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En la cima del Monte Sinaí

Era la hora deliciosa en que el astro del día traspone el horizonte, o, en otras palabras, el umbral de la noche. El atardecer en Dahab se pintaba de maravilla. Un vendaval que venía del mar instó al grupo a entrar en las cabañas; había que guarecerse. Menos mal que en el hotel todo era tibio y acogedor; allí había una estufa que atemperaba el hall principal y cuya luz mortecina hacía que el ambiente se hiciera romántico.

Celebrábamos las cercanías del Año Nuevo, como si éste tuviese que ser celebrado con seis días de anticipación. Era, en efecto, el 26 de diciembre de 2017 y estábamos en aquella montaña situada al sur de la península del Sinaí, al nordeste de Egipto, entre los continentes de África y Asia, a 2.285 metros sobre el nivel del mar.

“Mañana, muy de madrugada”, farfulló un beduino en un árabe inentendible que solamente luego supe más o menos comprender, “comenzarán una caminata de cuatro horas sin descanso. Prepárense para ella”. Luego nos fuimos a descansar a las habitaciones por unos momentos, y mi amiga costarricense Marisol Baeza me dijo: “Dicen que la escalada al monte dura cuatro horas, o sea toda la noche, para llegar al pico a la hora de la alborada”. Para mí hacer la excursión a tal hora, en la total penumbra, era una idiotez, pero solamente luego, cuando vi el amanecer estando ya allí arriba, pude entender el porqué.

El frío en la ribera, donde estábamos, era ciertamente agudo y decían que el frío en el monte Sinaí, en esas fechas decembrinas, era como el de Groenlandia. Pero no, eso es muy falso, porque después, estando ya en el pico de la montaña, pude saber que el frío ahí, en ese lugar donde el patriarca Moisés recibiera las leyes de Dios, era indescriptible, nefando y criminal, si se quiere, un frío tan frío que hasta era calor, uno tan intenso que las heladas de Islandia no serían nada si se las comparase con aquél.

El autobús nos recogió del hotel costero a las 00.45 y emprendimos, por una carretera asfaltada, un viaje que duró más o menos una hora. En el trayecto no se veía nada que no fueran las negras siluetas de unos montes rocosos que parecían espectros salidos del desierto ribereño. Pasados unos 15 minutos de viaje hicimos una parada. Un guía egipcio bajó del bus, entró nuevamente y dijo a todos los viajantes: “¡My God, outside it’s fucking freezing!”. Basta decir que los cristales del autobús eran al tacto como bloques del hielo.

Nos estacionamos y todos comenzamos a bajar.

Subida al monte

Llegamos a las faldas a la 01.50. Ahí había una pequeña construcción, como una casita del altiplano americano, en la que unos cinco gendarmes egipcios se resguardaban del inclemente viento. Era la plenitud del invierno y el frío causaba a todos terror.

Yo estaba abrigado con unas diez prendas encima, entre camisetas, chompas, chaquetas y mantas; un gorro me cubría la cabeza y me había puesto un barbijo de médico para que el viento no torturase mi nariz ni mi boca. Recuerdo que había un ghanés que se había quitado las medias para ponérselas como guantes, pues podía tolerar el frío en los pies pero no que sus manos se congelasen.

Apareció luego un beduino que nos dijo —en un inglés con acento arábigo— que él era el guía que nos acompañaría hasta la cima. Nos explicó un poco sobre el esfuerzo físico que demanda la subida y luego cosas relativas a la historia religiosa de ese lugar: Moisés como patriarca y adalid de una raza judía pertinaz, la ovejita que se perdió entre esas rocas, el mar rugiente que se abrió y las tablas de la ley enviadas por Dios para que todos los que las acaten estén en paz con Él.

Comenzó la caminata. Senderistas y peregrinos la emprendimos con emoción.

En el lugar reinaba la sombra, como si se hubiese tendido un humo negro y denso. Tratábamos de romper la lobreguez con la luz de las linternas, pero las tinieblas terminaban imponiéndose a toda costa.

Nos habían dicho que había, a lo largo del trayecto, cuatro paradas o descansos, en los que el excursionista podría sentarse en una piedra, taparse con una manta, tomar o comer algo e incluso dormir unos minutos, no más de diez, sobre una cama que más que otra cosa —luego pude ver— era un promontorio de adobes. Al cabo de 45 minutos de andanza, habíamos llegado a una de esas paradas, que era en realidad un tenderete de beduino; era un cuartito muy miserable, como una mazmorra, a cuyo lado había una tiendita de galletas, dulces y refrescos. Nadie, como era de esperar, pudo pegar los ojos siquiera por un minuto en tan desagradable lugar de reposo, y por tanto proseguimos.

Yo calzaba unas zapatillas deportivas de suela alta y engomada, pero aun así las piedras punzantes y filosas, como clavos y cuchillas esparcidos por el piso, se sentían en las plantas de mis pies. Y recuerdo que la sensación de mi cuerpo era muy confusa y, por consecuencia, desagradable: sudaba por el esfuerzo de mis piernas y pulmones, y quería quitarme todo lo que traía encima, porque la transpiración me sofocaba el pecho y la frente, pero al mismo tiempo el frío cada vez más intenso hacía que quisiera abrigarme más.

A mi lado iba un amigo costarricense, Mauricio Castro, a quien veía que se le caían las piernas y se le salía el corazón del cansancio; ya no podía más. Se puso pálido o azul, no sé muy bien, pero su piel reclamaba clemencia. “Creo que me subiré a una de estas bestias”, me dijo, sacando libras egipcias de su billetera, “para conquistar la cima más rápido y sin sufrir este martirio”. Y es que, sufridos y jadeantes como estábamos todos, pasada solamente la primera hora de caminata, varios apelaban a los camellos que había para seguir subiendo lo que restaba de la montaña.

Pero también hay que decir que, más allá del ímprobo esfuerzo de las piernas y el corazón agitado, esa aventura era una de las más bellas experiencias; estaba subiendo a uno de los lugares más emblemáticos del mundo, ¿tenía yo derecho alguno a reclamar algo? Cada paso era una promesa hacia un lugar glorioso.

4.15. Estaba en el segundo descanso; allí bebí un energizante y seguí la marcha. Solamente quedaba una hora y 45 minutos para llegar a ver el despuntar del día, y no podía perder un solo minuto porque desde ese lugar en donde estaba, a buen trote, se tardaba dos horas hasta el pico.
Lo que podían ver mis ojos, metido en la sombra, no era una montaña como había imaginado, sino más bien algo así como un cañón, o un desfiladero de montes, algo enorme y no una montaña asilada y en medio de una llanura, como me figuraba.

A mi lado pasaban judíos y mahometanos, porque ese monte, como un contenedor de fuerzas espirituales en el mundo, engloba a cristianos, judaicos e islámicos.

El cielo se iba dividiendo en dos: por un lado, hacia el oriente, era de un tono morado o lila, y por el lado opuesto era de un intenso negro. Supongo que eran los primerísimos rayos de aquel día que iba a nacer en todavía varios minutos. Miles de estrellas había en el firmamento. Pero no había ni un mínimo signo de vida, ni vegetal ni animal, por ningún lado, sino solamente tierra y arena.

Soplaba un viento huracanado que hizo que una pareja desistiera finalmente, lo cual no tenía mucho sentido porque, estando ya a la mitad del camino, el bajar suponía andar más o menos el mismo trecho que el que faltaba para llegar a la cumbre.

A las 5.15 llegué al penúltimo descanso, pero no paré un solo instante, más al contrario, aceleré el ritmo de mis pasos.

Con un poco más de luz sobre el yermo que se dibujaba con mayor nitidez, se comenzaron a ver decenas de graditas, echas todas de piedra, y al término de lo que la vista podía captar, como el remate del cuadro que se pintaba ante los ojos, una pequeña iglesia cuya cruz en la torre se podía ver de maravilla. Era el final del trayecto.

Ese pequeño y rústico templo que parecía tan cerca debió haber estado a unos 500 metros todavía. Y cuanto más cerca parecía, tanto más inalcanzable era para nuestros ya torturados pulmones.

Pisé la primera grada y comencé a subir la infinita sucesión de peldaños. Jadeaba, pero con emoción y brío. Mis ojos trataban de deducir cuál era el lugar donde el patriarca recibiera la ley de Dios, cuál era el lugar donde se había perdido la oveja, dónde se había descalzado Moisés… Pero lo cierto era que todo el lugar en su integridad era sagrado; ni una sola piedrecilla está despojada de una energía mística.

Estaba solamente a unos pasos. Muchos ya habían llegado. Mauricio, mi amigo el de Costa Rica, quien ya había conquistado la cima, me hacía señales con los brazos para que me apresurase; el sol ya estaba acariciando el horizonte.

Cuando ya estaba casi en la cresta suprema vi, a unos cinco metros sobre mí, una roca que era como un farallón, cual si fuese la última grada que debía ser salvada. Trepé con dificultad, pero una vez ya sobre ella, podía decir finalmente que había llegado a la cima del monte.

En la cima, un amanecer…

Mis otros amigos sudamericanos, con los que había comenzado a subir, ya no estaban a mi lado; los había perdido de vista. No sé si habían caminado más rápido que yo o si yo los había dejado rezagados, pero al despuntar el día, a las 5.45 de ese 27 de diciembre de 2017, yo me hallaba solo en un lugar desolado, desconocido y pedregoso, como en un acantilado, muy cerca ya de la cima de la montaña de Moisés. La energía en ese desolado páramo era increíble, como si fuera la tensión extática de una necrópolis milenaria.

El horizonte se comenzaba a pintar de un amarillo intenso; el sol ya estaba en la lontananza. También se veían decenas y decenas de cerros rocosos, como azulados por la bruma matutina y por la distancia, y metidos en un confín que parecía inaccesible a cualquier ser mortal. Porque solamente Dios había gobernado en esos lugares…

A las 06.00 ya estábamos todos firmes viendo la salida del sol, uno tan anaranjado como si fuese el disco diurno de los horizontes marinos y tan deslumbrante como la zarza sagrada que había ardido en esos lugares hacía tantísimos años. Nos quedamos viendo el salir del astro por varios minutos, tomando fotografías y guardando las imágenes en el mejor repositorio de imágenes que existe: la propia memoria humana. A las 06.10 el horizonte ya no era amarillo, sino más bien de un tono rojizo, como una llama volcánica.

Camellos. Beduinos. Decenas y decenas de turistas provenientes de todas las latitudes. Ese espectáculo, en fin, era alucinante, y un halo de misterio se había cernido esa mañana sobre todos. ¡Qué esfuerzo físico tan desmesurado, pero qué recompensa por la maravilla del paisaje!

Monasterio de Santa Catalina

A las 07.00 comenzamos el descenso. Éste estaba previsto para ser hecho en dos horas y media, es decir, una hora y media menos que el ascenso. Casi en las faldas de la montaña está el monasterio de Santa Catalina, donde debíamos ir.

Enclavado entre las rocas rojizas del Sinaí o pendiendo de sus altas montañas, el monasterio se alza como una fortaleza amurallada para que las catapultas no la desmoronen. ¡16 siglos de cristianismo en tierras islámicas! Dicen que una comunidad de monjes vive ahí dentro. A pesar de la vastedad del lugar, solo se pueden visitar la iglesia de la Transfiguración, un patio y un museo pequeño. La tradición oral afirma que éste es el lugar donde el libertador de los judíos y el Creador se encontraron.

Una última maravilla antes de que nuestro bus partiese a las 11.30: ante mis ojos, la zarza de Dios y Moisés, tan fresca como si fuese una planta salida de la tierra hace solo cinco años. Esa zarza que no se consumía, y que no se ha consumido hasta nuestros días.