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El Cairo

El Cairo, Al-Qahira, La Fuerte, o La Victoriosa… La vibración de la ciudad es la potencia de su raza y su tierra. En la capital de Egipto hallé carreteras modernas por las que los conductores manejaban sus coches muy rápido, como locos; se sentía esa vibración que solo puede ser causada por un millar de automóviles encendidos al mismo tiempo.

Llegué a eso de las cuatro de la mañana y todo parecía muerto. “Cuídate del polvo del Sahara”, me dijo quien estaba a mi lado en el avión. El desierto invernal mostraba, como cuando quema y carboniza, un duro gesto: el frío penetrante que era como una puñalada. ¿Podía haber un frío tan intensamente seco como aquél? “No es como tú piensas”, me dijo el mismo hombre que me había advertido sobre el polvo del desierto, “este frío puede ser muy húmedo por los efectos del río Nilo que atraviesa la ciudad”. Y el hombre cogió su maleta, se puso la bufanda al cuello y desapareció porque todos los pasajeros tomaban su rumbo.

Amaneció con un sol anaranjado y una bruma y un halo de misterio cubrían la ciudad que un día fue la más fuerte del mundo. El Cairo abruma por su inmensidad y sus enigmas. Invadida por mamelucos, británicos, otomanos y por Napoleón, ahora está invadida por la fuerza pretérita. Había gatos por todas partes, polvo que ensuciaba la ropa y el cabello, además de hoteles lujosos en el centro. Y por ese mismo centro, como un eje maestro, o como una vena de sangre azul, el Nilo que alimenta a las palmeras verdes y que rasga la ciudad como una garra de gloria pura.

Estaba ya en la plaza Tahrir, la Plaza de la Liberación, en el centro de la ciudad; donde flameaba, en el remate de un mástil altísimo, la bandera de Egipto.
Museo egipcio.

El edificio es imponente y su fachada luce un color tan anaranjado como una teja. Su arquitectura es de estilo neoclásico. Una tarde, un día entero no alcanza para apreciar lo que este repositorio custodia: algo así como 140.000 piezas arqueológicas. Quien quiere aprovechar su estadía para ver lo que hay aquí, tiene que asistir por lo menos dos veces. Una sola pieza, apreciada en toda su riqueza, puede consumir una tarde completa.

Papiros escritos en griego, latín, árabe, egipcio antiguo y en jeroglíficos. Monedas de oro, plata y bronce. Esculturas grandes y pequeñas. Armas y carros. Momias. Estatuas hechas en granito, pinturas y sarcófagos de oro y madera. Objetos que parecen insignificantes (como collares y pulseras de mujeres) pero que son lo más preciado para la investigación erudita de arqueólogos e historiadores.

Dos plantas acogen los tesoros, y si bien hay un orden relativo en la distribución de los objetos, éstos están tan apiñados que el que visita el museo con un criterio de estudio queda desconcertado.

Subí al segundo piso, y ahí, como un cubo cuyo fulgor amarillo me trastornaba, estaba la caja de los vasos canopos de Tutankamón. Seguí el trayecto y quedé absorto al contemplar la máscara funeraria de Tutankamón que reposa en una urna de vidrio blindado. La había visto en enciclopedias y en libros especializados, pero tenerla frente a mí era como fijar la vista en un sol: deslumbraba. Hecha con incrustaciones de piedras preciosas y joyas, esta pieza representa el rostro idealizado del gran faraón de la XVIII dinastía.

Había ingresado al museo en la mañana, a eso de las nueve, y cuando salí, exhausto, se había hecho de noche.

Necrópolis de Guiza

Cuando uno va en automóvil por cualquier carretera de la urbe, es casi imposible no ver, en el horizonte embellecido por la luz de la tarde, los tres triángulos del desierto. Se esconden detrás de un denso cortinaje de polvo, arena y humo de los autos. Se ven plomos, pero eso no le quita majestuosidad del espectáculo porque se aparecen, por ese mismo hecho, más inalcanzables y enigmáticos. Desde mi apartamento también podía verlos cada día, y despertar con ellos era como ver el secreto de las culturas ancestrales y el arcano de las estrellas.

Llegar al yacimiento arqueológico de Giza es siempre un acontecimiento. Keops se levanta como un dios de piedra: fascina; las otras dos pirámides maravillan. Pero lo primero que llamó a mi vista no fueron las tres pirámides que desde lejos son como tres triángulos custodiados por el sol oriental, sino esa esfinge que, a fines del siglo XVIII, dejara absorto a Napoleón Bonaparte con su mirada perdida en el infinito.

Las pirámides son inconmensurables poliedros de piedra. Cada una tiene bloques que son de seis toneladas y otros que son hasta de 60, poco más o menos. ¿Notre-Dame?, ¿la Torre Eiffel?, ¿el Circo Romano? Ninguno supera a las pirámides en imponencia ni en belleza. ¿Puede haber en verdad edificios que superen la fantasía del geómetra y el arquitecto? El matemático se anonada y el mismo Heródoto se hunde en la incomprensión de tales construcciones. Posiblemente sea el enigma arqueológico más oscuro que hay en todo el mundo.

