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Artesanos de la calle La Paz

Mis hijos han nacido sobre la lata”, murmura Berna Quispe de Cruz sentada en un rinconcito cerca de la puerta, rodeada de máscaras, sombreros y matracas que brillan metálicas en la mañana dominguera. “Tengo 75 años”, sostiene muy seria. “No, mamá, tienes 79”, le corrige su hija Eimmy Cruz (50). “¿Ah, sí?—responde Berna— Pues no te creo”. Suenan las risas. Estas charlas entre padres e hijos son comunes en la calle La Paz de la ciudad de Oruro, donde se congregan los artesanos que visten cada año el Carnaval. Más de la mitad de los puestos están atendidos por una segunda generación de artesanos.

Es el caso de Eimmy Cruz, que acaba de recibir un sombrero para reparar. Ella y sus hermanos ayudan a su papá, don Benito Cruz, que bautizó a su centro artesanal con el nombre de su esposa: Berna. “Mi papá ha empezado a los 18, cuando tenía dos años de casado. Él tiene la profesión de mecánico, y por azares de la vida llegó a su taller un señor que tenía unos cascos de bronce y le pidió que los reparara, ya que trabajaba con metales y había que calentar la pieza para que sea maleable.

Así empezó: arreglando y creando los cascos y teminó pintando caretas. No tuvo ningún maestro. Ahora tiene 82 años y sigue trabajando”, cuenta Eimmy.

Seres mitológicos pueblan los estantes del taller: matracas con el inspector de la Ferrari Ghezzi de hojalata hacen fila en una esquina junto a los tradicionales tonelitos. “Nuestra especialidad son las máscaras y los accesorios. Aquí todo lo que usted sueña se puede hacer realidad. Mi papá aprendió a sacar el molde y a hacer todo en serie. Para este Carnaval estamos trabajando con la Morenada Central, con un bloque de achachis, les estamos haciendo los cetros y las caretas”.

Las caretas de morenada se hacen de dos en dos y entre dos personas: mientras una va formando la pieza, otra la va montando o soldando y así se van intercalando los distintos pasos del proceso. La familia trabaja además con herramientas que ha creado. “Tardamos tres días en las dos máscaras. Trabajamos con hojalata y latón”, dice Eimmy. “Vamos creando nuevas piezas según las leyendas de Oruro. Por ejemplo, esta máscara plateada es un homenaje a la platería que antes se usaba. También hicimos una réplica del cuero afelpado; la idea es que se recuperen los elementos del Carnaval tradicional”.

Berna escucha atentamente a su hija mientras ella examina los detalles de una pieza que deben reparar. Eimmy, que también es cosmetóloga, confiesa que se siente orgullosa de acomodar y colocar las barbas de las máscaras de morenada. “Es como tejer, hay que ir acomodando. Antes hacíamos las barbas de pita desatada de diferentes grosores. Ahora se hacen con el pelo de las colas de las vacas. Se va seleccionando por colores —blancos, grises y negros— y los blancos se pueden teñir con unos tintes especiales”.

El toque final es la decoración: para ello estos artesanos se basan en los colores de cada fraternidad: la Ferrari Ghezzi utiliza los colores de Italia, la Comibol recurre al blanco y verde, y la Morenada Central tiene predilección por el azul y amarillo.

“Todos los hermanos tenemos una profesión aparte, pero para trabajar en el taller ellos hacen a un lado la corbata”. Una hermana pintora, otro economista y otro médico… todos comparten esta pasión.

Bordar las tradiciones

Lo mismo pasó con Mario Yave Fuentes (60 años), del taller de bordados El Folklore: agarró la aguja desde pequeño como herencia de sus padres y hoy es uno de los exponentes del bordado orureño. En su espacio, una hilera de maniquíes lucen sus creaciones, pues él domina la elaboración de los trajes de las 18 especialidades.

“Desde mi niñez trabajo, es la segunda generación. Ahora estoy trabajando con morenos y diablada para el Carnaval”.

La mitología orureña se ve reflejada en su obra poblada de hormigas, sapos y serpientes. “El Carnaval es patrimonio, no podemos dejar que estas cosas se estén perdiendo. Hay que darle realce”.

El trabajo de los bordadores hoy es muy distinto, pues los materiales han cambiado: la pedrería y las perlas son más económicas, pero de plástico. Pese a eso, Mario se da formas para que el trabajo se vea elegante, con policromía y brillo. “En telas, mayormente trabajamos con el terciopelo, el tercipelo licra y la tela fantasía, que está muy de moda”. Eso sí, no deja el bastidor y las enseñanzas de sus padres.

Para mostrar el detalle de su trabajo, extiende una capa de Lucifer, que gracias a la experiencia le toma dos días de elaboración. La pieza, profusamente bordada, tiene un costo de 5.000 bolivianos. “Para este año estamos trabajando para la Diablada Ferroviaria, haciendo pollerines, pecheras y pañoletas centrales. No trabajo solo, me acompañan mi esposa y mis hijos. Son profesionales, pero les gusta este arte. Estoy orgulloso de ser bordador”.

Mario vende también los trajes de Caporal a 1.500 bolivianos, con todo incluido: blusa, botas, chicotillo, faja y pantalón. Claro, es el precio por bloque, pues si es individual cuesta más.

Hijo de bordador también es Pablo Pánfilo Mamani, de 48 años. Frente a su mesa está su inspiración: un retrato del Papa Juan Pablo II, fotos de cuando estaba en los Colorados de Bolivia, un póster de Boca Juniors y peluches varios. “Yo he estudiado, pero más me ha atraído la sangre. Mi papá, que en paz descanse, don Max Mamani, me heredó mi profesión”.

Pablo se especializa en hacer trajes de diablada, caporales y tinku, aunque también borda estandartes de fiesta (guion) y estandartes patrióticos (institucionales).

Los primeros los vende en 450 bolivianos y los segundos en 550. También crea mantos para vestir imágenes religiosas.

“Cuando era niño, todo se importaba de Checoslovaquia, de Bolivia solo se usaba el saquillo para estirar en el bastidor. Ahora todo viene de Brasil, China y Corea; las perlas vienen encadenadas y las piedras no son originales. Extraño todo eso. Por eso todavía tengo el traje de mi papito, es pesado. Él ha bailado morenada en la zona Norte. Yo le esperaba con comidita y refresquito cuando terminaba. De los ocho hermanos, tres nos dedicamos a esto. Uno ha muerto en Argentina”, lamenta.

Es domingo, pero sigue trabajando para que el trabajo no se le acumule. “Cuando tengo harta demanda le doy a mis sobrinos o a otra gente. Yo me agarro a mi capacidad nomás. Yo siempre cumplo, es feo hacerte reñir, no me quiero amanecer”. Por eso Pablo y el resto de los artesanos tratarán de entregar sus trabajos hasta el Jueves de Comadres. Y de ahí, sus creaciones cumplirán la función para la que han sido creadas: brillar.