Olimpo, el mapa vivo de ‘La 16’
La Feria 16 de Julio es un tesoro. Para buscar el tuyo —desde una aguja doblada hasta el motor de un avión— tienes que tener un mapa. Y el mapa te lo vende Manuel Olimpo Yujra

Una apuesta entre su padre y su tío definió sus nombres: él se llamaría Olimpo y ella, su prima, Olimpia. Manuel Olimpo Yujra Lanza —30 años tras su bautizo— está en “lo alto de lo más alto” (eso significa su segundo nombre) cerca de los dioses del templo alteño del comercio, la feria de la 16 de Julio.
Desde arriba, la feria es un ser vivo; un dragón que gruñe o una primitiva ameba con tentáculos que crecen y se entrecruzan. Seduce y espanta. Mosaicos de toldos que arman wiphalas desconocidas y al mismo tiempo una mancha de caos puro. ¿Cómo capturar a ese monstruo en un mapa? “Manolo”, como le dicen sus amigos, nació en Potosí pero con tres meses sus padres lo trajeron a La Paz y se instalaron en Villa Copacabana. Es “hincha” de “Real Nacional”, dependiendo de si gana Real Potosí o Nacional. Estudió Turismo, aprendió inglés y se convirtió en guía después de trabajar en un hotel donde llegaban muchos turistas. Uno de esos extranjeros comenzó a preguntar por la feria más alta del mundo, “La 16”. ¿Dónde puedo encontrar unos patines “vintage”? ¿Dónde puedo comprar ropa de alpaca a buen precio? El remate fue cuando llegaron unos parientes potosinos con las mismas preguntas o parecidas. ¿Dónde puedo conseguir ropa linda y barata? ¿Y un minibús para hacerlo trabajar?
Manolo Olimpo comenzó a cranear, a buscarse la vida después de que el turismo se hiciera gas por la pandemia del coronavirus. Un mapa. Alguien tiene que fabricar una brújula de la gran feria para ubicar la última aguja en el pajar de la ciudad de El Alto. Dicho y hecho.

Yujra Lanza y su amigo y socio Luis Quintanilla están parados a las afueras de la Línea Roja del teleférico. “El mapa de la feria, a cinco pesitos, a cinco bolivianos todo lo que usted debe saber, todo lo que usted quiere encontrar y comprar”. El mapita que hace dos años era rudimentario y en blanco y negro, ahora tiene toda la información actualizada a colores: puntos de referencia, sucursales y cajeros de banco para sacar platita por si no alcanza, mercados y los mil y un productos ubicados por calles.
“Manolo” las conoce todas, como si fuese la palma de su mano. Pero no se relaja. “Cada semana, la feria crece y crece, hace un mes estas dos calles no contaban, ahora tengo que actualizar mi mapa”, cuenta mientras caminamos entre el gentío y el universo de chiwiñas de todos los colores. La feria nunca es la misma, es un ser vivo. “Donde la semana pasada había una doña vendiendo chicharrón de pollo, hoy está una megatienda de barbijos y productos de bioseguridad”, añade.
Olimpo también hace de guía. Por 30 bolivianos acompaña a los visitantes llegados desde la hoyada paceña, el interior del país o el extranjero. “Vienen muchos chilenos a intentar vender su mercadería de sus zonas francas como Arica o Iquique”, dice mientras arrancamos el recorrido. Para dimensionar el tamaño de la feria, la primera estación es subir a la Línea Azul del teleférico y bajarse en la primera parada, plaza Libertad.

