Icono del sitio La Razón

Para no olvidar: un verso trunco

Supongo que cada uno ve lo que quiere ver. Y en ese tren de razonamiento, que puede ser tan honesto como tendencioso, les cuento mi concierto, lo que vi y viví la noche del 3 de octubre en el Hotel Cochabamba. Mi propia fábula sin moraleja. Mi cuento de Calamaro. De todo ya se decía por estos lados antes de que la gente empiece a vivir su vida a través de unas pulgadas de pantallita. El chisme es un deporte nacional. “¿Dice que un desastre el concierto de Andrés Calamaro?”, me espetaron al día siguiente. Pues no, y déjenme decirles porqué.

No cualquiera puede sostener ese comienzo a todo rock y letras (verdades) afiladas de los primeros cuatro temas: Alta suciedad, Verdades afiladas, Clonazepam y Circo y A los ojos. De ahí que uno desconfíe cuando al día siguiente Calamaro (Buenos Aires, 1961) se disculpa diciendo que estuvo horrible. ¿Cuándo?, ¿entonces, por qué dejamos nuestros carísimos asientos de la última mesa de la sala y nos abrazamos con el Mingo cantando y bailando desde el primer riff?, ¿o era el ron? Nop. En lo que duró aquella aventura —más de una hora de música en directo— no me pude quejar en absoluto. Y dudo que los fans puedan hacerlo. Clásicos poderosos sazonados con canciones clave de Cargar la suerte, el más reciente álbum que es de la gira que lo trajo al país. Y aquellos cortavenas que sangran el alma tanguera y boleresca de El salmón: “Crímenes perfectos” y “Los aviones”, en su mayoría, provenientes de aquel triunvirato —y lustro (1997-2001)— triunfante que constituyen los discos Alta suciedad, Honestidad brutal y El salmón, por otra parte, médula histórica y temática del sonido y la verborrea calamarescos.

Después, los saludos de rigor, y el concierto tomando vuelo, las proyecciones detrás de la banda afinada y potente con guiños a su propia biografía y filiaciones ideológicas y artísticas: seres indómitos del arte, de la política, de la historia que finalmente nutren a un hombre que viene atravesando el puente de dos siglos con relativa fama y fortuna, excesos y altibajos emocionales que claramente cobran vida en sus decenas (ya centenas) de canciones. Y ahí nomás, La parte de adelante, ese divertimento que dosifica dos elementos sustanciales de las letras de Calamaro: malicia y ternura; luego el hit en potencia Tránsito lento; una versión más bailonguera, si cabe, de Loco y la incorrecta Corte de huracán.

Pausa breve, preparen el bajón y las copas rotas para que la banda brille y llore con la emocional Crímenes perfectos; a continuación, una trinidad de —a estas alturas— himnos salmoneros: Mi enfermedad, Flaca y Paloma, cantadas desde el alma y coreadas por (casi) todos los presentes, quienes alternaban su ignorancia por el repertorio menos popular con cánticos futboleros: “Olé, olé, olé, olé, Andréees, Andréeees”, esa onda. Sobre el (inesperado) final, la provocativa FLV (Falso Louis Vutton) donde parecía burlarse del público berreando a propósito la palabra “falsos”, la malherida y noventosa “Algún lugar encontraré” y la pausa abrupta.

Ahí, con la mayoría de la audiencia de pie, entusiasta, bullanguera, creímos hallarnos ante el intermedio de dos partes. La vuelta a escena fue con ovación y nos clavó el puñal por la espalda con la melancólica Los aviones, para luego meterle redoble y entregar la vigorosa Tuyo siempre, en plan más reggae que cumbia, lo cual se agradece. De pronto, la hecatombe, el incomprensible final que tornó la espera en aburrimiento, y la desazón en abucheo.

Durante toda esa carga (y descarga) de suerte y rocanrol nunca encontré a la banda ni a Calamaro fuera de onda ni sorojcheados. Entonces, ¿qué pasó? Un verso trunco, como diría mi amigo, el cantautor mexicano César Gómez Azteka, citando al Che. Una mala noche. Ciertamente un coitus interruptus si hemos de ponernos científicos. Pero de ahí a un desastre o a una estafa hay bastante distancia. El propio artista nos dio una pista en sus posts contradictorios de los días posteriores: “nunca me encontré a gusto”, afirmó. Y creo que desde el momento de la elección del predio y del elevadísimo precio de las entradas ya se podía sospechar que el show que visitaba Cochabamba y el lugar que lo albergó no eran precisamente los ideales para encontrarse.

Por mi parte, como mero espectador de última fila, vi con franca bronca que las mesas, los asientos caros, no se dignaran ni a mirar a la banda que se rompía en escenario. ¿La indiferencia es una enfermedad exclusiva de los jailones o puede afectarnos a todos? Al final, los mozos cabizbajos retiraban copas, botellas y hieleras; las modelos en las puertas, pasillos y antesalas, mostraban los nacarados dientes en una mueca muy parecida a una sonrisa; y Andrés no emergía más del fondo del escenario, mientras la gente indiferente se daba cuenta y salía a la noche de mala gana.

Para no olvidar: lo que arruina al rock es también lo que lo salva, esa energía vital inmediata, profunda, caótica, atolondrada que hace que tipos se caigan del escenario (a veces del éxito y de la vida) y que esos mismos seres (atormentados reales o fingidores profesionales) nos regalen momentos de alta electricidad. Para no olvidar que Calamaro tocó 16 temas, que son una cantidad ínfima para una máquina prolífica que en los últimos 20 años no paró de lanzar álbumes y hits y que, dados sus antecedentes, era mitad de concierto, pero que en esa breve y, no obstante, intensa actuación sonó cañón. Para no olvidar que todo lo que termina, termina mal. De todos los conciertos de artistas que a los que admiro es el que más extrañas sensaciones me dejó al final. Yo me pregunto: ¿Por qué me tuvo que pasar a mí?

Entretelones

Que el artista local que abrió el concierto, Karloz de la Torre y la Banda del Fin del Mundo, gente con una propuesta profesional y seria, aunque no sea masiva, fuera arrinconado a un extremo ínfimo del escenario y no tuvieran acceso ni a los camerinos no puede llamarse otra cosa que maltrato. Y es un capítulo más en la historia de producciones de eventos en nuestro país que dan cabida a músicos locales de una manera condescendiente e improvisada. Soberbios con los nuestros, lacayos con los extranjeros. Para destacar, Karloz, sus canciones y la banda sonaron bien y, aunque parecía que los apuraban, dieron lo suyo ante un público que se seguía acomodando y parecía asistir más una gala social que a un concierto de rock.