Icono del sitio La Razón

Más allá del sonido

Cuando me organizaron una fiesta de cumpleaños pedí tres deseos: el primero era conseguir un empleo, el segundo era entrar a la universidad y el tercero era trabajar algún día en un banco. Es algo que yo espero”. En unos segundos, Marco ha ganado la atención del público que llena la Cúpula de Adobe, en el Parque Urbano Central (PUC) de La Paz. Con gestos de su rostro y movimientos ágiles de las manos relata cómo consiguió empleo en una pizzería y cómo aprendió que lo más importante es ser responsable. Esta es una de las narraciones surgidas en el Taller de Creación y Narración de Cuentos, que el lunes 23 de septiembre presentó siete historias contadas por jóvenes con pérdida auditiva.

“Hace tiempo, las personas sordas sufrían mucha discriminación. A veces, los padres nos abandonaban o nos mataban, o los tenían escondidos en sus casas. Hay muchas personas que vivieron escondidas”. Valeria Choque, presidenta de la Asociación de Sordos de La Paz (Asorpaz), describe cómo fue el sufrimiento de esta población y cómo, de a poco, ganó más espacio dentro de la sociedad.

La situación está cambiando. Según Ana María Marconi, intérprete de lengua de señas desde hace 20 años, muchos jóvenes decidieron, como postura política, estudiar para ser maestros y enseñar a los niños sordos para evitar que sean marginados, obligados a hablar o sean reprimidos por emplear la lengua de señas.

“Con mis amigos fuimos a un campamento cerca del Illimani (…). Cerca del final de la tarde llegamos a un lugar donde todo era verde. En la caminata había un compañero que sufría. Decía: ‘No puedo, no puedo. No me quiero quedar aquí’. Cuando abrió su mochila resulta que tenía siete pares de zapatos. ¿Para qué has traído tantos pares? ‘Es culpa de mi mamá, ella ha metido tantos zapatos’”. Cuando Patty relata su experiencia en las montañas, la gente aprueba la historia con una sonrisa.

Hace dos años, Ana María y el narrador de cuentos Martín Céspedes comenzaron a relatar historias para personas sordas. “Él cuenta y yo interpreto —dice Ana María— para generar espacios inclusivos. Pero alguna vez nos dijeron que sería bueno que las personas sordas cuenten sus historias”. Por ello organizaron dos talleres, con el apoyo de Asorpaz y Focuart (Fondo Concursable Municipal de Promoción al Desarrollo, Salvaguarda y Difusión de las Culturas y las Artes), dependiente de la Secretaría Municipal de Culturas.

“En una de mis caminatas vi una plantita muy linda, que tenía frutos rojos. Mi papá me decía que no los comiera porque podría llorar (…). Como soy un poco rebelde y curiosa quité un puñado, todos así de chiquitos. Olía raro pero decidí metérmelos en la boca. ¡Ahhhhh! Estaba súper picante. Empecé a llorar y gritar (…)”. Silvania relata una anécdota que le pasó en su natal Riberalta, donde un maestro suizo enseñó a niños sordos y a sus padres cómo hacerse entender mediante lengua de señas.

Patricia Caero, presidenta de la Federación Boliviana de Sordos (Febos), cuenta que durante mucho tiempo lucharon contra la discriminación y la mala educación, pero desde hace tres años han habido avances, como el Decreto Supremo 0328, que reconoce la lengua de señas como medio de acceso a la comunicación de las personas sordas en Bolivia, y ahora quieren que sea reconocida como un idioma más de la Constitución Política del Estado.

Lizz ama la cultura y la identidad sorda. Está a punto de egresar de la Normal y también ha estudiado artes plásticas para ayudar a que los niños sordos tengan más oportunidades. Dice que le gusta mostrarse en estos escenarios. Por eso es que su relato encandila a los espectadores, a los que no oyen y también a los oyentes. “Me quedé jugando (Mario Bros. en Nintendo) y de repente empecé a sentir un olor raro. Puse pausa para ver qué ocurría. Pensé que era algo de la calle y volví a jugar. En eso empezó a salir humo, mucho humo. De pronto, ¡Pum! Explotó la máquina. Me quedé asustada. Mi papá me iba a reñir. Entonces abrí las ventanas de la casa para que se ventile. Agarré la máquina, la limpié un poquito, empaqueté todo y la guardé debajo de mi cama. Cuando mi papá sacó el Nintendo, estaba negro y quemado.

‘Vas a ver, nunca más te compraré un juego’, me decía. Entonces entendí la lección y se los digo a ustedes: hay que cuidarse, aprender y hacer caso a nuestros padres”.