Universo de tierra y fuego
El taller del ceramista Mario Sarabia es una familia artística donde la arcilla y las manos definen cada creación.
Uno de los turriles que el artista paceño Mario Sarabia guarda en el patio de su casa, en Mallasa, mantiene uno de sus tesoros mejor guardados: arcilla blanca —obtenida a más de 300 kilómetros de La Paz— cubierta por algo parecido al musgo. Esta capa que da la apariencia de algo en descomposición es la marca clásica de una mezcla de tierra y agua que espera, pacientemente desde hace 12 años, a ser convertida en porcelana.
La receta —que, más que una combinación mundana, parece un conjuro ritual que requiere el beneplácito de seres superiores— permite que aquella y otros componentes puedan cocerse a 1.300 grados centígrados, en lugar de los 1.400 que requiere en condiciones convencionales, sin perder el color que la caracteriza.
Ya llegar a esa temperatura es un logro histórico. Mario es, probablemente, el único ceramista que trabaja con porcelana a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar: “La naturaleza guardó estas arcillas para mí, porque antes no había los hornos necesarios para trabajarlas y también me dijo: ‘Si quieres utilizarlas, tendrás que enseñar’”, comenta, mientras juega con un trozo de arcilla que cambia de color de verde a blanco entre sus dedos.
En Japón, según relata el creador, aún existen poblaciones enteras cuya única actividad es la producción de objetos de arcilla cocida. Los pueblos prehispánicos también tuvieron esta inclinación, pero con la conquista española fue desplazada por la pintura, gran herramienta para introducir el catolicismo a América. La cerámica es un arte que, a diferencia de ésta, construye comunidad.
Mario comenzó su taller hace más de 20 años. Buscaba que la cerámica fuera rentable, pero sobre todo alejarla lo más posible de la extinción. El entusiasmo de la gente se multiplicó rápido; llegó a dar clases tres veces a la semana y a tener más de 30 alumnos. “Por aquí han pasado Mamani Mamani, Alfredo La Placa, poetas y hasta políticos han venido a pasar clases conmigo. Eso es lo que ha hecho este taller, mantener mi nombre en la voz del arte de La Paz”, comenta agradecido.
Cada viernes los participantes llegan desde las 09.00 y cogen un agarrador de madera que cuelga en la puerta —rodeada por paredes blancas con incrustaciones artísticas— y lo jalan para hacer sonar la campana que anuncia a los visitantes. En la entrada se lucen esculturas en piedra. A unos pasos está la sala de exposición del artista y su hija María José, quien se dedica a la joyería y también tiene un espacio de trabajo allí. Atravesando la galería están las dependencias donde se pasan clases.
Es un espacio iluminado. La música, las conversaciones, las risas y el olor a café lo hacen muy acogedor. Además del material que se requiere para hacer las piezas, en cada rincón hay alguna taza de té, café, plato o vasija hecha por Mario.
Entre las visitas de turistas y las preguntas de sus aprendices, el ceramista mira por la ventana y, detrás de una buganvillas, reconoce a una de sus hijas: “Desde aquí he visto crecer a mis hijos (tiene dos hijas y un hijo) y tomar caminos similares al mío y al de mi esposa (Lourdes Giménez, la encargada de la pintura y esmaltado de las piezas). Su arte es una extensión de este taller y de esta vida”, comenta.
El estudio tiene un par de reglas que lo identifican y que tienen que ver con la manera en la que el artista entiende su quehacer y el mundo en el cual se maneja. Nunca hizo difusión de sus clases, la experiencia le ha mostrado que quienes tienen que llegar, cruzan la puerta de una u otra forma. Cuando alguien decide aprender, lo primero es una pequeña charla con el maestro. “Mario lee a sus alumnos”, afirma la pintora Graciela Rodo Boulanger, quien asiste (junto a Sandra, su hija) todos los viernes desde hace 12 años.
De esta conversación nacen las primeras directrices: cada persona hace piezas diferentes, no hay copias o tránsitos preestablecidos.
“Cuando les entrego la arcilla, cada uno comienza a buscar qué es lo que quiere hacer. Yo, luego le ayudo a encontrar el camino. Nunca es igual. De pronto surgen experiencias que tuvieron hace muchos años, incluso cuando eran niños. Vuelven a ese punto en el que su creatividad estaba a flor de piel, antes de que la dejaran de lado. Y todo brota”.
Estas reglas son fruto de más de 35 años de trabajo artístico y enseñanza, que bien podrían no haber sucedido nunca. Mario nació en La Paz, pero se fue a vivir a Estados Unidos desde niño, junto a su madre que era diplomática. Ya en la universidad —después de pasar un curso de cerámica y decidir qué era a lo que quería dedicarse— volvió a Bolivia a visitar a su padre. Aquí, la experiencia de sus manos le mostró que había encontrado lo que estaba buscando.
En Mallasa, además de tener cerca tierra con la que crear, también encontró otro tipo de comunidad. Muchos jóvenes que aprendieron el oficio de él son sus ahijados, de rutucha, bachillerato, comunión o matrimonio. Es otra manera de interactuar con el barrio que lo acoge.
Si para Graciela Rodo la cerámica fue un deseo anhelado desde que era pequeña, que le permite sentir que controla el espacio y puede darle una dimensión más a los temas que trata en su pintura, para Mariana Requena fue el despertar de una vocación. Es la más antigua de las aprendices; lleva dos décadas junto a Mario.
“Tenía 20 años cuando una amiga me trajo. Toqué la arcilla y supe que no la iba a soltar más. Entré a estudiar a la carrera de Artes, terminé y el año pasado abrí mi propio taller. Pero nunca dejé de venir porque es un espacio maravilloso”, narra.
Eliana Bustillos, otra de las alumnas, es odontóloga y si bien no es ceramista de profesión, encontró en el torno y en las piezas que puede hacer en él una motivación para volver, que no puede explicar con palabras. Simplemente es una cita a la que no puede renunciar cada semana.
Si bien Mario habla con cada uno de los que llegan a su casa, el porqué vuelven es un misterio. Algunos por curiosidad, otros pueden encontrarlo terapéutico, no sabe con exactitud. Sin embargo, se han transformado en la familia artística que necesitaba y que espera que tome su lugar y siga dialogando con la tierra y el fuego.