La Ciudadela

Desde lejos se ven como unas agujas desgarrando el cielo cairota. Una vez subí a un montículo y desde allí vi la fortaleza islámica medieval de la ciudadela que custodia la capital egipcia. Se encuentra ubicada en la colina de Mokattam, muy cerca de la ciudad. Las paredes están percudidas por la arena adherida y lamentablemente el sitio se halla descuidado, pero eso no le quita magnificencia. Contiene un museo militar y, en la parte más alta, una de las mezquitas más importantes del mundo islámico: la de Muhammad Alí. El fundador de este edificio, Mehmet Alí, fue enterrado en el patio de esta mezquita, en un sarcófago hecho en mármol de Carrara.

La mezquita se halla en un estado de lamentable deterioro. El alabastro original que embellecía la parte superior de la fachada ha sido retirado y, en su lugar, se ha puesto madera pintada de blanco para simular el material primitivo.

El estilo arquitectónico es otomano, y en el interior —colgando como una gota de rocío al término de un hilo de tela de araña— se halla pendiendo una lámpara gigantesca que tiene colgando en ella, a su vez, varios trozos de cristal de roca.

La raza árabe no solo es de matemáticos, geómetras y astrónomos, sino de comerciantes. Con una gran tradición en torno al comercio y el mercado, los árabes fundaron, a lo largo de su historia, muchos mercados populares; algunos desaparecieron por el tiempo, otros no, y se mantienen como símbolos de su cultura.

Jan el-Jalili es el bazar antiguo de El Cairo. Los mercadillos árabes populares se remontan al año 1382, cuando un caravasar (que era como un campamento de comerciantes, donde descansaban junto a su carga y sus animales) se construyó.

No es menester un guía, solamente el instinto turístico. Cuando uno camina por esas retorcidas callejuelas escucha la voz ronca y cargosa de todos los mercaderes que al unísono ofrecen sus artesanías, pero también se es testigo de una hermosa gama cromática de los más variados tonos. Es un goce para la vista. Chales, estatuillas, pulseras, inciensos, té beduino, mantas, alfombrillas para reclinarse en el piso y rezar a Alá, collares… hay de todo.

Es como un laberinto: las callecitas que se cruzan son tan similares que uno no sabe si ya pasó por ellas. Y la inmensidad del mercado hace que, si uno quiere salir de él, tenga que caminar sin parar en dirección rectilínea hacia cualquier lado hasta encontrar el final. Comprar es una acción que no puede ser no hecha. Es como una actividad compulsiva, y cuando uno mira sus manos, ya tiene varios objetos adquiridos.

Barrio Copto

Cada ciudad importante del mundo tiene historias dentro de su historia general. El Cairo no es un caso aislado. Hay un barrio que no es islámico aunque sí otomano: el Copto. Aquí se tiene a Jesucristo como Mesías. Según el evangelio, en esta zona vivió la Sagrada Familia en su exilio a Egipto. Cristianismo fundido con la cultura arábiga. Y hay, construida con la arquitectura de una mezquita y sobre una torre babilónica, un templo cristiano, conocido como Iglesia de Santa María y como Iglesia Colgante. Dentro, desde hace centenares de años, están en unas urnas de vidrio las reliquias de varios santos cristianos.

Al lado de la iglesia hay un museo dedicado al arte copto de entre los años 300 y 1000 de esta era, y alberga pinturas, capiteles grecorromanos, objetos de madera, plata, marfil y papiros escritos en griego y arábigo. Aquí también se hallan los manuscritos de Nag Hammadi, descubiertos en 1945 en unas grutas próximas a Luxor.

Otro lugar que se debe visitar es el Museo de Arte Islámico, que guarda la memoria del arte no tanto islámico sino árabe en general. Los materiales en las que están hechas las piezas de arte son, fundamentalmente, el alabastro, la cerámica, la madera, el esmalte y el metal. El museo muestra la evolución del arte islámico producido sobre todo desde el periodo fatimí (el cuarto califato islámico).

Existen también, en urnas de vidrio, varios ejemplares del Corán, escritos en árabe todos, con caligrafías distintas y en varios tipos de papel; hay armas y alfombras. Por último, la ciencia de los otomanos se hace patente en los tratados de medicina, botánica y astronomía que están expuestos en una sala en que la sabiduría se muestra en todo su esplendor.

El Cairo. Una de las capitales más importantes del mundo. Fuerza abigarrada de culturas. Magia y misterio. Nostalgia de lo que fuera una raza potente y sabia en algún tiempo. Esplendor que no se apaga y que revela de lo que es capaz el género humano. Los cairotas tienen un hechizo especial de atracción. Cuando uno ha conocido esa sociedad, ya no quiere dejarla. ¿Jovialidad de la raza? ¿Empatía innata? ¿Nobleza que viene de la cuna? No lo sé, pero las personas de El Cairo son de las más amables, cariñosas y simpáticas que se podrían conocer jamás, y, de hecho, son las más amables, cariñosas y simpáticas que yo conocí hasta ahora en mi vida.