes, incluso con cierto aire místico. Él está de acuerdo. “Es un buen nombre”. Vale para ser director de cine o para hacer una reserva en un restaurante. “Mucha gente se sorprende cuando me conoce. Tienen una imagen de mí, del aspecto que debería tener, y cuando me conocen se decepcionan. ¿Gus Van Sant tiene este aspecto? En su mente yo me debería parecer a Tom Waits o a Bukowski”.

Gus Van Sant es un señor de mirada amable que aparenta algo menos de su edad, 65 años, y abre la puerta de su casa en las colinas del este de ­Hollywood. Compró esta casa hace 10 años y se mudó a ella hace cinco, cuando vendió la de Portland, la ciudad de la que salió el imaginario con el que conquistó a una generación a principios de los años 90. Durante dos horas en el salón de su casa, repasa su trayectoria en el cine rodeado de cuadros pintados por él que se acumulan por las paredes del salón. Pinta cuatro horas al día. Sus últimos trabajos se centran en una imagen recurrente: un hombre joven desnudo en medio de la calle. En otro, está con un autobús rojo de dos pisos. “Se parece a un Oscar”, bromea el director, que estuvo nominado a ese premio dos veces.

Las películas de Gus Van Sant pusieron rostro a aquella juventud. “Juventud en peligro”, precisa. Durante casi dos décadas capturó la confusión, la angustia y la ambición de los veintipocos a través de los gestos de River Phoenix, Matt Dillon, Keanu Reeves, Nicole Kidman, Matt Damon y Ben Affleck. Fue el más conocido de un puñado de directores que definieron lo que se llamó cine independiente. Una exposición en La Casa Encendida, en Madrid, muestra decenas de fotografías de Van Sant y de sus rodajes. El trabajo de Van Sant en fotografía juega también con la sexualidad, con jóvenes que miran a la cámara con la misma actitud desafiante y confundida de sus películas.

Van Sant nació en Kentucky y pasó su adolescencia en Darien, Connecticut. Lo recuerda como un ambiente muy conservador. El interés por el cine le surgió gracias a un profesor de inglés de su instituto llamado David Sohn. “Era brillante, un pensador. Pintaba, imitaba pájaros. Hizo mucho por mí sin que yo supiera bien lo que estaba haciendo. Tenía un libro que se llamaba Stop, Look and Write (“Para, mira y escribe”). Era un libro de fotos enigmáticas en blanco y negro. Por ejemplo, un médico en una sala de espera con una taza de café. Tenías que escribir una historia sobre lo que estaba pasando en la imagen”.

Ese profesor le obligó a imaginar historias. Le enseñó en clase Ciudadano Kane (1941). La vio con 14 años, en una época en la que no era fácil conseguir cintas antiguas. “Era la primera vez que veía una película con tanta psicología evidente, que tenía algo más que la simple historia. Era obvio y no obvio al mismo tiempo. La caída de ese hombre, su vida… En esa zona había un par de canales de televisión alternativos. Cuando tenían un filme lo ponían 15 veces para llenar las franjas. Así que podías ver Ciudadano Kane toda la semana. Los cineastas suelen decir que esa película fue la que les hizo querer ser cineastas. En mi caso es así”.

Un fotograma de la cinta Mala noche (1985), basada en la novela autobiográfica del poeta oregoniano Walt Curtis.

Dice Van Sant que sus cintas no empiezan con un personaje, ni con una historia. Empiezan con un lugar. Ese sitio se va llenando después con lo demás. “Me he dado cuenta de que siempre he querido capturar un ambiente. Siempre es un lugar. Y allí hay personajes. Estoy en un aeropuerto tirado tres horas y empiezo a pensar que se puede hacer una película en la sala de embarque esperando un avión. Dondequiera que vaya, imagino cosas fascinantes. Estoy en un restaurante y veo un filme. Y luego ya empiezan a aparecer los personajes. Así es como me vienen las películas y así fue la inspiración para algunas de las primeras”. Al principio, ese lugar fue Portland. “He vivido en Nueva York y Los Ángeles, pero siempre he gravitado alrededor de Portland. Es mi casa”. De unas calles concretas de Portland surgieron Mala noche (1986) y Drugstore Cowboy (1989).

El último trabajo de Van Sant vuelve a Portland. Al escenario de Mala noche, su debut. Presentada en febrero en Berlín, explora la vida de John Callahan, un viñetista alcohólico y condenado a una silla de ruedas. Pero, de nuevo, el lugar es la historia. “John era un personaje de las calles de Mala noche. Estaba allí, en la misma calle, en los mismos años”.

