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Experiencia visceral

La suerte estaba echada para los comensales. Si la cocinera había tenido un mal día, lo más recomendable era no probar la llajua; todo aquel malhumor se traducía en un picante que cortaba el aliento y superaba las propiedades naturales del locoto. Esta idea que vive impregnada en la memoria gustativa de aquellos que por décadas vieron a su abuela o a su madre usar el batán para moler la tradicional salsa supera el mito.

El asunto es tema de comentarios, bromas, recuerdos y nostalgias en una larga mesa ocupada por 15 participantes que sostienen en sus manos su propio minibatán y elaboran su propia llajua para sazonar con ella una de las propuestas gastronómicas de un menú al que Sabor Clandestino ha llamado —con justa razón— De tripas corazón.

Una particular combinación de texturas, sabores y aromas es servida por los chefs del colectivo en la intimidad de su casa, “el corazón de Sabor Clandestino" ubicado en el barrio paceño de Cotahuma; son más de dos horas de un banquete de cinco tiempos. Marco Antonio Quelca, jefe de cocina y líder del proyecto, lo dice con absoluta franqueza: “No todo tiene que gustarles, pero sí deben probarlo”. La sentencia es una invitación “a abrir el estómago y la mente”. Y es que cada bocado es un viaje al patio donde la abuela conservaba el batán, a la cocina de antaño “reservada” únicamente para las mujeres, a los mercados callejeros, a las tradiciones chuk’utas. Pero también es un llamado a la reflexión sobre cómo la urbe y su gente “se comen las áreas verdes”, sobre cómo la modernidad convierte al individuo en un ente que repite sistemáticamente una serie de rutinas, el comer entre ellas, muchas veces sin mayor provecho que la de satisfacer el hambre.

De tripas corazón es el más reciente menú del proyecto Cascándole, que empezó con almuerzos al aire libre y que desde septiembre del año pasado permite a los comensales una singular experiencia en cenas colectivas, aunque muy íntimas, en las que cada uno de los invitados es el protagonista de un performance que exprime sus emociones y sensaciones.

La convocatoria es a las 19.30 en una de las esquinas de la plaza España, desde donde el grupo será trasladado en un típico microbús azul del sindicato Avaroa hasta la cocina/vivienda donde se servirán la comida y las bebidas. La fiesta de sabores empieza allí mismo, sobre cuatro ruedas, cuando se ofrece el primer tiempo del menú. Lo han llamado Ají de lengua y es un guiño al chismerío, al afán por escuchar la plática de otros en el transporte público. Viene servido, como cada plato de fondo, en una vajilla especialmente diseñada en función del concepto: en este caso la loza consiste en unos carnosos labios de donde sale una larga y colorada lengua; sobre ella se propone un trozo de lengua escabechada montada en gel de plátano maduro con chocolate y almendras, además de puré de zanahorias, emulsión de ají gusanito, chips de jengibre, hinojo y piel de mandarina.

Esta entrada es solo una muestra de lo que se viene. Ya en puertas de la vivienda donde se servirá el menú, los anfitriones reciben a los comensales a la usanza andina: con un tradicional ferrocarril, o sea, una bebida espirituosa tras otra para depurar el estrés. Sucumbé afrutado, coca macerada en vodka con lejía y un toque ahumado de k’oa, y un chiltonic (jarabe de chilto con gin, molle, toronjil y anís estrella) abren el apetito y relajan a los visitantes.

Entre memorias y sabores

Ya en la mesa es turno del segundo tiempo. Se llama Visceral y apela a reflexionar sobre la manera en que el consumismo corroe a los seres humanos en la cotidianidad. Por eso se sirve en una vajilla en forma de corazón y se come con las manos, para llegar a lo más profundo de cada uno. La propuesta consiste en k'ispiña de quinua y cañahua con salsa de maíz morado y dados de queso embadurnados en cuatro tipos de pimientas, con un toque de tierra de remolacha y menta.

Cada preparación es una composición. Mientras todo sucede, el tiempo parece haberse detenido, lo que ocurre afuera es una incógnita y ciertamente parece no importar; en aquella mesa, circunstancialmente tan íntima, se conocen historias de vida y hasta germinan amistades. No importa la identidad, todos son llamados y se llaman entre sí “caseritos”.

Al tercer tiempo lo han denominado El nido del ch’iwanku, en honor al ave que solía habitar los valles de la ciudad de La Paz, aquella de plumaje negro y pico anaranjado que hoy se refugia en sitios cada vez más distantes dada la expansión urbana. Charque deshebrado finamente sobre una cama de ají de racacha, puré de camotes, pelo de choclo frito, emulsión de orégano, hojas de verdolaga y un huevo falso componen este platillo que se ha servido en un tronco.

Un trío de bebidas —agua de tomate picante, jarabe de jengibre y jarabe de hierbabuena—, una muselina de trucha rellena de pimientos y espinaca, además de un refrescante hervido de linaza con un toque de ron y una “piedra comestible” desatan luego una explosión de sabores.

De tripas corazón es el cuarto tiempo, el que da nombre al menú. Y fue precisamente para éste que los invitados molieron su propia llajua, en medio de una distendida charla. La salsa es ideal para maridar las tripas de cordero fritas y crocantes montadas en una crema de chuño, chips de papas y ají de fideo.

Muy cerca del final, el servicio da paso a lo dulce. Helado de tumbo con jarabe de huacataya y una falsa tunta —llamada Oro Blanco, pues se considera un alimento heredado de las culturas ancestrales— son el preámbulo del quinto y último tiempo: El qhatu, una representación de las ferias y mercados callejeros, con sus chiwiñas, sus tonos multicolor, la interacción entre comprador y caserita. Semifrío de mora y frutilla, encurtidos de zapallo, remolacha y nabo, puré de mocochinchi y gajos de huacataya, quirquiña y brócoli en almíbar se saborean con un baño de crema de copoazú.

Y para la despedida, primero bombón de api y buñuelo y luego jalea de eucalipto, divertidamente servida en un envase de Mentisán. Esta última es ofrecida en el viaje de retorno al punto de encuentro inicial. Don Fermín, el chofer del microbús, ha esperado pacientemente durante casi tres horas a los comensales y los lleva de regreso a la plaza España.

Compartir este menú de pieza entera —que se mantiene hasta por cuatro meses— fue una experiencia única, toda una aventura, opinan los participantes en el trayecto a Sopocachi. El fin no es lucrativo, las utilidades del servicio son invertidas en sostener al colectivo Sabor Clandestino y en la formación de personas de escasos recursos en talleres gratuitos, donde se les enseña el valor e importancia de una buena nutrición con alimentos de origen al alcance de la mayoría.

Experiencia gastronómica

El colectivo Sabor Clandestino está encabezado por el artista y chef Marco Antonio Quelca, que desde 2016 impulsa la cocina de autor con raíces. Para participar en las actividades —la comida propositiva de los almuerzos Cascándole, las cenas en la Casa de Sabor Clandestino y Somos Calle, degustaciones callejeras— seguir la página de Facebook Sabor Clandestino o escribir al WhatsApp 70548279.