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Sirena

Conociendo el muy delgado trazo que en el cine experimental, o en el de autor, separa a la pedantería ombliguista de un verdadero tránsito por modalidades no convencionales de acercamiento a los recursos fílmicos, los tramos iniciales de Sirena, ópera prima en el largometraje de Carlos Piñeiro, alimentan sospechas, menos mal casi enseguida aventadas por un riguroso y bien dosificado relato que se aparta — tanto en materia narrativa cuanto en la puesta en imagen— de casi todos los lugares comunes usuales en el cine con pretensiones taquilleras, preocupación claramente ajena al director enfocado en el tramado de una historia colmada de connotaciones alusivas a las diversas cosmovisiones que conviven en la realidad cotidiana del país y cuyo desentrañamiento queda librado a la inmersión del espectador, obligado a desembarazarse de una actitud puramente contemplativa, en las múltiples sugerencias que la narración entrega sorteando asimismo los estentóreos subrayados que a menudo dan cuenta de la desconfianza de los realizadores hacia la inteligencia y perspicacia de los destinatarios de su labor creativa.

Los referidos momentos del arranque muestran a cuatro hombres llegando, en 1984, a una isla del lago Titicaca. Van en busca del cuerpo de un colega —al cual aluden como “el ingeniero”—finado en extrañas circunstancias, cuyo cadáver se encuentra a su vez en un pequeño pueblo cercano. Allí los moradores del lugar entienden que ese difunto es un mensaje proveniente del “lago sagrado”, merecedor por ende de un tratamiento distinto al de los rituales urbano occidentales. Porque esa es una de las líneas de indagación del film, contrastando dos concepciones disímiles acerca de la vida y la muerte — también a propósito de los referentes espacio/temporales—: la de la cultura urbana y la de las comunidades apegadas a una noción cíclica del tiempo y la existencia para la cual los ritos poseen un sentido vital traducido en su práctica cotidiana. Porque entre ambas además la barrera mayor se identifica en el imperio de la razón en la primera versus la prevalencia de lo mítico/imaginario en la otra.

Tal disparidad, que aflora asimismo en la imposibilidad lingüística de diálogo entre el aymara y el castellano, interponiendo en la relación de los protagonistas un obstáculo infranqueable, alude por su parte a las brechas identitarias vigentes en una sociedad en la que el diálogo intercultural de la diversidad continúa siendo una tarea muy a medio hacer.

Así el cuarteto protagonista central vaga en procura de las pistas sobre la causa del óbito del cuerpo perdido, tropezando a cada paso con las inferencias y temores disímiles de cada uno de sus integrantes: el ensimismado “‘Inge’ Peralta” (Daniel Aguirre), el ansioso Kunurama (Kike Gorena), el caricaturesco oficial de Policía Rilber Silva (Bryan Ramírez) y el hermético balsero/ guía Saturnino Poma (Benjamín Pari), cuatro figuras representativas de la dicha diversidad sin que lleguen a ser reducidos a puros estereotipos, puesto que en momento alguno resultan desvestidos de su dimensión humana merced al laborioso guion elaborado a cuatro manos por Juan Pablo Piñeiro, hermano del director, anteriormente coautor de los libretos de Sena Quina, la inmortalidad del cangrejo (Paolo Agazzi/2005) y Hospital Obrero (Germán Monje/2009), y el sociólogo, pintor y fotógrafo Diego Loayza.

Sin embargo, tal cual se advertía ya en los cuatro ponderables y premiados cortometrajes de Carlos Piñeiro (Martes de ch’alla/2008; Max Jutam/2010; Plato Paceño/2012; Amazonas/2015), es a la puesta en imagen a la cual destina su mayor empeño, potenciando visualmente las ideas temáticas de los libretos que le sirven de punto de partida.

Lo propio ocurre en Sirena—título alegórico, cabe anotar puesto que ninguna ninfa de aquellas resulta visible a lo largo de la película—, comenzando por la elección del blanco y negro para la fotografía, opción que en el caso responde a la necesidad de densificar la atmósfera, entre misteriosa y aterradora, en la cual se halla empaquetado el relato.

