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Sotomayor, el inventor de La Paz

Fue gran amigo de Jaime Saenz, tuvo una doble vida o triple (entre el mito, el personaje real y el de ficción) y hacía —según su sobrina Ana Rivera— 45 clases de gestos. Era ameno y hablaba aymara. Estuvo casado con una sorateña llamada Margarita Alarcón. Vivió en el final de sus días en el pequeño cuarto de una casa situada en la plaza de San Pedro. El doctor Froilán, su hermano mayor, lo hacía vestir en la famosa sastrería Louvre y él perdía todos los trajes. Estuvo toda su vida rodeado de libros raros, papelitos, documentos, folletos, recortes y periódicos. Su legendaria biblioteca —al día de hoy desaparecida— rescató joyas olvidadas como algunas cartas de Bolívar y Sucre. En su entrada colgaba un letrero: “No se presta libro ni folleto alguno”.

Periodista de pura cepa y dipsómano (valga la redundancia), escribió para todos los diarios paceños, en algunos de ellos firmaba con pseudónimos como “Ismael Lillo” o “Jaime Cruz”. Fue soldado en la Guerra del Chaco (Destacamento Viacha), fue amante del teatro (llegó a escribir una obra sobre Agustín Aspiazu), fumaba empedernidamente y era habitué de tabernas y antros de buena y mala muerte.

De alma casquivana, buceó en todas las bibliotecas particulares y archivos notables de la urbe en busca de historias del ayer. Fue un declarado anacrónico (todos lo somos en Bolivia), odió su tiempo y sintió vivir más a gusto en la colonia o primeros años de República que en la ciudad y época que le fue dado vivir. Es Ismael Sotomayor (1904-1961), “fundador” de La Paz en nuestras letras, el más famoso tradicionista.

Antonio Paredes Candia escribió su “biografía” en 1967 bajo el título La vida trágica de Ismael Sotomayor (Ediciones Isla) donde retrataba sus años llenos de injusticia, dolor y miseria, destino trágico de otros escritores como Borda, Medinaceli o Díaz de Oropeza. Publicó en vida solamente dos libros: Añejerías paceñas (1930) con prólogo de Rigoberto Paredes, padre de don Antonio y Vicente Pazos Kanky (1956). Y murió sin poder ver publicados más de una docena de títulos suyos como Historia colonial de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz y Armas y blasones.

Sus “añejerías” (piezas en prosa, “articulejos”) fueron publicadas originalmente en el periódico El Diario en los años 20 del siglo pasado. El libro recogería un total de 116 en la tradición que inaugurara el peruano Ricardo Palma a finales del siglo XIX. “La inactualidad respecto al canon es parte de nuestra actualidad o de cómo construimos actualidad y el anacronismo, ese estar fuera de época, es una de nuestras formas de estar y discurrir en el mundo de las letras”, dicen Ana Rebeca Prada y  Omar Rocha en el estudio introductorio de la nueva edición de Añejerías Paceñas (Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, septiembre de 2020). 

Sotomayor recogió la “manera de ser del pueblo” (Paredes Candia dixit) en base a las tradiciones, vistas éstas como una “forma literaria de conservar y transmitir la vida íntima de las sociedades”. Don Ismael apelaba al unísono tanto a papeles antiguos como a relatos orales de los últimos cuatro siglos transmitidos por generaciones de paceños y paceñas. Sotomayor es, así, el constructor de una historia particular de La Paz, entre la ficción y las fuentes históricas —casi nunca citadas concretamente— con paradas siempre necesarias en personajes sobrenaturales, como los diablos. Sotomayor fue para La Paz lo que significó Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela para Potosí.

“Además de fragmentos de oralidad que buenamente recogiera el escritor de recuerdos de unos y otros paceños, ¿no ‘inventó’ Sotomayor esa oralidad a partir de los documentos que poseía y que revisó como eximio bibliógrafo?”, se preguntan Prada y Rocha en el mencionado estudio. “En ese caso, estaríamos hablando de una “oralidad de ficción”, es decir de un género, que habiendo partido de la tradición y de su compleja vinculación con la erudición historiográfica, la oralidad y el humor, decide reconstruir estos componentes pero lo hace ficcionalizando el elemento de la oralidad, construyendo así un texto eminentemente libresco”, añaden. Don Ismael escribió entonces entre las formas decimonónicas centradas en las tradiciones de antaño y las vanguardias de su siglo, creando oralidades desde la ficción. Ningún “kaivito barbudo”, oiga.