El “tour” va a durar dos horas. Vamos a pasar por los coches en venta y autopartes de la Plaza del Maestro, por la ropa de llama y alpaca, por las calles dedicadas a vender animales, por los vestidos de novia, muebles de primera y segunda mano, por la ropa de cholita, de lana y las máquinas de coser y por decenas de estrechas callejuelas de “ropa americana” de marca, juguetes y adornos navideños para todo bolsillo.
“En un tiempo yo compraba jeans de marcas conocidas aquí arriba y los vendía a boutiques de La Paz por el doble de precio, originales”, cuenta. Eran sus tiempos de “tanta katu”, de “reventar el fardo”. La feria tiene un lenguaje propio. El más hábil, el más suertudo separa los fierros y se lleva la mejor parte y la peor. “Puedes reventar un fardo por 50 pesos o incluso adjudicarte uno por 250 bolivianos pensando que dentro te vas a sorprender con ropa de marca de primera calidad”, dice. Hay fardos de primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. La vida es un fardo. Nunca sabes lo que viene adentro.
“Manolo” también da dos pares de consejos antes de la caminata. Uno: no vengas a la feria solo. Dos: no te des la vuelta si alguien te toca la espalda (otra persona aprovechará para hurgarte los bolsillos). Tres: no te agaches a recoger una gorra que alguien “accidentalmente” ha hecho caer por “descuido” (otro compinche te robará en un plis plas). Y cuatro: no saques tu celular caro a cada rato (alguien te perseguirá para hacerse con el botín). “Es mejor gastarse cinco pesitos en mi mapa plastificado que andar tontamente exhibiendo tu teléfono inteligente”. Consejos del Olimpo.

Los “charqueados” y los “siniestraditos” vehículos desarmados hasta el último tornillo son unos de los sectores más veteranos de esta feria que ya tiene medio siglo desde que los primeros mineros relocalizados llegaron para vender su vieja maquinaria echada al olvido por las primeras olas privatizadoras y hambreadoras. Los carros son vendidos constantemente a pesar de la crisis y el combo incluye papeles en regla, previa verificación “online” sobre el terreno. “El otro día vi una pelea, un hombre enojado reclamaba a su vendedor: es chuto, el auto es chuto, me tienes que devolver”, narra el “cartógrafo”.
El epicentro del “terremoto” gremialista nació, sin embargo, unos cuadras “mar adentro”: el mercado Santos Mamani, cerca de la plaza 16 de Julio, apenas conserva visible su cartel: coca y comida. Alrededor del mercado vacío, ombligo de la feria, ha crecido una “selva” de asfalto y miles de puestos controlados por seis grandes asociaciones de gremialistas que compran y venden el espacio público, como si fueran lotes en la Quinta Avenida de Nueva York. Incluso el vendedor ambulante paga cinco pesos al día.
Los feriantes son hombres y mujeres sacrificados, madrugan a las cuatro de la mañana y laburan sin parar hasta las siete de la noche. Conforman una tribu nómada en permanente movimiento en la ciudad de El Alto: lunes y martes se congregan en la feria de Puente Vela, viernes: martes es el tiempo del “Sajra katu” de Alto Lima II; jueves y domingo, fija “La 16”.

Los restaurantes de comida peruana han brotado por toda la feria como champiñones tras las lluvias de fin de año. Pero la oferta gastronómica es amplia y diversa, como ella misma. Boliches de tacos mexicanos, los famosos chicharrones de doña Claribel con sus sempiternas colas de clientes esperando cada domingo, pescaderías con el producto más fresco del lago sagrado, las watías junto a las rieles de chancho y pollo…
Unos guantes de boxeo sorprenden por su precio —40 bolivianos— y a la vuelta, sobre la calle Furnier, aparece de repente un verdadero zoológico a cielo cerrado. Perros, gallinas, gallos, gatos, tortugas, lagartijas para curar hinchazones, pericos australianos son ofrecidos por pareja. Dos gatitos recién nacidos cuestan 20 pesos, un “chapi maltés” alcanza los 280 bolivianos y unos conejitos de postal van desde los 30 a los 300 pesos. Los vendedores están temerosos pues las batidas de la Alcaldía alteña son constantes a pedido de la ley y la fuerza de las asociaciones de animalistas. Lejos queda el viejo chisme de aquel pingüino que era subastado en la misma calle al mejor postor.
El callejón de las joyas de plata —increíblemente baratas por el precio rebajado del mineral— se llama Pasaje Libertad. Y las máquinas de coser están en la esquina E. Nery con Fournier. La última “joya” que encontró “Manolo” en sus recorridas fue un cómic de colección de los años 60 de la serie de Spiderman. Estaba en un diminuto puesto en la zona de los cachivaches junto a las rieles de lo que fuera alguna vez un ferrocarril.
“Gracias, Manolo”, nos despedimos en el mismo punto en el que nos encontramos. Ha comenzado a llover y en la Línea Roja se forman colas instantáneas. Desde arriba otra vez el monstruo se mueve. Callejones sin salida, recovecos, ruido y un mapa inacabable forjado por Olimpo.