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Colores para la prosperidad

Para los pobladores de Culpina K, los colores representan la vida y la prosperidad, simbolizan el pago a la Pachamama para que esas tonalidades se reflejen en sus parcelas a través de la vegetación. Por eso las llamas llevan cintas coloridas en sus orejas, para que haya bienestar. “Poco a poco se ha ido olvidando, pero queremos restablecer nuestras tradiciones”, afirma Wenceslao Copa, dueño de casi 120 camélidos, que están a punto de ser protagonistas de la q’illpa, un ritual que consiste en marcar a los animales para hacer el recuento del ganado.

Las llamas son imprescindibles para la existencia de los habitantes del altiplano, ya que no solo sirven de alimento y abrigo, sino que además llevan cargamento en largas jornadas de viaje. Por ejemplo, Bruna Valda —esposa de Wenceslao— cuenta que su familia solía conseguir bloques de sal y los transportaba sobre el lomo de su ganado hasta los valles, donde cambiaba el mineral por maíz y habas. “En 90 días llegábamos a Tarija”.

“Antes no perdíamos ni la lanita. Después de trasquilar a las llamas juntábamos la lana y con eso nos íbamos a Argentina. Por tres kilos de lana nos daban un quintal de harina”. A pesar de que los viajes eran largos y cansadores, era necesario ir al menos una vez. “Nos servía para alimentarnos todo el año”.

Ésa es una muestra de la importancia que tiene el ganado camélido en Colcha K —municipio ubicado a 344 kilómetros de la ciudad de Potosí— y por eso es que las señalan, para reconocerlas con facilidad y evitar problemas con los vecinos.

Según el corregidor Eddy Galo Quisbert, el enfloramiento de llamas es una tradición antigua que estuvo por desaparecer. De hecho, los investigadores Patrice Lecoq y Sergio Fidel, en el artículo Prendas simbólicas de camélidos y ritos agropastorales en el sur de Bolivia —publicado en la revista Textos Antropológicos en 2003— explican que este ritual se lleva a cabo en Puno, Cusco, Arequipa, Ayacucho (Perú), Jujuy (norte de Argentina) y puna de Atacama (Chile), pero que existen pocos datos del sudeste nacional. Por eso “queremos que estas tradiciones ancestrales no queden en el olvido”, recalca el corregidor.

Al ser su principal ingreso económico, los pobladores de los Lípez se dedican todo el año al pastoreo de las llamas, lo que implica protegerlos de las enfermedades, de los fenómenos climáticos y de algunos depredadores. Por ello es importante agradecer a la Pachamama y pedirle que durante todo el año haya buena cosecha. Como parte de esas tradiciones está la q’illpa o enfloramiento del ganado, que tiene el fin de desear prosperidad y fertilidad en estas tierras semidesérticas.

Se lo organiza días antes del Carnaval. Es por ello que algunos vecinos ya lo han hecho, pero la familia de Wenceslao y Bruna ha elegido el último día de febrero, aprovechando una visita del proyecto Pueblos Mágicos de los Lípez —de la fundación Codespa, la minera San Cristóbal y el Consejo Consultivo por el Turismo Rural Comunitario—, que pretende mostrar el potencial turístico de la región.

Cuando está saliendo el sol, los dueños y sus familiares llevan su ganado a un corral que tiene como piso tierra menuda mezclada con bosta. Como se acostumbra en estas regiones, el ritual empieza con el agradecimiento a la Pachamama a través de la wilancha, es decir el sacrificio de una llama. Este acto es importante para ellos, pues Wenceslao observa el corazón del animal para saber si este año habrá buena suerte en la reproducción de animales. “Cuando está mal, sale clarito”, asegura Luis Mamani, yerno de Wenceslao y Bruna. Esta predicción es primordial, tomando en cuenta que el territorio sufre por la carencia de lluvias. Sabedores de que los próximos meses serán buenos, la media jornada culmina cuando todos comen mote cocido con carne de llama.

Vestida con una manta de lana de oveja y un sombrero de ala ancha, Bruna recuerda que la q’illpa era una ceremonia que duraba tres jornadas. En cambio, ahora dura un día y consiste en introducir, en las orejas de las llamas, hebras de lana que tienen al final un racimo de hilos de colores, que aparentan ser pétalos de flores. “Mi abuelita nos decía que cuando nos floreamos, siempre va a salir el pasto”, dice la mujer que se encarga de invitar chicha de maíz, mientras un vecino anima la celebración con un arpa.

En la tarde, Wenceslao, Bruna, sus hijos y yernos atrapan a las llamas. “Es un poco difícil agarrarlas porque hay llamitas chúcaras (ariscas) que no se dejan tocar”, reconoce Luis. A pesar de que están encerrados, los animales evitan ser atrapados por los humanos. “Cuando la llama es más fuerte te arrastra o te tumba al piso”. Al igual que todos, Luis ha aprendido que la mejor manera de sujetar a un camélido es sosteniendo sus orejas. Además, para que no salten la pared de metro y medio, los cabecillas son inmovilizados: se les atan las cuatro patas.

Siempre sosteniendo a la llama de las orejas, uno de los jóvenes hace que ésta se eche en el suelo. En ello, Wenceslao se acerca con un cuchillo pequeño y corta un pedazo del pabellón de la oreja del animal, que después guarda en una chuspa para contabilizar la cantidad de llamas que tiene su corral. Entre el polvo y la música del arpa, una mujer introduce una aguja larga en la oreja del camélido. Al ser la primera vez que siente ese dolor, el animal emite un gemido fuerte.

Cual si fuese un piercing, la mujer ata en la oreja un racimo de hilos de colores, que emulan a los pétalos. “A lo que me cuentan mis suegros, si sangran sus orejas significa que habrá mayor reproducción todo este año”, explica Luis. En este caso, de acuerdo con la creencia, habrá prosperidad, porque la mano de la cosedora se llena del fluido vital del animal.

Esta acción se repite una y otra vez, hasta completar a todas las llamas maduras, que luego de ser enflorecidas agitan sus orejas antes de volver a su rebaño. El objetivo de esta perforación es que los hilos de colores que caigan al suelo sean una especie de pago a la tierra, para que, en retribución, haya plantas que sirvan de alimentos a los camélidos. “Siempre floreamos para que la tierra coma esta flor, para que compre pasto”, indica Bruna. Es por eso que también amarran lana de colores en el lomo del camélido.

Cuando las primeras sombras de la tarde se asientan en el corral de Wenceslao y Bruna, las mujeres bailan con banderas blancas, como una manera de celebrar este acontecimiento, mientras que los cabecillas del ganado son liberados de sus ataduras.

Para que la lana de colores caiga al suelo y, de esa manera, pida pasto a la Pachamama, se retiran los tablones de la puerta. Casi al instante, las llamas salen a toda prisa, mientras una mujer les echa mixtura.

“En esta tradición participamos todos. Aquí está mi hermana, mi hermano, todos estamos aquí para compartir”, afirma Irma Copa, hija de Wenceslao, quien junto a otros familiares empieza a servir carne de llama al horno acompañada por maíz y habas. Los primeros en recibir el alimento son Wenceslao y Bruna, como dueños del rebaño. “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que Dios bendiga esta mesa para que nos sirvamos”, expresa el jefe de la familia antes de que todos comiencen a alimentarse.

“Cuando no tenemos trabajo matamos una llama, la vendemos y con eso tenemos platita para sobrevivir”, dice Bruna, quien durante los demás días amanecerá para acompañar a su querido rebaño.