Foto: Ricardo Bajo

¿Fue Sotomayor el fundador de La Paz en nuestra literatura? “Sotomayor vive en los años 1920 en una ciudad que se ha convertido recientemente en la sede del Gobierno del país y que manifiesta ya los signos de la modernización liberal, desigual, periférica e incompleta y escribe sobre ella dándole un estatuto de existencia ficcional. Seguramente no es el fundador —aunque Saenz tal vez diría lo contrario— pero queda por hacer esa genealogía del advenir de La Paz en la ficción que luego y hasta ahora tendría tanta fuerza en nuestras letras”, dicen Prada y Rocha.

“Las “añejerías” son de un vuelo literario tan maravilloso que crean para la literatura boliviana “la” La Paz o “una” La Paz de ficción pero lo hacen dotando a esta urbe de una historia y un patrimonio, tanto coloniales como republicanos fuertemente basados y extraídos de documentación original e histórica”, resumen. “Fue un ficcionador capital del siglo XX paceño”, sentencian Ana Rebeca y Omar.

¿Existe el peligro de caer en una nostalgia reaccionaria? El historiador Pedro Querejazu, en el conversatorio organizado por la carrera de Literatura de la UMSA, a propósito de la presentación del libro en su edición 2020, advierte de la falta de indígenas y mestizos en los “pape-lillos” de Sotomayor, “excepto en la historia del convento quemado donde dice que murieron bajo las llamas algunos indios ignorantes”.

No obstante, gracias al estilo de Sotomayor repleto de humor y estilo ligero y sin caer nunca en lecciones moralizantes, podemos volver  hoy en día a la historia de nuestros apodos y refranes paceños; de nuestras casas, conventos e iglesia; de los paceños y paceñas que siguen como fantasmas (de la calle Jaén) caminando nuestros barrios; de sus grandes, “mamones” y pequeños personajes (como Doña Come Corazón); de sus crímenes y milagros; de sus delincuentes y aparecidos; de sus matrimonios arreglados, sus vírgenes y sus diablos; en definitiva, podemos rescatar la cultura popular de la ciudad La Paz para entenderla más y mejor, para amarla aún más si cabe.

TESTIMONIO. Las Añejerías de Sotomayor originalmente fueron publicadas como artículos para el periódico. Foto: Ricardo Bajo

Navidad de marras

Antes, muy antes, la Pascua de Navidad era, en La Paz, algo que verdaderamente llamaba la atención por el esplendor con que se la celebraba y, especialmente, por el lujo que salía a relucir en el arreglo de los nacimientos en todas las iglesias locales y hasta en casas particulares.

Existieron personas tan devotas para con el Niño Jesús de Belén que, por sistema y por tradición de familia, ahorraban cinco céntimos diarios del fruto de su trabajo para destinarlos exclusivamente a la compra de juguetes y otros cachivaches para adornar los nacimientos.

Entre estos últimos, llegaron a tener persistente fama los siguientes nacimientos: el de las señoras De La Barra, paceñas, verdadero conjunto prodigioso de juguetería y estética que ocupaba tres habitaciones seguidas y confortables; aquí, los ojos del mortal eran pocos para admirar tanto detalle minucioso y prolijo orden en la colocación de los objetos. Casi todas las familias de la ciudad desfilaban durante la Nochebuena para observar esta especie de maravilla de Navidad. La casa de tan devotas señoras hallábase situada en el lugar que actualmente ocupa el pasaje Sáenz o la puerta falsa del Teatro Princesa; habitáculo que, para más señas, era por entonces, en 1850, un enorme casón solariego con extenso patio, rodeado de arquerías de piedra labrada; escudo de armas en el portalón y aldabones con mascarillas de cobre eran la señales particulares de la residencia de la señores De La Barra.

Ocupaba el segundo puesto, andando el tiempo, el perteneciente a las señoras Ángela Ortuño y hermana. Aquí, el orden de las cosas del Niño no era tan riguroso como en el anterior, puesto que al lado de un cerro figuraba una oveja más grande que la montaña misma, incurriendo así en el delito de lesa estética; con todo, donde las Ortuño era de elogiar, el aumento considerable que, de año en año, observaba el visitante con respecto a juguetes combinados que podíanse admirar en esta casa ubicada en la que hoy es calle Pichincha, frente al templo de los padres jesuitas.

Por último gozó de suficiente crédito consagrado el arreglo de doña Manuelita Vargas, persona que, justo es decirlo, puso todo su cariñoso celo para presentar al público, decentemente, su nacimiento, entre cuyos visitantes más de una ocasión tuve a bien contarme. Y, para mí, total de nacimientos que hubieran podido valer la pena.

Entre los arreglos hechos en los templos con tino y habilidad, ahí están los de la Compañía, San Juan de Dios, la Recoleta y, ¿quién habría de negar la hermosura del “cuzqueño” que parecía hablar en medio del enorme nacimiento de los padres mercedarios? Esto queda fuera de toda crítica y duda, por eso lo dejé para este lugar.

