Salazar: Necesito libertad plena
Un año después de la censura, Alejandro Salazar —‘Al Azar’— ha vuelto al periódico laRazón. Ha vuelto a pensar por las mañanas y dibujar por las tardes para llegar a la hora de cierre. Ha vuelto para seguir retratando la estupidez humana
Alejandro Salazar ha conocido de cerca la censura y sus intentos. Lleva décadas viendo la cara a esta pasión de inquisidores. La primera vez que la sufrió fue en los lejanos años noventa cuando la hija del dueño del quebrado Banco Boliviano Americano se “molestó” por un dibujo que la retrataba vistiendo pieles de cocodrilo (el dinero desfalcado había terminado en un paraíso fiscal llamado Islas Caimán). Luego llegó la polémica de la Miss Bolivia Gabriela Oviedo (“somos blancos, altos y sabemos inglés”) y la caricatura de un triste Carnaval de Oruro con pasantes desfilando a pesar de los muertos. También una vez recibió una “llamada de atención” de un triste personaje de la embajada estadounidense en La Paz que no entendió una caricatura sobre Obama. Nada se comparó a los dibujos con esvásticas y cañones militares prometiendo paz y reconciliación del golpe del año pasado cuando sus “compañeros” de periódico exigieron el retiro de sus obras. Salazar se autocalifica artísticamente como “anarquista libertario”. Su pequeño estudio/taller/ biblioteca está repleto de pequeñas esculturas, biografías de artistas, libros de historia, cómics, novelas de suspenso, viejos cassettes y CD de rock progresivo, un “Evito” y dos retratos, uno del alemán Alberto Durero y otro de su padre.
—¿Alguna vez algún director o propietario de medio de comunicación te ha dicho qué podías dibujar y qué no podías dibujar?
—No. Una vez Jorge Canelas me dijo: “Puedes dibujar lo que quieras pero no te metas con los curas, todavía tienen poder”. (Nota mental uno del entrevistador: no hay más que mirar qué “numerarios” han ocupado la cartera del Ministerio de Justicia en los últimos años). Me contratan para opinar sobre temas y ejerzo mi derecho a la libertad de expresión. Alguna vez, por las reacciones ante mis dibujos, he llegado a pensar que estaba cruzando la raya pero se me pasaba rápido. Soy consciente de que existen derechos más importantes, así que si un dibujo mío puede causar males mayores, me lo pienso dos veces. Por ejemplo, en la polémica sobre el Carnaval de Oruro, había gente que había perdido un familiar y mi dibujo pudo herir sus sentimientos. El problema es que el dibujo no es un arte tan preciso como la palabra y a veces no puedes controlarlo todo.
—¿Tienes reglas?
—Varias, por lo menos dos: no ofender ni herir a las personas en particular. Y no insultar. Me gusta dibujar y reflexionar sobre situaciones y fenómenos sociales, no sobre personas.
—¿Qué te molestó de la última censura del año pasado por parte de tus propios colegas? ¿Cómo te afectó?
—No me gustó. Los periodistas deberían saber cuál es su trabajo. Todos los medios tienen una óptica política. Nadie es neutral. No es lo mismo trabajar en La Razón, Página Siete o antaño en El Juguete Rabioso. Todos tienen una línea ideológica. Los medios son una expresión del poder. El “Juguete” era para mí irreverente y anarquista. No me imagino un berrinche para cambiar y sacar a Walter Chávez del “Juguete” y poner en su lugar a monseñor Eugenio Scarpellini. No me gustó esa deslealtad, esa mala fe, esa mala leche, esa falta de empatía. Las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas. No todo fue malo. Me reconfortó que mis amigos de siempre me buscaran para saber cómo estaba tras la censura y las amenazas. También he perdido algunos que pensaba que eran amigos y nunca se interesaron.
—¿Cuál es tu relación con el poder?
—Te lo explico con dos imágenes: si tú estás en la calle y ves una viejita que se cae por pisar una cáscara de plátano, tú no te ríes porque es una persona desvalida, como puede serlo un niño, una niña o una mujer embarazada. Pero si el que se saca la mugre es el matón del barrio, el político de turno o el policía, te ríes porque así te estás vengando al hacerlo. Esa es mi relación con el poder. Mis dibujos son esas cáscaras de plátano. El poder siempre queda impune. Vengarme o vengar a la gente es mi objetivo, a veces lo logro, a veces no. Tengo esa sensación aunque soy consciente de que un dibujo de 10 centímetros no tiene gran valor y no puede cambiar el mundo pero a mí me permite seguir viviendo, seguir existiendo como artista y como persona. Y eso ya es mucho.
—¿Cómo trabajas?
—Veo noticias en internet por las mañanas, escucho un poco de radio por las tardes y comienzo a rumiar a media tarde sin un plan previo. Mi cabeza discrimina lo importante y mi mano dirige esos garabatos que a veces terminan en esa idea que he leído o escuchado por la mañana o la
tarde. No tengo un filtro lógico o racional como los periodistas. Al final simplemente el dibujo aparece junto al lenguaje. Si solo tienes habilidad manual y no construyes un lenguaje, no haces arte.
