Oscar Niemeyer: Tras las huellas del Maestro
Ernesto Urzagasti, director de la Bienal de Arquitectura de Santa Cruz, recorre la obra del genio.
Oscar Niemeyer (15 de diciembre de 1907 – 5 de diciembre de 2012) fue un célebre arquitecto brasileño, carioca de corazón, que vivió gran parte de su vida en su natal Rio de Janeiro. Tenía su apacible estudio en un pequeño edificio ubicado sobre la avenida Atlántica, en plena playa de Copacabana. Por los alrededores se veía siempre al genio, tomando un café y fumando su inseparable habano, mientras contemplaba ese idílico paisaje carioca, donde las curvas de las verdes montañas se fusionan poéticamente con el mar.
Niemeyer fue parte de una generación de arquitectos que pertenecieron al último gran movimiento de la arquitectura, conocido como la modernidad, que tuvo varios matices dentro del mismo racionalismo, pasando por el organicismo de Frank Lloyd Whrigt, y cuya cúspide o clímax se corona en el International Style que gobernó en casi todos los rincones del planeta, pasada la década de los años 1950.
En Latinoamérica existieron matices con acento propio de la mano de grandes maestros como Villanueva en Venezuela, Barragán en México, Testa en Argentina, Salmona en Colombia, Bo Bardi en Brasil, por citar algunos nombres. La arquitectura moderna latinoamericana siguió entonces su propio camino, usando como materia prima el hormigón armado, pero experimentando con formas y espacios que se adaptaron a las particularidades de nuestro continente. El maestro Niemeyer fue, quizás, único en su concepción de los espacios y célebre por su militante apego a la línea curva que estuvo presente en toda su obra, de raíces racionalistas, pero muy difícil de encasillar en algún estilo, y es que Niemeyer fue siempre Niemeyer.
El maestro vivió, finalmente, hasta los 104 años en tierra carioca y mantuvo hasta sus últimos días una lucidez increíble para seguir creando proyectos, muchos de los cuales todavía están en proceso de conclusión alrededor del mundo. Niemeyer fue uno de los más importantes e influyentes maestros arquitectos del siglo XX, logrando trascender el cambio de siglo y dejando su huella marcada en los albores del naciente siglo XXI.
Al visitar a Ciudade Maravilhosa de Rio de Janeiro es imprescindible seguir las huellas de Niemeyer en el ámbito donde pasó gran parte de su vida. Conocer su estudio, su vivienda, la célebre Casa das Canoas o recorrer el mítico Sambódromo —entre otras de sus obras— es algo inevitable y, en el caso de los arquitectos, es un recorrido casi devocional que sí o sí se debe hacer. Sin embargo, una de sus obras más icónicas y mundialmente conocidas, el Museo de Arte Contemporáneo (MAC), se halla en la ciudad de Niteroi, municipio que se sitúa en frente de Rio de Janeiro, en la otra banda de la bahía de Guanabara.
Para llegar a Niteroi se pueden tomar dos opciones de transporte: una es por Ferry, saliendo desde la plaza XV de Noviembre, y otra opción es tomando un bus que cruza la bahía a través de un faraónico puente de 14 kilómetros que une ambas bandas. Nosotros tomamos la opción más novedosa, que es el Ferry, en una cómoda travesía que no toma más de 20 minutos.
Al llegar, Niteroi te sorprende porque es una ciudad con vida propia, con una población de casi medio millón de habitantes, hace alarde de su calidad de vida, óptima movilidad urbana, elegantes barrios y maravillosas vistas hacia Rio de Janeiro que se aprecian desde sus cálidas y menos bulliciosas playas. Niteroi es, además, después de Brasilia, la segunda ciudad que alberga la mayor cantidad de obras del Maestro Niemeyer, ubicadas todas sobre el célebre Camino Niemeyer, una serie de edificios destinados a la cultura, el ocio y el turismo que se convierten en la tarjeta de presentación de esta ciudad. De todo ese conjunto de edificaciones, destaca, sin lugar a dudas, el célebre Museo de Arte Contemporáneo (MAC).
Emplazado en un privilegiado predio y al borde de un pintoresco acantilado rodeado del mar, el MAC ofrece vistas únicas de la bahía de Guanabara, y celebra al Genius Loci del lugar. Niemeyer definía su obra como “el museo que surge como una flor en la roca que lo sostiene”.
Se trata de una proeza formal en hormigón armado que hace alarde de su forma circular y que parece flotar sobre el acantilado. Sobre la concepción de su obra, Niemeyer explicaba: “La vista hacia el mar era bellísima y había que aprovecharla. Suspendí el edificio y bajo él, el panorama se extendió todavía más rico. Definí, entonces, el perfil del museo. Una línea que nace desde el suelo y sin interrupción crece y se despliega, sensual, hasta la cobertura. La forma del edificio, que siempre imaginé circular, se fijó y en su interior me detuve apasionado. Alrededor del museo creé una galería abierta hacia el mar, repitiéndola en el segundo pavimento, como un entrepiso inclinado sobre el gran salón de exposiciones”.
El efecto que buscaba Niemeyer es simple y contundente: cuando llegas a la explanada de ingreso te impacta la forma de aquel elemento, que insinúa flotar sobre un espejo de agua que hace aún más dramático el efecto. Una rampa sensual y sinuosa, como todas las obras de Niemeyer, te lleva sin darte cuenta al acceso principal del edificio en el primer nivel.
Si se analiza desde el punto de vista constructivo, no deja de ser toda una proeza tectónica esta suerte de plato volador de 50 metros de diámetro y casi 2.000 metros cuadrados de superficie que se sustentan sobre un apoyo central cilíndrico de 9 metros de diámetro. La compleja estructura está diseñada para soportar fuertes vientos, dada su colindancia directa con el mar. Su estructura interna se trenza con vigas radiales en concreto pretensado, lo que te permite tener espacios internos sin columnas de apoyo visibles, con un espacio central destacado de más de 450 metros cuadrados en su sala principal de exposiciones.
Funcionalmente se organiza sobre un programa sencillo, con salas de exhibición en dos niveles, boletería, lobby y administración. En el subsuelo se halla un pequeño auditorio y un café bistró en que se atiende a los visitantes. En la planta baja hay un gran solado exterior que se presta como mirador hacia la bahía y como espacio libre para la realización de actividades culturales.
Los espacios interiores son míticos, con una rigurosidad prístina. Se puede llegar a comprender un espacio-lienzo que se salpica con obras de arte y se enmarca en los ventanales con vista hacia el Pan de Azúcar y el Cristo del Corcovado.
Al caminar por sus recorridos percibimos que la gran mayoría de los visitantes era estudiantes de Arquitectura o arquitectos, y el que no lo era, lo menos que hacía era sentarse en algún recoveco o escalón y deleitarse con las vistas que ofrece desde sus ventanales perimetrales, quizás ese es el principal atractivo del edificio, su incuestionable comunión con el sitio y el entorno, más que ser un referente para las obras de arte contemporáneo que allí se exponen.
Es una de las obras más destacadas de Niemeyer, dada la calidad de sus espacios y la innegable fusión espacio–lugar que ofrece ese recorrido panorámico de 360 grados hacia la bahía. Luego del éxtasis espacial que me produjo el conocer y caminar el museo, me queda ratificada la certeza de que el Maestro Niemeyer fue uno de los más grandes arquitectos del siglo XX.