En Nochebuena, noche de no dormir, las adoraciones eran cosa especial de gente bien; en los domicilios particulares, donde señoras y caballeros empezaban la “rueda grande” a las doce en punto de la noche, era también hora en que principiaban a circular exquisitos turnos de finos resacaditos entremezclados con té puro de la China o, en su lugar, sabrosos ponches de leche con coco raspado hacían las delicias de los gaznates.

La noche típica y jocosa de las adoraciones, de hecho, estaba a cargo y riesgo de nuestros característicos “hualaychos” (hijos de los habitantes del bajo pueblo, descuidados por completo de su educación y en su vestido) que, entonando motetes especiales y danzando alegremente con interpolación de parodias de diversas clases, se ganaban diez, quince o veinte peras por nuca en cada “función”, ya que en aquel entonces las peras eran vendidas a setenta u ochenta por medio real. Jamás a los adoradores se les pagó dinero contante ni menos sonante.

Era también costumbre inveterada —de la que hoy algo ha quedado— que comparsas o grupos numerosos de determinadas zonas de la ciudad, formados por los adoradores “hualaychos”, lograban provocar a otros sus similares un disgusto cualquiera para emprender contiendas a puño limpio y bien cerrado. Han gozado de crédito, por muchos años, los “golpeadores” del barrio de Caja de Agua (arribeños) y los de la región de San Pedro (abajeños).

Si hoy algo ha logrado quedar todavía de estas originales costumbres de la Navidad de marras será simplemente porque Dios quiere; pero lo auténtico, lo de antaño, como todo lo demás en la actualidad observamos, ha desaparecido del ambiente popular, netamente paceño.

(Ismael Sotomayor, “Añejerías paceñas”)

Foto: Ricardo Bajo

Primera compañía de ópera

Nada de ópera ni de operación teatral se conoció en la ciudad de La Paz hasta el año 1852; entonces, toda voz sobresaliente de macho o de hembra, entre el común de mártires, tenía que adjudicarse título de especialidad reconocida, debutando en alguna velada familiar de arte ante toda una selecta concurrencia y con el mayor desenfado posible, a fin de no largar moco de pavo, porque habría sido suficiente un solo “gallito” para consagrar la eterna descalificación del actuante en la palestra.

La ciudad de La Paz fue, en tiempos del rey, nuestro señor, juntamente con la legendario y sabionda Charcas y el Potosí fabuloso, una especie de trimurti simbólica ante quien todo honor mermaba, tal era la pulidez de sus costumbres y la delicadeza de su consagración al arte. Año, mes, día y hora llegaron, empero, en que el cubilete de la vida local y diaria tuvo que volcarse irremisiblemente hasta tanto que muchas costumbres variaron de raíz; las fastuosidades pasaron a la historia y henos hoy con el pan nuestro de cada día.

Antes de que mi lengua acabe por vociferar dicterios mil, volcar quiero la foja “prolegomenónica” para entrar así de lleno al asunto. Y como dije antes, se vio y escuchó ópera por primera vez en estas regiones en el mentado año 1852 mediante la simpática y ruidosa actuación triunfal de la compañía —apunte paisano— Agreschtti, cuyo numeroso elenco estuvo formado o compuesto por nueve varones y ocho mujeres, catorce sirvientes, once maestros de orquesta, etc.

Anita Agreschtti era soprano; Luisa Luichi, mezzo; Carmen Brancci y Luscita Luisi, triples; Filiberto Rúa, barítono; Ernesto Sombrelli, tenor; Tonio Tonelli, contralto; y Fabio Ricalta, bajo. Fue este y no otro el personal que, venido desde la Ciudad Eterna haciendo escalas en otros países de Sudamérica, causó la grandiosa sorpresa de su estreno la noche del domingo 20 de diciembre de aquel inolvidable año. Así lo certifica un programa de la época que, venido hasta mis manos, me ha recordado mejores tiempos.

El debut de esta compañía se efectuó en nuestro antiguo coliseo, digo “antiguo” porque el que hoy conocemo es diferente, puesto que todas las modificaciones en él hechas datan apenas desde que el respetable Ayuntamiento de esta ciudad, forzosamente, tuvo que ocuparse de su refacción, motivada por la celebración del Centenario de la Revolución de 1809.

Casi seguidamente a la actuación de la Compañía Agreschtti, le sucedió en orden la no menos interesante compañía Fredianni, pero que ya fue de opereta y zarzuela. Con todo, no por este antecedente, se quedó atrás en materia de éxitos artísticos y económicos. Siguiole después la Rabioli, de género neutro, es decir que trabajó ni en ópera ni en zarzuela ni en opereta, sino en alta comedia.

(Ismael Sotomayor, “Añejerías paceñas”)

Foto: Ricardo Bajo