A la deriva en el Nilo
El escritor Ignacio Vera de Rada
El Nilo es uno de esos ríos del mundo cuyas aguas tienen energía y algo así como una magia de la cual uno, a lo largo de su vida, siempre se acuerda. Así sucede también con el Rin, el Sena, el Támesis, el Éufrates y el Volga. La energía de sus aguas se debe a la historia que los marca, que, como una huella que hiende el líquido, deja en ellos una estampa imborrable para los tiempos venideros. Porque, al igual que la tierra y la piedra, el agua puede también ser rasgada y marcada para siempre.
Pero el Nilo… el Nilo tiene una particularidad que las demás corrientes de agua dulce no poseen: espiritualidad, potencia de una raza de creyentes en un Dios. Efluvio de saberes y espiritualismos.
Ya lo había visto en El Cairo, estando parado sobre uno de los puentes que atraviesan la capital egipcia y desde la habitación de mi hotel. Era tan tranquilo como un lago, un golfo o un remanso, y tan azul como el mar. Digo mal: yo no veía el río, más que otra cosa lo contemplaba, o lo admiraba, porque cosas así de la naturaleza mezcladas con la fuerza metafísica de la historia no son solamente para la visión fría de los ojos de un explorador de la materia, sino además para la mirada del escrutador del alma. Todas las tardes en que lo miraba me preguntaba cómo el bebé Moisés, o, más bien, la canastita del bebé Moisés pudo haber sido llevada por aguas tan relajadas. Y es que ver el Nilo causa sopor, pero al mismo tiempo excitación espiritual. Contraste de emociones. Diríase que sus aguas no se mueven, pero que su mística es impetuosa como un remolino. Solamente estando en él navegando, o en sus orillas, se puede ser testigo de este remolino místico. A su paso por la capital de Egipto, es como un espejo del cielo grisáceo. Sus aguas, que pasan sosegadas por debajo de los puentes de cemento y hierro, se ven azules como las de un océano, aunque de cerca se ven contaminadas por los desperdicios que las personas imprudentemente echan.
Es el mayor río del África y en longitud el segundo del mundo, después del Amazonas. Pero es definitivamente el mayor del mundo en preeminencia cultural e histórica. Diez países ven el fluir de sus reflejos, y finalmente el Mediterráneo hace de estuario sagrado para sus aguas religiosas. Cruza todo el desierto y al final de su curso, en el Delta, riega un vergel en que los árboles de dátiles y palmeros prosperan con toda lozanía. Fertiliza un punto verde ubicado en medio de la arena del Sahara y es una de las mayores explicaciones —si no la mayor— para lo que fuera el florecimiento de la civilización del Antiguo Egipto. La mayoría de las ciudades que hay en las proximidades de Egipto se hallan en las cercanías del valle de este río, debido precisamente a que sin sus aguas la vida en tales urbes habría sido y aún hoy sería imposible.
Un crucero esperando en Luxor
Después de un largo viaje de unas 9 o 10 horas matadoras en las que solo se veía desierto por todas partes, el bus llegó a la ciudad egipcia de Luxor, bien hacia el sur del país. Una vez en Luxor, nos recogieron unas furgonetas que nos condujeron a un puerto en el que había varios barcos, unos quince, detenidos todos ellos uno al lado del otro. A nosotros nos tocaba abordar el tercero. Y era un bonito crucero, no lujosísimo, pero sí bien montado y decorado en sus interiores con un muy buen gusto. Tenía un cierto toque antiguo, como el de los transatlánticos de comienzos del siglo XX: los camarotes estaban decorados con cortinas de un material parecido al terciopelo y con flecos que caían de ellas, las paredes estaban empapeladas y en una de ellas había un cuadro muy agraciado. Había puestas una mesita, dos sillas, una televisión, dos mesas de noche con sus respectivas lámparas y dos camas. El baño tenía una pequeña tina. Si uno abría la ventana, podía ser testigo de una de las vistas más maravillosas: las aguas del Nilo corriendo por debajo del bajel y por debajo de uno mismo, como una corriente que se deslizaba incesante e interminable, y al fondo la orilla, con palmeros o con arena, con montes amarillentos o rojizos o con pampas de un nunca acabar. De rato en rato, se veían en la orilla lejana campesinos cuyas manos alegres saludaban a los turistas de los barcos que, a varios metros de ellos, los miraban con curiosidad y arrebato.
Desde que el barco zarpó y hasta que llegó a su punto final, las vistas que ofrecía el paisaje maravillaban al turista. La brisa, el sol, los palmeros colmados de dátiles, los campesinos y agricultores que trabajaban la tierra en las riberas, las casitas humildes que se alzaban como monumentos al esfuerzo y la dicha, el cielo invernal de un celeste claro y limpio, las olas que rompían contra el barco… Se veía un horizonte infinito y como un camino azul de aguas puras jamás tocadas por el hombre.
