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El Maestro de la miniatura retrato

En tiempos de encierro en Oruro, don José Salas no se desprende del lápiz y las hojas de papel porque quiere seguir haciendo lo que siempre le ha gustado: dibujar. En ese instante vienen a su memoria la concentración que le heredó su padre y aquellos años en que era un maestro en el dibujo de miniaturas en las pantallas de los relojes.

La miniatura retrato es un género artístico que surgió en el siglo XVI, aunque en aquellos tiempos se les llamaba “iluminaciones”. Se caracterizaban por ser retratos pequeños que eran fáciles de transportar y, ante todo, de carácter íntimo, explica la historiadora española Begoña Mosquera en la web InvestiArt. “Eran retratos o pequeños cuadros encajados en diversos objetos como medallones, relojes de sobremesa y joyeros”, añade el historiador Miguel Salas, uno de los hijos del artesano José Salas Terrazas.

Piezas. En este muestrario se ven algunas de las pinturas que ha realizado el orureño José Salas en las pantallas de relojes. Fotos: Juan Mejía

“Yo he nacido en la posguerra”, expone don José. Vio el mundo por primera vez el 19 de marzo de 1940, cinco años después de que se firmara el armisticio entre Bolivia y Paraguay por la Guerra del Chaco.

Su familia era grande, pues eran siete hermanos. Por esa razón, para darles más posibilidades de mantenerse en la vida, su padre, Justo Salas, les llevó desde pequeños a su taller de joyería con el fin de que aprendieran a manejar la tenacilla, el cilindro y las demás herramientas.

“Es complicado trabajar con metales preciosos, más que todo porque los clientes son muy exigentes”, rememora.

Con el tiempo —y gracias a su hermana y su cuñado—, José se dedicó a la relojería mecánica, oficio en el que se requerían dos aptitudes: buena vista y pulso firme. Amante del dibujo y con una capacidad innata, a sus 15 años ya se preciaba de ser un experto en el armado y desarmado de relojes. Un día llevaron un reloj que en su pantalla tenía pinturas en miniatura, de poco más de medio centímetro. Pero no eran retratos dinásticos, como se acostumbraba en Europa, sino la imagen de la Virgen de Copacabana en el lado derecho, el escudo nacional a la izquierda y el lago Titicaca en la parte inferior.

Destacan las imágenes religiosas (como la Virgen de Copacabana) y el escudo de Bolivia y de otros países.

Como había una raya en la pantalla, su cuñado retocó los números con mucha paciencia. Al ver esas pequeñas obras, la hermana de José manifestó su admiración. “Tienen ojo de águila y seguro que nunca nadie les va a igualar esa habilidad”. Para José, esas palabras fueron un desafío, ya que desde entonces practicó esta clase de pintura sin que lo supiera nadie, hasta que por fin consiguió una Virgen Morena en la pequeña pantalla de un reloj.

Al tener esa habilidad pensó que podía ganar más dinero si, además de arreglar relojes, también se dedicaba a la creación de miniaturas retrato. Es así como, en muy poco tiempo, llegaron al taller relojes de diversas marcas prestigiosas —como Olma, Ojival o Mulco— que dedicadamente José adornaba con sus pinturas.

En aquellos tiempos tuvo la posibilidad de ingresar en un instituto de arte en Buenos Aires (Argentina), pero había que pagar los pasajes, la estadía y las cuotas, algo que su padre no podía costear, teniendo en cuenta que era complicado mantener a una familia tan grande. Entonces continuó realizando su trabajo autodidacta.

“Estoy hablando en honor a la verdad, nunca he utilizado lentes. Es una habilidad innata que Dios me ha dado”, asegura José sobre sus trabajos. Con la paciencia heredada de su padre, se sentaba a una mesa y, de memoria, podía elaborar las figuras que querían sus clientes, que en su mayoría eran el escudo nacional y la Virgen María.

Cuando cumplió 18 años, el hormigueo de la aventura se apoderó de José, así es que primero se fue a Cochabamba, para trabajar en una importante relojería. Después viajó a Santa Cruz, con el fin de seguir pintando en los relojes. “Me quedaba satisfecho porque cobraba, más o menos, 20 bolivianos por cada reloj, y al día hacía como 10 pedidos”. Ese monto le alcanzaba para vivir tranquilo, pero necesitaba más desafíos.

Recuerdo. La pantalla de un reloj Ogival con pinturas de la diablada.

La juventud y las ganas de seguir aprendiendo le llevaron por varios pueblos y ciudades, tanto del oriente como del occidente. Una de sus paradas fue la ciudad de Potosí, donde pronto hacían fila para ver en directo cómo hacía sus pequeñas obras. Empero, los mineros no solían pedir que les dibujara una Virgen o un santo, sino que querían el perfil de Vladimir Lenin —el principal líder de la revolución rusa de 1917—, además de la bandera tricolor de Bolivia y una roja con la hoz y el martillo del socialismo soviético.

La Paz, Puerto Suárez, Tupiza, Villazón fueron algunas ciudades que conoció en su juventud, además de otras regiones de Brasil, Perú, Argentina y Chile. Viajó tanto, que cuando retornó a su tierra orureña se compró una lámina grande con el mapa del país, con el objetivo de marcar cada lugar que había visitado.

Durante varios años José viajó con su infaltable maletín, en el que guardaba una caja con óleos alemanes, pinceles de diverso grosor, disolventes en pequeñas botellas de vidrio y oro musivo o bisulfuro de estaño, que mezclaba con linaza y disolventes para mejorar sus obras.

Verlo era un espectáculo. Con pantalones vaqueros, una chamarra oscura y un peinado pato de la época, después de acomodarse en la mesa y de recibir el pedido, tardaba menos de 20 minutos en terminar el trabajo. Incluso menos, cuando se trataba de obras que se las sabía de memoria, como la Virgen de Copacabana.

“A veces dicen que soy artista. No me clasifico como tal. Soy artesano, porque el artista hace una creación de su obra y la firma, y nadie debe repetirlo. Mientras que el artesano hace lo que le pide el cliente, puede copiar pero no con firma. Por eso digo que los artesanos trabajamos con las manos sucias pero la conciencia tranquila”.

Algunas piezas junto a una fotografía de cuando José viajaba, con el inseparable maletín, mostrando su arte.

Renuente a la lupa u otro artículo similar, a sus 25 años sintió que la vista perfecta le estaba abandonando, así es que retornó al taller de joyería de su padre. Luego se dedicó a la serigrafía y luego probó suerte con objetos de miniatura, hasta que un artesano joyero le enseñó el repujado, una técnica artesanal que consiste en trabajar planchas de metal, cuero u otros materiales maleables.

“Con ello he logrado mantener a mi familia desde 1970, más o menos”. Ahora, desde su taller El Monolito —el mismo nombre de la joyería de su padre—, ubicado en la calle Cochabamba Nº 560, entre Soria Galvarro y 6 de Octubre, dedica sus días a seguir dibujando y a crear bellas obras, siempre con el escudo nacional y la Virgen de Copacabana, a la que agradece por todo para seguir viviendo con su esposa, Alcira Aguilar.

“Ahora quiero compartir con mis hijos (José, Javier, Rubén y Miguel) porque creo que he cumplido. Si Dios me da un poco más de vida seguiré con lo que sé, que es el repujado”, dice este artesano que, para recordar aquellos tiempos en que pintaba las pantallas de los relojes sin lentes ni lupas, aún mantiene en su taller un cuadro con algunos de sus trabajos que le permitieron recorrer el país y que muestra a todos aquellos amigos que quieren conocer cómo fueron sus inolvidables años juveniles.