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Fútbol de tapitas

En este exilio cochabambino hoy me recuerdo del entrañable fútbol de tapitas, artesanía-deporte-pasión de mi infancia querida del callejón Jáuregui en aquel Sopocachi intenso, a finales de los 60 del siglo pasado. Llamado también por ilustres jugadores miraflorinos y san pedreños “tapa-gol”, lo cultivamos una década con alucinación y esmero.

Todo empezaba en la búsqueda perturbadora de la foto del nuevo equipo: tenía que tener una dimensión estricta. Al cortar al ras, la cabecita del jugador más parte del tronco debían ingresar exactamente en el círculo marrón del corcho de las tapas de la verde botella de la antigua Cervecería (del hombre de palo, je) Tenía que ser exacta la fotito cortada, en total dos centímetros. Este tipo de fotos salían con exclusividad en la revista Goles, cuyo color sepia vinotinto proveía una expresión y textura inolvidables. Pasaron los años y se impuso el blanco y negro punzante de El Gráfico. El problema era tener las revistas, caras para la época. Entonces le charlábamos a don Pedro, quien nos fiaba las revistas. Le pagábamos restándole salteñas al recreo o dando mis primeras lecciones de guitarra a su hijito, el Cruz, que no le achuntaba a una cuerda, pero en la cancha era un 9 de garra, al estilo de los de antes: acarreaba toda la defensa en su joroba de búfalo fibroso.

Vuelvo. A veces la fotito traía los nombres de los jugadores en pie de página. A veces no. Entonces arremetíamos a escribir los nombrecitos en la Westinghouse de mi padre donde se había redactado el borrador de la reforma agraria del ‘53. Así, recortábamos el apellido para lacrarlo en el pecho. A un costado poníamos el número del jugador extraído de un almanaque sin feriados porque el número rojo lo arruinaba todo.

Con meses de anticipación habíamos ido de cantina en cantina con nuestras bolsitas a pedir la caridad de las tapacoronas de metal color estaño. Eran ésas y no otras.

Sobre todo por la idoneidad del corcho. Juntábamos unas 30 o 40 y felices emprendíamos con la descorchada que tenía que ser realizada con un cuchillo de punta ovalada, el cual hacía palanca en el borde de la tapa. El corcho saltaba preciso, húmedo y eficaz mostrando en su espalda el resto de cola que según yo era el sudor de la espalda de la camiseta. Ya con el corcho afuera, venía la artesanía de papeles de colores, por ejemplo el equipo Boca: el azul bostero de fondo cortado al ras del corcho, la línea amarilla del medio colada con goma líquida de boquita rosada que besaba apasionadamente. El jugador, el nombre y el número eran colados con primor. Para sellar al ídolo comprábamos bolsitas nailon de las más delgaditas, las cortábamos en cuadrados que aplastaban todo el cuerpo, creando en repulgue el moño de atrás.

Entonces introducías suavemente el jugador completo a la tapa corona y se producía un sonido de pozo profundo que aprobaba la exquisitez. El jugador ya estaba listo.

Tratamiento especial tenían los arqueros a los que luego del citado proceso había que crearles un caparazón con otra tapa bocona abierta con alicate, cortada difícilmente con tijera en dos patitas; para que se pare, pues. A veces los mañudos le ponían moneda en vez de corcho y caparazón doble, arquerazos que tapaban la mitad del arco construido con maderitas pulidas y alambre que inflaba la red, esta última erigida de algún mantel. Cuando terminábamos los 23 jugadores del equipo, los metíamos en filita a su pulcro camarín: una caja de cigarrillos Kent. Salían de allí como trotando para jugar en la alfombra. Un buen día mi papá trajo una franela verde al estilo mesa de billar y ahí mismo pintamos con tiza blanca la cancha, los triángulos del córner, el círculo central dibujado por una fuente de plata de la época de embajador. Y a estirarla en la mesa del comedor para iniciar el partido.

El problema mayor era la pelota, que al principio nos la hacía el maestro Enrique desde una bolita mediana de madera; la pulía, pulía hasta lograr una minúscula pelotita perfecta que luego pintábamos de blanco y rombos negros con aplicación de pediatras. Carita salía esa pelota. Entonces empezamos a sacarle perlas originales a un collar de mi madre que custodiaba en sus cajones recónditos. Los miraflorinos trajeron aquello de hacerle una jorobita a la tapa y tirar en altas dando vuelta al jugador. Qué tiros libres aquellos. Los árbitros eran de verdad, solemnes, vestidos de negro, yo hacía de relator diciendo —está llllloviendo en la cancha— y en realidad era mi llanto disimulado el que caía porque no me dejaban ganar y ya eran 10 minutos de descuento. Mejor que el Nintendo era, che, el fútbol de tapitas. Se nota que estoy envejeciendo. Ni modo, cuasimodo.