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Sorata, las entrañas de la caverna

Pintábase de un vivo verde el paisaje a medida que el coche avanzaba, levantando grandes nubes de polvo por detrás, y los peñascos, áridos y duros en las crestas, daban imponencia y esplendor al panorama. Abajo, muchos metros más abajo, sonaba el bramido producido por las aguas impetuosas del río San Cristóbal.

Los paisajes vallunos de Sorata —capital de la provincia Larecaja, a 150 km de la ciudad de La Paz— contrastaban en gran medida con los contrafuertes graníticos de los Andes.  Todos los tonos de tierra se matizaban ante nuestra vista: el camino era rojizo, la quebrada plomiza y los montes del frente se coloreaban de un gris oscuro. El cielo presentábase ceniciento, las nubes opacaban el horizonte y el aire diáfano, limpiado por las lluvias, estaba tan húmedo como las corolas de las plantas, las cuales en sus extremos ostentaban el rocío de la madrugada.

Abordamos el coche en la plaza principal de Sorata a las 10.20. Subimos en el vehículo y éste comenzó a deslizarse por las empinadas y retorcidas callejuelas del valle en el que estábamos. Habiendo salvado la calle en que se encuentran vendedoras de frutas por doquier y el mercado popular, llegamos a la carretera de tierra que conecta la ciudad de Emeterio Villamil de Rada con otras comarcas y cantones no muy alejados. Una vez en ella, el coche tomó gran velocidad y comenzó a recorrer el camino de una tierra mojada, pero que ya estaba secándose con los rayos de un sol que caía son toda su fuerza.

En todo el trayecto se veían personas extranjeras, con las cabelleras rubias, las frentes humedecidas por el sudor y las mejillas chaposas por la temperatura del ambiente, caminando entusiastas hacia la gruta. A cada instante había algo pintoresco y, por tanto, algo que fotografiar. Un colibrí, un árbol frondoso, las ruinas de una antigua casa de finca, una ovejita propagando sus balidos, una montaña forrada de verde intenso, los sembríos de un maizal fecundo, la contemplación penetrante de un gato montés, la caída precipitada de una cascadita situada en la curva del camino, la mirada de una zagala atractiva; cada cinco metros se podía ver algo que maravillaba.

Como un antro de nácar de la mitología griega, la cueva se presentaba magnífica e intimidante; pero a la vez incitaba a entrar en ella: llamaba y convidaba.

Las piedras filosas y cortantes son como una invitación categórica. Los murciélagos que hay dentro, los que quedan todavía, otorgan a la cueva innumerables leyendas y, además, son un atractivo para el zoólogo y el medioambientalista. La cueva está en un lugar que se llama San Pedro, y la entrada es como si realmente fueran esas las puertas a un reino de otra dimensión.

A las 11.00, después de haber salvado los 6 km de distancia, se aparcó el vehículo en la entrada y se nos dio una hora para ir, entrar y volver. Bajamos de él y comenzamos a subir una montañita de tierra rojiza que conducía a una meseta en que, anunciada por un arco de cemento, se hallaba la puerta al complejo turístico. En ese arco había pintado un anuncio que daba detalles de la altitud del lugar, la fauna y algunas especificaciones en geología y, principalmente, espeleología.

En ese informe se decía que hay más de 100 tipos de murciélago en todo el mundo, y que en esa gran caverna solo habitan unas cuantas variedades que no ingieren sangre —ni animal ni humana— para vivir, sino solamente néctar y pulpa de algunos frutos silvestres que prosperan en los lugares circundantes.

La entrada al antro rocoso era parecida a la boca de un anfibio gigantesco. Es como si para entrar uno tuviera que descender varios metros cual si estuviese en la veta de una mina del occidente americano. ¿Cómo hizo la naturaleza tal formación de rocas? Al igual que en las más profundas vetas de las minas, la temperatura ahí dentro era primero tibia, luego caliente y al final, sofocante. La humedad se insinuaba en gotas que caían de las rocas más altas. Ya no se veía nada y nos tuvimos que ayudar con nuestras linternas.