El crepúsculo, al caer el manto negro de la noche, se hacía desde mi barco como una presencia en la bóveda astral. Miles de estrellas en el firmamento. Decenas de hogueras o fogatitas en las riberas, con el humo que iba al cielo en un ritmo ascensional. Mientras cenábamos en el comedor, se podían ver, a través de las ventanas del barco, los fulgores de las lejanas casitas de los agricultores de las riberas del río. Platicábamos entre chinos, ucranianos, mexicanos, brasileños, indios, argentinos y bolivianos sobre la majestuosidad del alma humana al sentirse ésta navegando sobre las aguas más sagradas e importantes de la historia universal.
Asuán, como un vergel
Asuán es como un vergel, por lo menos yo lo vi así, como un verdadero oasis. En sus riberas había decenas y decenas de barcos a vela que navegaban tranquilamente y con el viento a su favor. Solo el mejor de los valles americanos se le podría comparar en belleza. Su aire rural y campestre hace de la urbe un lugar tranquilo y sosegado, apto para el reposo y la contemplación. Sus canteras de piedra sienita, esa piedra que sirviera para construir monumentos y hasta las mismas pirámides, han perdido la atención de todos, pero Asuán aún cautiva por su cualidad de jardín vivo.
Sonaba la música extraña de los islámicos cuando la hora del rezo y, a medida que levantaba la vista, se veían las torres de las mezquitas como filas de agujas que desgarran el cielo.
Nubia, el pueblo de los colores
En la antigüedad fue un reino autónomo, ajeno a las ordenanzas y disposiciones del Antiguo Egipto, aunque sí receptor de sus influencias y cultura. Los nubios son como una raza independiente, como una nación dentro de la nación egipcio-árabe. Son celosos de sus costumbres, de su vestimenta y de sus modos de vida. Sus mismas características fisonómicas los distinguen de cualquier otro egipcio.
Llegamos a Nubia, aquel pueblito particular y misterioso, alrededor de las 16.00 del último día en que habíamos navegado a bordo del crucero que había surcado gran parte del Nilo. Antes de ello, subimos a una lancha en la ciudad de Asuán, para que nos llevara hasta Nubia. El viaje en la lancha duró una hora más o menos. A medida que viajábamos, podíamos ser testigos del cambio de la fisonomía del Nilo, que presentaba ahora, a diferencia de las anchas partes que mostraba en partes como El Cairo, cuellos estrechos en los que con dificultad pasaban a un mismo tiempo dos embarcaciones pequeñas. Además, había formaciones rocosas que se interponían, como islas que obstruían el paso a los pequeños barcos. Encima de esas piedras grises se paraban avecillas y al fondo había plantas muy lozanas y vigorosas. Plantas y flores desconocidas para los latinoamericanos adornaban ese paisaje diurno que cautivaba a todos, incluso a los mismos lugareños y a quien conducía la embarcación. Un sol muriente acompañaba a los navegantes.
Atracamos en un puertecito pequeño, como el de un pueblo pequeño. Habíamos llegado a Nubia. Pintoresca por los colores que hay en tenderetes y ferias, dinámica por los camellos que corren de un lado a otro sin sus dueños y por los automóviles que se mueven desordenados y sin la menor precaución de sus conductores, Nubia atrae desde el primer momento. Es como si no se estuviera en Egipto, sino en una ciudad extravagante de algún otro lugar del África.
La tarde caía con toda su solemnidad de crepúsculo de Medio Oriente y teníamos que cenar. En una de las callecitas de tierra de Nubia hallamos un lugar donde se servían algo así como perros calientes, solo que con una carne de dudosa procedencia. También había una comida tradicional de esos lugares: el shawarma. Mientras comíamos en mitad de la calle, de esa vía de tierra, pasaban desfiladeros de automóviles y camellos. Los camellos iban como locos, corriendo y asustados por los autos; los coches iban como si no tuvieran piloto dentro de ellos, desafiando cualquier regla elemental de orden de tránsito.
Esa tarde estuvo marcada por los colores. Todas las tienditas estaban saturadas de un cromatismo extraordinario. Eran puestos en los que se ofrecían artesanías de todo tipo, desde recuerditos de las pirámides y estatuillas de las principales esculturas egipcias hasta telares y textiles inmensos hechos por las manos de los mismos lugareños.
Ya eran algo así como las 19.00 y las lanchas que nos llevarían de regreso al barco, a ése nuestro glorioso crucero, no llegaban y no sabíamos qué hacer. Arribaron finalmente a las 19.30 y nos subimos a ellas. El viaje duró más de una hora porque ahora, por ser ya de noche, había que tener más precaución para esquivar las rocas e ir derecho cuando se pasaba por lugares estrechos. Llegamos a las 21.00 al lugar del barco para recoger nuestras maletas y pertenencias y subir a un bus que, desde Asuán, nos llevaría nuevamente a la capital de Egipto, a la Victoriosa, a la Fuerte: El Cairo.
En la travesía sureña por el río uno se lleva algo que no puede recoger ni estando horas de horas parado en los puentes que atraviesan la ciudad capital. Porque en El Cairo, el Nilo tiene ya una energía vibrante y moderna de la ciudad cosmopolita, mas en sus partes del sur conserva todavía su mística bíblica e histórica que lo hace el río más encantador y fascinante de todos los que riegan las tierras de este mundo.