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Don Pedro

Ch’enko total

El recuerdo más añejo que tengo de Don Pedrooo… tengo siete añitos, camino de la mano de mi mamá la calle Rosendo Gutiérrez de La Paz, llegamos a la esquina de la avenida 6 de Agosto, entonces súbitamente empiezo a volarrrrr: dos manotas seguras, fuertes me hacen dar vueltas y vueltas. Asustado miro el rostro de Don Pedro y sus bigotes de galán mexicano, miro sus músculos poderosos y vuelo, vuelo como nunca me había pasado. Mi papá no me hacía volar. Don Pedro me hacía volar mientras mi madre iba escogiendo las revistas. “¿Me da por favor Vanidades para la Cristinita, para los chicos El Gráfico, para mí Siete Días, por favor, Don Pedro?” Entonces aterrizaba, lo veía absorto desde mi pequeñez. Era un gigante, un gladiador mestizo que sonreía, siempre sonreía, acariciaba mi pelo y me regalaba un Mu mu. El abuelo Andrés había hecho llegar platita de sus derechos de autor y felices nos dábamos el lujo de comprar revistas y un par de chocolates Nestlé, unos rojitos que tenían un papel estañado que a veces servía para la camiseta de mis arqueros de tapagol. Entonces mi mamá le paga a don Pedro, como despedida me regala su más franca sonrisa y me sube a su muslo de mármol, me ata los zapatitos. “chau, Manuelito”, me da un beso sonoro en la cabeza… Lo veo despedirse. Mi héroe se queda en la esquina, en la revistería para atender al público, solo deseo volver pronto a dar vueltas y vueltas en la calesita poderosa, a volar en los brazos de Don Pedro.

A los nueve años me recuerdo de arquero, toda la semana practicábamos en el callejón los pelotazos que se venían en serio los sábados en la tarde, trancábamos la Rosendo Gutiérrez con nuestras chompas de arcos. “¡No hay paso!”, indicábamos felices, jugábamos  tres horas un fútbol bastante violento. Allí aparecía otro Don Pedro, un aguerrido defensor con muslos de acero, yo suplicaba en oraciones personales ser de su equipo; a veces me tocaba, a veces no, dependía de los que escogían ganando la última pisada. Me decían Gatti, sobre todo por mi actitud suicida. Desde el arco lo veía a Don Pedro lanzar remates certeros que me doblaban las manos, pero como era defensor mis delanteros sufrían mucho más con aquel poderoso marcador de punta izquierda. En esa época los muchachos contaban historias épicas de Don Pedro, decían que era cachascanista, el tercer Don Pedro era Cruz Diablo, contaban que  había dejado de luchar por su familia, yo soñaba con Cruz Diablo haciéndolo papilla a Blue Demon, defendiéndome de la momia… con esto más, Don Pedro era mi principal héroe de la infancia, mejor que Batman, porque además lo tenía en vivo y en directo en la esquina de la revistería.

Luego nos prohibieron trancar la calle los del Tránsito, entonces descubrimos una canchita en la avenida Arce, donde hoy es la plaza Bolivia. Le llamamos la Bronco, una cancha de a ocho, de tierra, con arquitos de madera, allí veías la peregrinación de todos los changos. Yo había cumplido 11 años, era puntero derecho, por suerte no me marcaba Don Pedro sino el Pardal, pero lo mejor era jugar en su equipo. Fueron miles de meses que jugamos con Don Pedro en la Bronco, que era nada menos la cancha del Hospital Broncopulmonar. Nuestros camerinos eran la cocina del hospital, a veces pecábamos y le dábamos un manotazo al arroz que bullía furibundo, el árbitro —que además nos alquilaba la canchita— era el Mallku, el jefe de los enfermeros, siempre de blanco impecable. Tardes heroicas en la Bronco. Jugábamos hasta que la noche nos empujaba a las casas. No olvido un sábado de aquellos: llegó un cuate de  barrio ajeno directamente a anular mis gambetas con violencia; era mayor, me daba patadas por todo lado hasta que me calenté y le di un buen empujón que lo tiró de culo. Se levantó para sacarme la mierda y entonces apareció Don Pedro, se puso en el medio, Cruz Diablo lo puteó al extraño, le dijo que aquí venimos a jugar, no a pegar. Lo sacó de la cancha y de un grito le ordenó al Mallku sacar la roja. Todo volvió a su curso porque lo teníamos a Don Pedro, el Padre del barrio, la moral de nuestra comunidad.

Era el primero en llegar a la cancha y precalentar, era el único que compartía su papaya Salvietti cuando ganaba. Dicen que su puesto cumplió 60 años, o sea que Don Pedro llegó al barrio cuando yo nacía. La revistería sigue en la esquina. Hoy está cerrada, solita, nuestro Tata Mayor, nuestro Jach’a Pedro, nuestro papá comunitario ha partido de este mundo a los 82 años. Se fue el pilar, el último que daba sentido al barrio. Don Pedro Arratia descansa ahora, nos mira desde alguna nube con sus bigotes de galán mexicano y sonríe, siempre sonríe.

Su esposa Doña Exalta, sus hijos de verdad Eli, Cruz y Wilma; sus nietos Pedro, Claudia, Gabriela, Paola, Rodrigo, Isabel, Maggy; sus bisnietos Carlos, Alejandra, Valentina, Samantha y Sofia; sus hijos adoptivos del barrio Gafo, Carlos, Germán, Chiri, Jacinto, Sevas, Paco, Andrés, Rodrigo, Felico y yo, el Manuelito, lo lloramos y oramos para que su presencia pueble siempre nuestros corazones y que sus valores de solidaridad y respeto guíen nuestro camino. 

(*) El Papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta