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Los vestigios grandeza milenaria

Al mirar hacia abajo, desde un sector de la Gran Muralla China, pude percibir el movimiento incesante de la gente que, pequeña por la lejanía y en hileras —como hormigas—, recorre estos canales de piedra. Justo ahí, desde donde además se divisa cómo esta estructura bordea los cerros, hasta que la vista se pierde, es donde uno se siente pequeño y a la vez advierte la grandeza de la que el ser humano es capaz.

Del otro lado de nuestro mundo (para los bolivianos) se eleva este muro imponente que, en una época, buscaba alejar al enemigo mongol de tierras chinas, sin ambiciones, aunque sería luego una de las primeras siete maravillas del planeta.

Parte de la singular experiencia es sobreponerse al calor de agosto y al cansancio del ascenso, en las desiguales gradas de roca, en la subida empinada, hasta llegar a las torres de vigilancia que parecen esperar como pequeñas metas, para descansar en su sombra o para abrir los ojos a un nuevo tramo, a otro desafío.

Allí se ve a gente de todo el mundo, solos, en grupos o en familia. Algunos suben sin detenerse, yo, como muchos otros, con varios descansos, cortos o largos, para respirar el aire caliente, para beber agua y tomar imágenes de un momento que difícilmente se volvería a repetir.

Para una visitante boliviana, como para cualquier extranjero que llega al lugar por primera vez, la pregunta obvia es cómo se logró erigir una estructura de tal magnitud. Más de 1 millón de vidas costó su construcción, en una época en que no existían máquinas que carguen lo necesario para hacerla. Años de trabajo —tres dinastías—, millones de obreros, viajes incontables y cantidades cuantiosas de materiales traídos de lugares impensables. Ahí también recordé las obras magníficas que con similares limitaciones (o capacidades) lograron los incas, como otras creadas por antiguas civilizaciones.

Una leve brisa ayuda a refrescar la piel cubierta por el sudor y a volver a elevar la vista para apreciar el paisaje, pero el corto tiempo no nos ayuda a avanzar más. Para la mayoría de los que llegamos a conocerla, siempre quedará la imagen de una vereda de piedra que se extendía hacia adelante, y que en algún punto tuvimos que abandonar para regresar.

Siempre más

La grandeza de China, sin embargo, va más allá de esos 21.196 kilómetros de muralla, que muy pocos lograron atravesar de extremo a extremo —en más de un año—. En muchos rincones de su vasto territorio, se hallan vestigios de la cultura más antigua del mundo. Los templos, edificaciones y tradiciones milenarias contrastan con la “Gran” Muralla, y con el acelerado crecimiento del país, que hoy visualiza metas que dan vuelta al orbe.

En pocos días tuve la oportunidad de conocer sitios como el Templo del Cielo, donde los emperadores pedían lluvias y buena cosecha y desde donde se domina el llano paisaje de Beijing. En Zijin Cheng  o Ciudad Prohibida, 98 edificaciones dan testimonio de la forma de vida de los monarcas, que solo permitían ingresar a sus familias y a su entorno cercano.

Visité varios templos budistas, antiguos palacios y museos, en ellos, como en muchos sitios, aún se refleja y mantiene la tradicional terminación curveada de sus tejados, las figuras de animales mitológicos en paredes o cuadros, y se replican aspectos tradicionales como la vestimenta y la religión. Todo eso me permitió disfrutar de un “mundo” diferente, aunque al girar la mirada, andar por sus calles o usar sus medios de transporte, es imposible ignorar su desarrollo, la grandeza de su infraestructura y la ambición de los proyectos de su Gobierno y sus empresas.
Allí su gente, imparable, recibe y guía al extranjero, de cara a un “gran” futuro.