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El papirri en Uruguay

Antes de que me olvide quiero recordarme. En mayo de este año hice un viaje de torbellino a Uruguay. Había conocido al cantautor charrúa Fabián Marquisio en el Festival Internacional de la Cultura de Sucre 2017, lindo nos conversamos, parecía de mi generación aunque era una década más joven, le di varios discos y videos. “Ojalá pueda volver algún día a Montevideo, botija”, le dije abrazándolo en el aeropuerto. Dos años después salió un recital en Buenos Aires, para cruzar el charco escribí a nuestra Embajada en Uruguay y… ¡oh, sorpresa! respondió una funcionaria que me contactó con el Museo de Arte Precolombino (MAPI), espacio cultural amigo de Bolivia que ofreció su auditorio para mi concierto. Sobre este evento, Fabián organizó dos tocadas más.

En un atardecer de viernes de mayo tomé el barco de Puerto Madero a Colonia. Mi ángel del camino, la compatriota migrante Claudia, me llevó hasta  terminal portuaria en un taxi Uber veloz y porteño manejado por un venezolano. El barco parecía un bus rechoncho, las pocas ventanas para ver el Río de la Plata habían sido copadas por bachilleres bulliciosos, llegué en una hora a Colonia. Al salir del buquebus, Fabián me esperaba con su sonrisa sincera y su vagoneta repleta de parlantes y micrófonos, ya era de noche. Pude ver el vendaval de árboles  platanares de Colonia, sus callecitas delicadas con paredes de piedra y candelabros; no había tiempo para hacer turismo, había que probar sonido y tocar frente a una treintena de uruguayos que brindaban con una cerveza deliciosa. Hice una primera parte para el olvido, luego Fabián entró a escena con su fuerza de candombes. Lo tedioso fue esperar hasta las 02.00 para que nos paguen y partir en la vagoneta por tres horas de autopistas hasta Montevideo. El Director del MAPI tuvo la gentileza de reservar y cubrir un hotelito céntrico en la ciudad vieja. Al amanecer me desmayé en la camita, despertando a mediodía asustado, pues había que probar sonido a las 14.00 y tocar a las 17.00. Almorzamos con la coordinadora de eventos del MAPI, Sonia, quien me confesó que un milagro había ocurrido, pues, aparte del aval de la Embajada, había ayudado mucho para abrir el evento en sábado y feriado que su compañero y futuro esposo se acordara claramente de mí y de mi música. Sí, asuntos del más allá.

Era 1975, mi madre luchaba por más de una década contra el cáncer. Su última esperanza era ver al doctor Crottogini, célebre oncólogo uruguayo que le había extirpado un tumor a principios de los años 60. Mi padre, perseguido por el banzerismo, logró concertar la cita angustiosa desde su exilio en Lima; nos encontramos los tres en Montevideo. Durante dos semanas largas mis padres iban al hospital y yo me quedaba solo, con 14 años, en un hostal familiar de un señor que apellidaba Barrón. Para salir del tedio caluroso, la segunda tarde saqué mi guitarrita y empecé a tocar en el patio del hostal; allí apareció el hijo del dueño, José Luis, un bachiller simpático que trajo a todos sus amigos y amigas a escuchar a este casi niño boliviano que terminó dándoles sendos recitales en las tardes de mate del hostal. Se los tocaba Villalobos, chacareras del abuelo, huayños, taquiraris, el último hit de Sui Generis… los jóvenes montevideanos me ovacionaban y luego me llevaban a nadar a la playa de Pocitos, volvíamos eufóricos en la noche a devorar pizzas mientras mis padres ya dormían en la habitación triple. Me enamoré. Fueron dos semanas que se volvieron entrañables, la despedida fue familiar, gracias a estos amigos pude olvidar el triste motivo de la visita: era noviembre, mamá moriría en abril. Pues sí, José Luis era el novio de la autoridad del MAPI.

El asunto es que llegó el concierto, no había mucha esperanza de que vaya público a las 17.00 de un sábado en un Montevideo con feriado, sin embargo el auditorio estaba lleno: unos 100 uruguayos esperaban la performance del Papirri. Sonia estaba feliz, los únicos bolivianos asistentes fueron el Embajador de Bolivia  y su esposa. Varios músicos uruguayos se habían congregado en el evento, Marquisio, siempre solidario, me ayudó con el sonido. El concierto fue inolvidable, leí la crónica de mis padres, pregunté si estaba presente José Luis Barrón, quien salió del público, el abrazo fue sonoro y largo, lloramos en pleno escenario. Terminé el recital con un Bien le cascaremos furibundo, los hermanos uruguayos  me aplaudieron de pie. Luego del concierto nos fuimos con Sonia y José Luis a celebrar el encuentro con una parrillada uruguaya inmemorial. En plena comilona, José Luis me dijo: “Te tengo una sorpresa”. Y apareció un gran músico y amigo que no veía hace 30 años, el compositor uruguayo Rubén Olivera. Fuimos felices los cuatro en esa esquina montevideana. José Luis anunció que la boda era en una semana, brindamos con un vino tinto delicioso, me dejaron en aquel hotelito céntrico a medianoche, la despedida fue sentida.

A media mañana llego Fabián en su vagoneta, se venía el concierto dominguero en Maldonado que quedaba en la entradita de Punta del Este. Esa tarde, Marquisio  me hizo pasear por aquel océano inalcanzable. Entonces, detrás de la bruma, vi a mis padres abrazados en aquella punta de mar, espíritus superiores, habían preparado todo para que este viaje sea tan significativo. En la noche dimos un concierto ejemplar en el Pub El viejo almacén de Maldonado, con público sensible, atento y participativo. Terminamos cantando en coro general Qué tal metal, mientras el mar lamía su espuma nocturna y luminosa.