Por lo demás el tratamiento visual exhibe un muy prolijo cuidado advertible en cada una de las tomas, específicamente en el encuadre y la angulación de la cámara. Así, a diferencia de otros emprendimientos que echaron mano de los drones con propósitos mayormente exhibicionistas, Piñeiro se vale en varias tomas picadas, de tales aparejos, dejándolos estáticos,  a fin de resaltar la pequeñez de los protagonistas en medio de la inmensidad de un paisaje que, de tal suerte, cobra de igual manera un carácter protagónico, acorde con la significación metafórica que el Lago y sus alrededores poseen en las figuraciones colectivas.

No menos protagónico acaba siendo el papel de la banda sonora en el espesamiento del  clima a lo largo de la trama. El recurso a los sonidos naturales, a los prolongados momentos de silencio y a las frases entrecortadas en aymara y español, incide decisivamente en la acentuación de las imaginaciones opuestas de las cuáles son portadores los personajes frente a la situación que los convoca sin posibilidad de una lectura en definitiva común del porqué y del para qué se hallan en el lugar, de igual manera “leído” de modo contrastante por cada uno de ellos.

También el montaje es absolutamente funcional al concepto matriz del trabajo, renunciando a cualquier tipo de lucimiento preciosista, como lo es incluso la extensión del metraje, que no llega a los 80 minutos, evitando rellenos prescindibles a fin de acomodarse a la duración estándar de los largometrajes.

Esa suerte de compresión temporal suma al espesamiento de un resultado, se dijo, retador de la complicidad del espectador, de su voluntad activa de inmersión en el conjunto de dilemas puestos sobre la mesa por el director, activando las huellas dejadas en su memoria en los años de infancia: “… que se manifestaron dentro mí —declaró— como un llamado, para plasmar un retrato de dos miradas respecto a la muerte en los Andes”. Y, explayó Piñeiro: “No existe una brecha entre la vida y la muerte, si vivo muero. La brecha se encuentra en la posibilidad de ver la muerte desde distintos puntos de vista y ese es el caso de Sirena, por un lado los unos de fiesta, percibiendo buen augurio en la muerte y por el otro lado los otros con miedo, percibiendo culpa en la muerte”.

Premisas ciertamente difíciles de plasmar mediante los códigos icónicos propios de la narración fílmica, inevitablemente cargados de una alusión referencial a lo mostrado, esto es limitado, por decir lo menos, si de construir conceptos abstractos se trata. Que Sirena demuestre haber encontrado la forma de sortear ese obstáculo da cuenta de que nos encontramos frente a un realizador habilitado para airear la producción boliviana abriendo hasta ahora, en buena medida, inexplorados senderos. Desafío ciertamente ineludible para las nuevas generaciones de directores, reinventando así el compromiso de las figuras centrales de nuestra filmografía nacional que a su tiempo supieron conciliar su impulso expresivo personal con la responsabilidad de contribuir al mejor desentrañamiento de las interrogantes que como sociedad se hallan pendientes de respuesta para avanzar en la construcción de una identidad propia.        

DIRECTOR. Carlos Piñeiro Pinelo (La Paz, 1986) dirigió los cortos Martes de ch’alla (2008), Max Jutam (2010), Plato paceño (2013) y Amazonas (2015). Fotos: Socavón Cine

FICHA TÉCNICA

Título Original: Sirena – Dirección: Carlos Piñeiro – Idea Original: Carlos Piñeiro, Juan Carlos Piñeiro – Guion: Juan Pablo Piñeiro, Diego Loayza – Fotografía: Marcelo Villegas – Montaje: Amanda Santiago – Música Original: Simeón Roncal – Intérprete: María Antonieta Pacheco – Arte: Juan Ignacio Revollo, Viviana Baltz – Decorado: Mario Andrés Piñeiro – Maquillaje: Kantay Melgarejo – Sonido Directo: Sergio Medina, Kiro Russo – Producción: Juan Pablo Piñeiro, Diego Loayza, Carlos Piñeiro, Miguel Hilari, Stif Pizarro – Intérpretes: Daniel Aguirre, Enrique Gorena, Bryan Leónidas, Benjamín Pari, Adela Calisaya, Eloy Mayta, Abraham Coaquira, Alcídes Apaza, Lesli Pizarro – BOLIVIA/2020