Tesoros municipales Las huellas de un esplendor pasado
En el Museo del Oro de La Paz se resguardan cerca de 10.000 piezas arqueológicas

Conocer a profundidad los detalles en torno a una diadema, un brazalete o una pieza de cerámica prehispánica implica por lo menos dos excavaciones. Aquella en que se la encontró y una segunda, en la que cada experto debe zambullirse en busca de datos para articular la historia de cada objeto, explica Elizabeth Arratia, arqueóloga que forma parte del equipo de académicos que trabaja en los museos municipales de La Paz.
Diferentes repositorios —como las bodegas de museos o las bóvedas del Banco Nacional de Bolivia— han resguardado estos objetos para que logren probar, con su presencia, la habilidad manual de antiguos pobladores de Bolivia. Sin embargo, debido a que la mayoría perteneció a colecciones privadas, que fueron donadas por sus dueños después de años o décadas de su hallazgo, poco es lo que se puede decir con certeza sobre ellas.
Desde hace más de tres décadas, el Museo de Metales Preciosos Precolombinos (calle Jaén 777) —conocido como Museo del Oro, el único especializado en estos materiales— juega un papel vital en el cuidado y estudio de objetos precolombinos de oro, plata y bronce, entre otros.
La fachada colonial de la casa que alberga al museo —que alguna vez perteneció al protomártir Apolinar Jaén— contrasta con la imponente plancha de acero que funciona como puerta a la sala principal. En ella las lentejuelas, pectorales, collares y diademas de oro resaltan con el fondo negro de las paredes. El control de luz y temperatura ambiente es imprescindible para mantener en buen estado las joyas, que en algunos casos tienen hasta cerca de 3.000 años de antigüedad.
Dos de las colecciones más importantes del país —el Tesoro de San Sebastián y el hallazgo de Kalasasaya— se encuentran resguardadas allí.
“El Tesoro de San Sebastián está compuesto por objetos que parecen ser el ajuar funerario de un alto dignatario tiwanakota, encontrado casualmente por la familia Améstegui en 1917, en la colina de San Sebastián, mejor conocida como La Coronilla, en Cochabamba”, detalla Jedú Sagárnaga, estudioso de esta colección.
Del tesoro que la familia cochabambina encontró en el lodo hace más de 100 años se tienen casi 700 piezas en resguardo, todas ellas elaboradas en láminas de oro de 18 quilates.
“Es de gran importancia en la comprensión de la dinámica política y económica que se generó en el interior de la cultura tiwanakota, ya que los objetos parecen haber pertenecido a un personaje de alto rango social que podría haber sido enviado a cumplir roles administrativos, toda vez que los valles interandinos poseían un alto potencial productivo agrícola”.
Seis diademas con un rostro humano tallado en el centro, además de nueve discos, componen la colección conocida como el hallazgo de Kalasasaya. Gregorio Cordero Miranda, en 1970, fue el líder de la excavación que las encontró en Tiwanaku.
Cuatro de ellas —muy parecidas entre sí— cuelgan dispuestas de tal forma que se dejan ver cada ángulo. Tienen gran semejanza con aquella que se descubrió en 1917 en San Sebastián. Todas habrían sido producidas con una suerte de sello duro que permitió crear varias diademas similares, explica Javier A. Méncias Bedoya en el catálogo del museo.
Otro detalle que tienen en común es la presencia de sodalita —piedra semipreciosa—, que representa las pupilas de los ojos.
“Estos detalles marcan el valor o importancia de quienes las hayan usado, ya que son piedras que no se hallan en abundancia en nuestro medio. Pequeñas reservas de esta piedra se han encontrado en Cochabamba, por ejemplo”, detalla Elizabeth Arratia.
Fuera del valor del material en el que están hechas estas piezas, también están aquellas que tienen un gran valor histórico y arqueológico. “Todo aquello que es orgánico implica un hallazgo único, ya que debido a la acidez del suelo es muy poco lo que se ha mantenido”. En La Paz, los textiles así como los ornamentos y restos óseos que se han rescatado pertenecen en su mayoría a lo que se denomina como “desarrollos regionales”, es decir a los vestigios culturales que quedaron durante los primeros años de la época colonial. “En Tiwanaku no se encontró casi nada de tejidos, las piezas más importantes son de las costas peruanas. En el altiplano orureño se han encontrado restos con cierto grado de momificación gracias a que el suelo es más arenoso”.
En cuanto a la cerámica, su importancia recae sobre todo en la iconografía. Gracias a ella se puede determinar con más seguridad a qué cultura pertenece, por ejemplo. Y entre menos común es, más importante la obra; un fragmento puede contener más información nueva que toda una vasija o un sahumador.
El color también es un factor determinante. La mayoría tiene el clásico anaranjado que se asocia con este arte milenario; entonces, cuando aparece un objeto negro, su valor sube radicalmente. “Es difícil para los ceramistas crear cerámica negra sin utilizar tintes o pigmentos modernos, lo que indica que se requiere un nivel más alto de conocimiento y maestría”.
Para determinar cuánto vale un objeto arqueológico es muy importante la información que se tiene de él. Cuando se lo extrae sin cuidado del lugar en el que fue encontrado, conocimiento valioso se pierde. “Todo lo que está a su alrededor nos dice algo y cuando eso desaparece, también disminuye todo lo que la pieza puede contar, por eso es tan importante”.