—El racismo, la desigualdad, el poder ya citado y la lucha por los derechos son algunos de los temas que atraviesan tu obra. ¿Por qué brotan estas “fijaciones”?
—De chiquito vivía en Tembladerani, un barrio de obreros, vendedoras y migrantes, como todas las laderas de La Paz. Los de mi zona bajaban al centro a los colegios fiscales. Al lado de uno de ellos estaba el Colegio Alemán, yo estudiaba en el Americano. En aquel entonces, yo les preguntaba a mis amigos del Alemán: “¿Qué tal las chicas en su colegio?” “Bien, lindas, ojos azules”, me decían. “¿Y las del fiscal que estaba pegado?” “Nunca las vemos”, me respondían. Fue la primera vez que percibí el racismo. Para ellos, había un muro. Simplemente ellas no existían y si existían era para ser meseras o empleadas, nunca como futuras parejas, nunca como objeto de deseo. Mi madre es del campo, de Vinto (Cochabamba) y mi abuela era de pollera. En el mundo de hoy en día no existe la igualdad de oportunidades. Como bien dijo Orwell, unos son más iguales que otros. En Bolivia sumamos una particularidad más: los más iguales tienen un color de piel diferente a los menos iguales. Todo está atravesado por el color de piel.
—Hablando de tu vida, tu padre fue maestro de dibujo en colegio fiscal. ¿Cómo heredaste esa pasión?
—Mi padre fue maestro y artista. Se llamaba Eduardo Salazar. Yo soy Alejandro Eduardo. Estudió en la Escuela de Bellas Artes y pintaba paisajes y retratos en la onda de la pintura indigenista. Y daba clases en el Colegio Villamil de la plaza Riosinho. Mi mamá María Rodríguez, que todavía vive en la zona Cristo Rey con sus 90 años, era profesora de Inglés. Todavía recuerdo el olor que tenían los óleos de su taller. Me parecía y me parece magia que de una página en blanco brotaran y nazcan figuras. Ahí comenzó mi gusto por dibujar. Estudié Arquitectura y salí egresado de Diseño aunque no presenté proyecto porque lo que más me satisfacía era dibujar, hacer exposiciones, relacionarme con otros artistas. Mi trabajo ahora es un poco también de psicólogo: retrato la estupidez humana.
—¿Cómo ves la Bolivia de hoy tras el golpe, las matanzas, las urnas y los deseos de reconciliación…?
—Nuestra estructura social es comparable a la tierra, a las placas tectónicas que colisionan y provocan terremotos. Mientras esas placas se mantienen estables, las fallas no se superponen las unas a las otras. Pero cuando hay fracturas, una tiene más poder y libera mucha energía y fuerza. En la sociedad boliviana pasa lo mismo. Hay una parte que pide más derechos, más poder. Y hay otra que se resiste a ceder poder, que no quiere perder sus privilegios. Los privilegios no se donan o se entregan fácilmente, mientras que los derechos se conquistan, se exigen. Hay una estrategia política para detener estos cambios, para frenar esos avances, para reconciliarnos entre comillas.
—¿Qué planes tienes a corto y medio plazo?
—Soy artista, no tengo planes (Nota mental dos del entrevistador: “Al-Azar” está riendo ahora como como es él mismo: tímido, socarrón, sarcástico, burlón, juguetón, con la mirada perdida en el horizonte de su ventana). Dibujo compulsivamente y prefiero ser mi propio patrón. Mi proyecto es seguir existiendo. Estoy armando lienzos para pintar y reproducir figuras en 3D para acabarlas en madera. No tengo ni idea de a dónde voy a llegar con esto. A finales de año presento un nuevo libro que recogerá la obra de mis últimos cinco años, con auspicio de la Fundación Friedrich Ebert.
—Hablando de política, ¿cómo te defines ideológicamente hablando?
—Soy anarquista libertario, como artista. Es la necesidad que siento de tener una libertad plena para hacer mi trabajo. Ya como persona, creo que se necesita un poder, una regulación, unas instituciones, un estado, pero trato de vivir al margen de todo eso, siento que son un mal necesario.
La noche nos alcanza, han pasado tres horas de charla en el pequeño estudio/taller de Salazar en el ático de un viejo edificio de Alto Sopocachi. El artista se sube a una enclenque bicicleta estática, se quita su desgastada gorra de Boeing, “posa” para las inevitables fotografías ante un lienzo en blanco, se mete travieso debajo de la mesa junto a sus pinceles y agarra los mil y un pequeños monstruos que habitan en el interior suyo y de la habitación. Saca una vieja revista de las desordenadas estanterías: “Es El Tony, ediciones Columba, era una de las revistas de historietas. Cuando no había plata para ir al cine, estas revistas eran el cine de los pobres, se cambiaban, se fletaban…”, dice Alejandro Salazar mientras mira con melancolía un retrato de su padre colgado sin marco en la pared. De fondo suena un viejo cassette de Wara y una letra “real”: “hermano, vive tu historia / destruye el mito de pueblo enfermo / ahhh….. / tu tierra es grande y hermosa / ahora es tiempo q u e pienses en ella”.