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Uru Chipayas comparten sus secretos

Ante la aridez del altiplano boliviano es difícil imaginar una tierra que lo sea aún más. Sin embargo, entre arena y sal, se encuentra Chipaya. Sus habitantes —los uru chipayas— tienen una historia más larga que la de aymaras y quechuas, ya que están entre los primeros habitantes de Sudamérica. 

Rodeada por las comunidades aymaras de Oruro, por el salar de Coipasa y territorio arenoso, donde se forman dunas de varios metros de alto, Chipaya está a unos 205 kilómetros de la capital del folklore. También está cerca de la frontera con Chile, destino común de muchos de ellos, cuando deciden migrar. Para evitar que su población deje la comunidad —que está compuesta por cuatro ayllus: Aransaya, Ayparavi, Manasaya y Wistrullani—, hace dos años decidieron apostar su futuro al turismo como una forma de supervivencia.

Uno de los atractivos del asentamiento urbano es una exposición de fotografías tomadas en 1978 por el investigador francés Xavier Bellenger. Las imágenes retratan un poblado con solo construcciones circulares, mujeres con el cabello ordenado en cientos de trenzas delgadas y hombres que aún no visten ningún elemento de la vestimenta moderna.

“Estas fotografías son nuestra historia. Puede parecer que todo sigue igual, pero no es así. Durante mucho tiempo estuvo prohibido dejar que ajenos a la comunidad se queden. En cambio ahora, una profesora aymara se casó con un profesor chipaya y viven juntos, aquí. Ella aprendió nuestro idioma e incluso se ha acostumbrado a nuestra vestimenta”, narra Flora Mamani Felipe, emprendedora y presidenta del Comité para la Promoción del Turismo Comunitario.

El albergue donde ahora pueden instalarse los turistas fue construido ya hace una década. Sin embargo, ellos decidieron dejar de lado el turismo por muchos años.

“Hemos sido tan fuertes. Hemos resistido por cientos de años en esta tierra tan salada, salitrosa, arenosa y fría. Cómo no vamos a compartir nuestras vivencias con otros.

Sin embargo, hemos discutido mucho para decidirlo. Por años han llegado investigadores, cineastas y periodistas que se fueron sin dejarnos nada; lo que nos hizo sentir explotados. Por eso muchos estaban reacios a compartir nuestra cultura”.

Pero Flora estaba decidida. Con la confianza de las autoridades originarias y el apoyo de la Cooperación Italiana se hicieron cursos de capacitación y concientización que tuvieron éxito. Después se identificaron los obstáculos más importantes y se les asignó presupuesto.

Durante mucho tiempo, una sola vez a la semana, un minibús hizo el recorrido desde Oruro hasta Chipaya. Para que más gente pudiera llegar, Flora creó Trans Chipaya, línea que sale de Oruro todos los días a las 15.00 del mercado Abaroa y retorna a Oruro a las 03.00. Se tarda de tres a cuatro horas en llegar.

Luego, los chipayas se reunieron para discutir qué aspectos de su paisaje querían compartir, así como qué elementos culturales y sociales estaban dispuestos a revelar.

Esta apertura llevó a que la población, que ya sabía el valor de su cultura, definiera qué acciones tomaría para mantenerla y cómo la transmitiría a las diferentes generaciones. Por un lado comenzaron a enseñar tanto el peinado tradicional de las mujeres como los aspectos técnicos de su arquitectura, caza, pesca y tejido en las unidades educativas. Después comenzaron a entrenar a los jóvenes como guías de turismo y crearon un museo en el colegio Urus Andino, el cual es también parte del recorrido turístico básico.

En él se puede ver a detalle el interior de un putuko (dormitorio) y el de una wayllicha (cocina). Dentro de ambos el contraste de temperatura es inmediato y la experiencia muestra lo efectivas que son estas edificaciones con base redonda. El espacio reducido está dividido de tal forma que los principales utensilios de la vida cotidiana —cama, ropa y sogas de diferentes usos— tengan un lugar: “El tejido de la ropa es más delicado, más fino y suele hacerlo una mujer, mientras que las sogas que utilizamos para cargar, cazar o pescar las hacemos los hombres”, narra Calixto, uno de los jóvenes que estudian en el colegio, mientras Germán Lázaro, guía y escritor uru, le escucha y corrige.

“Nos hemos dado cuenta de cuán frágil es la tradición oral. Hasta nosotros ha llegado como herencia mucho conocimiento, pero también hemos olvidado otras cosas. Para que no suceda, tanto los profesores como los estudiantes están comenzando a escribir en nuestra lengua”.

Tanto el tejido como los principios básicos de su arquitectura se ven fuera del pueblo, cerca de los sembradíos de quinua del ayllu de Wistrullani. Una buena construcción puede llegar a durar 50 años. Primero se elige un terreno donde crezca algo de pasto, de donde se puedan cortar con azadón tepes o phayas, que son bloques de tierra compactada gracias a las raíces.

La construcción de un putuko y una wayllicha es similar y comienza siempre con un ritual de agradecimiento. Luego se traza un círculo con una medida específica —para que se pueda techar bien— que se realiza con una soga en cuyo extremo hay un hueso que se va clavando al piso, a manera de compás. Luego los tepes se van acomodando en esa forma hasta que los muros están edificados. El techo está hecho de trenzas de thola con relleno de paja si es un putuko, mientras que si es una wayllicha tiene forma de cono y está hecha toda de tepes, con una ventanita para permitir que salga el humo.

“Nuestra técnica perdura, pero el tiempo y la tecnología hacen pequeños cambios. La thola no crece aquí y nuestros vecinos no siempre nos dan permiso para sacarla de sus tierras. Por eso ahora es más fácil comprar madera en Oruro, aunque el techo de los putukos se haga algo más triangular que antes”, explica Germán.

El hilado y tejido de la ropa es una actividad, generalmente femenina, que comienza casi como un juego. Dos se sientan frente a frente y, después de armar el telar, comienzan a lanzarse madejas de lana oscura de oveja o llama. Tres colores predominan en sus tejidos, el café o negro, que está relacionado a la tierra, el blanco que representa la sal y el azul, el agua. El tejido y trenzado es parte clave de sus actividades ya que está en todo, en la manufactura de sogas, en ciertos detalles del tejido y también, en el peinado del cabello de las mujeres.

Tradicionalmente las mujeres se lavaban el cabello con la saponina de la quinua o con una sustancia salada que aparece en la tierra en los meses de época seca. Después dos o cuatro mujeres arreglaban a otra, por turnos. Todas eran hábiles trenzadoras. “Si bien ahora ya no nos trenzamos todo el tiempo, las autoridades deben hacerlo durante toda su gestión. También adornan su cabello con lanas de color rosado, como lo hacían nuestras abuelas”, cuenta Flora.

Las manifestaciones culturales que ofrece Chipaya incluyen además música tradicional, que se interpreta alrededor de una fogata, por la noche, demostraciones de rituales tanto a la Pachamama, al río Lauca o el floreo de ganado. Visitas y demostraciones de las diferentes técnicas de cultivo, tradicional y en arena, además de visitas especiales al salar de Coipasa. Todo lo que puede acomodarse al tiempo e intereses de quienes quieran conocer más sobre esta milenaria cultura se puede hallar en la página web www. turismo.chipaya.org (68295299).

“Lo que queremos es que los visitantes se sientan como un chipaya más. Que experimenten por ellos mismos nuestras vivencias y tal vez que se inspiren a ser valientes como nosotros, que hemos decidido no permitir que el tiempo y el olvido borren nuestra memoria y nuestra identidad”, exclama Flora.