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1.550 Piezas de búhos reproducen una sola historia

Una de las casas coloniales ubicadas en la zona de Kupini, en la calle Rogelio Carillo, contiene un salón que resguarda más de 1.550 piezas —en diferentes materiales y tamaños— de jukus que llegaron de todas partes del mundo. La casa, antigua y perteneciente a la señora Beatriz Aspiazu Espíndola, posee la colección más grande de búhos en el país. “Eso es un búho, un jukuque arranca los ojos al primer movimiento”, le dijo, 22 años atrás, el guardaparque de Tiwanaku a Beatriz Aspiazu, quien en ese momento trabajaba como guía turística entre El Alto y la antigua ciudad arqueológica. Alrededor de las seis de la tarde, en 1999, la dueña de la colección caminaba por la plaza cuando de pronto subió la mirada y se encontró “con dos grandes ojos que miraban fijamente. Nunca había visto algo así, quedé petrificada por un momento”, recuerda.

Un encuentro entre el ave rapaz nocturna y la entonces egresada de Turismo marcó lo que se convertiría en una ululofilia de más de dos décadas, aquella afición por la colección de piezas que reproducen de forma constante aquel momento.

En la mitología andina, el juku es de mal agüero. “Si cuando te vio fijamente y te moviste y no te hizo nada, es porque el búho te ha elegido. Va a ser tu ave protectora, tu animal de la suerte”, dice Aspiazu citando al guardaparques. Un juku de arcilla negra, de 10 centímetros aproximadamente, con detalles similares a las artesanías de los monolitos, es la primera pieza que recibió la mujer como regalo del guardaparque que fue parte del encuentro.

 Una colección reúne más de 1.500 imágenes de búhos 

Colección de Búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Colección de búhos

Los siguientes búhos llegaron como obsequios. Cuando habían tres, la idea de coleccionar estas piezas se concretó. Un año más tarde, en diciembre de 2000, habían ocho jukus. Hoy se acercan a las dos mil piezas. “Fui recolectando estas aves de todos los lugares a los que iba. En cada ciudad compraba un búho, los hay de Paraguay, de Chile, de Perú, de Colombia y de Ecuador”, cuenta. “Otros me llegaron de regalo desde España, India o Japón”. Su favorito: una orquesta de aves en miniatura.

La colección no se limita a la recepción o búsqueda de piezas, la ululofilia se convirtió en un afán familiar en el que cada miembro tiene un papel. Las piezas, memorizadas fotográficamente por su dueña, están ordenadas en vitrinas y repisas e inventariadas una por una. El esposo, Fernando Montecinos, se encarga de la creación de las estanterías y el mantenimiento de ellas; el riguroso registro —que anota detalles como el color, tamaño, material y procedencia— lo hacen las hijas Alba y Ángela Montecinos Aspiazu.

“Un solo animal representado de tantas formas y en tantos materiales no termina de sorprender”, dice, mostrando los cuadros en madera, las fotografías, los dibujos, las cerámicas y esculturas, los platos, las joyas en oro, plata y otros metales, y los tejidos de esta ave nocturna. Pero la colección no termina con las piezas que el salón de la casa guarda. Los búhos son parte de la vestimenta y del estilo de la protagonista de esta historia. Cada día ella usa un collar diferente con el dije de un búho y los combina con una cartera, una bolsa, un neceser o unos aretes de diseño similar.

Como si el animal no estuviera en cada paso, la pintura de un juku sobre la cabecera de su cama le recuerda que hace 22 años vivió una experiencia que ella reproducirá constantemente.