Una caverna umbrosa

Se dice que antes, hace algunos años, la experiencia era más tétrica y, por lo mismo, más apasionante. La adrenalina de los exploradores se liberaba al entrar en una cueva en que la única luz que podían tener sus ojos era la de la llama de una antorcha de kerosén. Ahora, hay faroles de luz artificial que alumbran el sendero y dan pauta segura al caminante.

Las paredes internas eran húmedas. Cada forma lapídea presentaba una particularidad que la hacía distinta de las demás. Además, cada piedra exhibía diferentes colores —como plomos y negros—, como si éstos definieran las particularidades de la tierra. Los estratos rocosos mostraban una secuencia de sedimentación muy variada, y la superposición de los estratos, por consecuencia, no se podía reconocer con facilidad. Las capas se pintaban con tonalidades distintas: unas eran cafés, otras, negras, y algunas incluso azuladas. Algunos tipos de piedra se fragmentaban con facilidad, mientras que otros no se quebraban ni con varios golpes.

Varios mitos encendió el lugar en la mente de los lugareños. Se dice, por ejemplo, que la laguna que hay al fondo del socavón gigante se conecta con el lago sagrado de los incas, con Mapiri, Yungas e incluso con Cuzco.

Cuando ingresamos, vimos a nuestro lado pasar un par de personas que, seguramente, iban con fines investigativos, pues sostenían cámaras de alta resolución, libretas y una grabadora que captaba el sonido de los murciélagos.

Comenzamos a caminar rápido, pero luego bajamos el ritmo, ya que los guijos del suelo estaban como envueltos en una capa de musgo que hacía que se volvieran piedras resbaladizas. Mis ansias de captar el panorama con ojos de mera recreación se fueron y más bien fui adquiriendo criterios de observación científica: me puse a fotografiar los detalles y a analizar las piedras con que nos topábamos a cada paso.

Como un espejo reluciente de aguas verdeazuladas, al fondo se dibujaba el lago del que se ha dicho mucho y que ha despertado la imaginación de los lugareños. Era un agua limpia y translúcida. La temperatura era estándar: ni fría ni caliente. Unos botecitos había en la orilla en los que algunas familias navegaban. La laguna no debió tener más de tres metros de profundidad en su parte más honda.

Continuamos penetrando en el interior. Se veían rocas tan extrañas que parecían esculturas hechas por una mano humana. Los colores también eran impresionantes y confusos. La caminata, a pesar de ser exhaustiva, no era dificultosa debido a que el camino está flanqueado por escaleras de hierro. Hay gradas y senderos artificiales. Se estima que esta gran abertura de la roca se formó en el periodo Paleozoico, hace centenares de millones de años.

El fin del recorrido

Faltaban ya solo unos 30 metros de recorrido para terminar el trayecto y decidimos seguir caminando hasta tocar el final. La cueva se hacía a cada paso más estrecha y más abrupta; la luz de los faroles ya no llegaba allí; no había gradas, ni escaleras, ni el sendero artificial que había en los otros lugares más próximos a la entrada; había que andar a veces agachado y otras, con el cuerpo de perfil. Teníamos que avanzar a tientas y palpando las paredes para no chocar con alguna piedra inadvertida. Tras unos resbalones, y de uno que otro tropezón, pudimos distinguir el final. El término de la gruta de San Pedro es como la cola de una lagartija en comparación con su cuerpo: delgadísimo.

Al emprender el retorno seguimos tomando fotografías. Cogimos en nuestros bolsillos algunas piedras que presentaban formas y colores extraños y observamos atentamente la conformación de la tierra que teníamos a nuestros pies. Al salir de la caverna, sentíamos de distinta manera el entorno y la naturaleza.