Drugstore Cowboy dio la vuelta al mundo. La historia de una pareja de drogadictos y su carrera de atracadores de farmacias convirtió a Matt Dillon en el rostro de las drogas, tan seductor como autodestructivo. Cuando se hace un repaso de los actores a los que Van Sant ha retratado en el punto más fascinante de su juventud, la lista empieza ahí. Sin embargo, estuvo a punto de no ser así. “El personaje de Matt Dillon tenía que tener 45 o 46 años”, explica. “Sin embargo, en la película tiene 26. Se cambió después de contratarle a él y a Kelly Lynch. No me importó cambiar la dinámica de la historia para acomodarla a él”.

En la imagen, el actor Doug Cooeyate.

Aprovechando el éxito de crítica de Drugstore Cowboy, decidió hacer una historia que tenía preparada desde antes de su debut. Mi Idaho privado (1991) quizá sea la película que concentra todo lo que viene a la cabeza bajo el nombre de Gus Van Sant. El universo propio que el público le atribuye se resume en la imagen de River Phoenix con el pelo a lo James Dean y expresión perdida, haciendo de chapero narcoléptico en busca de su madre y de sí mismo. “Queríamos hacerlo con poco dinero, como medio millón de dólares. Estábamos preparados para trabajar con desconocidos de Portland, como en Elephant (2003). Pero probamos a mandárselo a River (Phoenix) y Keanu Reeves, por si acaso. Solo a esos dos actores, a nadie más. Y dijeron que sí. Eso cambió los planes”. Phoenix era la mayor estrella juvenil del momento. A través de él, el gran público vio en Mi Idaho privado la homosexualidad como no se había tratado hasta el momento. Murió dos años después, a los 23 años. Van Sant le dio el mejor papel de su carrera y de paso colocó a Keanu Reeves en la cumbre.

Van Sant y otros como Hal Hartley o John Sayles definieron en esos años lo que era cine independiente americano para una generación de cineastas. “Para los baby boomers, la película que nos enseñó que lo podías hacer tú mismo fue Easy Rider. Pero esa costó como un millón de dólares. Para mí fue Pink Flamingos (John Waters, 1972). Se hizo con $us 10.000. Era muy, muy pequeñita. Y era tan loca, tan escandalosa. Yo era estudiante, y Pink Flamingos fue el ejemplo de que no necesitabas nada, solo tu propio mundo, y que no hace falta ir más allá de tu patio para hacer una película. Fue una lección muy fuerte. No había que seguir las reglas, podías hacer un filme de lo que te diera la gana”.

Van Sant le explica una escena al actor Michael Pitt, que encarna a Blake, protagonista de Last Days (2005). Esta cinta es un relato ficticio que se inspira en los últimos días del líder del grupo de rock alternativo Nirvana, Kurt Cobain.

Haciendo lo que le dio la gana entró en la élite de Hollywood cuando le buscaron para dirigir El indomable Will Hunting (1997), producida por el hacedor de mitos Harvey Weinstein, que hoy se enfrenta a cuatro acusaciones por violación. Fue nominado al Oscar. Volvió a ser nominado en 2009 por Mi nombre es Harvey Milk, la historia del primer cargo electo abiertamente gay, asesinado en los pasillos del Ayuntamiento de San Francisco. En algún momento en la última década, Van Sant salió de esa élite, quizá porque nunca dejó de hacer lo que le dio la gana, con dinero o sin él. La crítica no le ha vuelto a elogiar un trabajo desde hace una década.

Uno de los grandes momentos de su carrera llegó en 1995 con la película Todo por un sueño. En ella, Nicole Kidman, obsesionada con salir en la televisión hasta el punto de matar por ello, decía que si todo el mundo saliera en la pantalla serían mejores personas. En aquel momento, el personaje era una psicópata. Dos décadas después, en la era de YouTube y los videos en directo, suena a profecía. Todos tienen una cámara delante todo el tiempo. “El asistente con el que trabajé en la última cinta solo veía cosas en YouTube”, cuenta Van Sant. “Tiene 22 años. Cuando le enseñé la película, me dijo que le parecía anticuada. Mi propio asistente no entendía mi trabajo”.

El cambio de medio está transformando lo que se cuenta, reflexiona Van Sant. “Veo el cine en peligro por el medio mismo. Me fascinan las doctrinas de McLuhan: el medio es el mensaje, y tanto uno como otro están cambiando. Trump es exactamente eso. El mensaje es que la verdad no es importante”. Cuando se le pregunta por nuevos formatos, cree que “se ha modificado el diálogo cinematográfico”, y argumenta: “Si hicieras algo ahora con los personajes de Drugstore cowboy, sería una serie de Netflix. Se ha forzado un cambio de estilo. A eso se refería Guillermo del Toro en su discurso de los Oscar, a que el cine como formato merece la pena. Hay que salvarlo, no erradicarlo”.