Icono del sitio La Razón

EL PADRE

Para los espectadores persuadidos de que se va al cine tan solo en procura de entretenimiento no resulta recomendable este estreno, tampoco para quienes estén experimentando o hayan transitado por una circunstancia similar, aun cuando, eso sí, unos y otros se perderán una de las películas recientes más atendibles.

En esta ópera prima cinematográfica el dramaturgo francés Florian Zeller traslada a la pantalla su obra teatral homónima metiéndose en la piel de un octogenario acosado por una progresiva demencia senil que le obstaculizará distinguir con un mínimo de claridad y orden el acontecer circundante, invadido en su tambaleante imaginación por la incertidumbre, la mezcla de rostros atribuibles a un mismo familiar y el sentimiento de que todo alrededor conspira para internarlo en un instituto geriátrico despojándolo de aquellos bienes y referentes que configuraban su vida en trance de fragmentarse en una serie de recuerdos entremezclados en el modo de una pesadilla cerrada donde las situaciones aparecen a cada instante impregnadas de los deseos, los sueños y los miedos que borronean la realidad. Así el mundo de Anthony, el protagonista, se transfigura en una suerte de caos en el cual el tiempo y el espacio dejan de responder a las figuraciones interiorizadas y nada es ya aquello que aparenta ser.

En el arranque de El padre, el hace algunos años jubilado Anthony, de físico relativamente fuerte y de carácter próximo a la terquedad absoluta, vive en su departamento londinense disfrutando de la música clásica y deambulando entre los recuerdos acumulados. Da la impresión de tener todo bajo control. Sin embargo su hija Anne, quien vive en otro departamento cercano y lo visita a diario, advierte algunos signos preocupantes, entre ellos el de presentir que a momentos papá la confunde con la hija menor, muerta hace años en un accidente, pero cuya pérdida nunca aceptó. Otro síntoma advertido por Anne de que algo no anda bien es enterarse de que fue despedida la enésima acompañante que contrató, a la cual luego de haber intentado seducir Anthony echó a la mala, acusándola de haberle robado su reloj preferido. La preocupación de Anne se acentúa al máximo puesto que planea trasladarse a París para convivir con un nuevo compañero ya que su matrimonio naufragó. Y el desasosiego alcanza cotas insoportables cuando al informar al progenitor de su intención éste reacciona de inicio con ironía, enseguida reemplazada por insultos de todo calibre, sumiéndola en la duda de no saber cómo hará para conciliar su obligación de cuidarlo con su derecho a una vida propia.

Pareciera que todo responde al formato convencional de tantas historias semejantes acometidas por el cine, pero enseguida todo desborda ese patrón cuando cada una las apariencias cobra un acento condicional, no bien la narración adopta el punto de vista de ese hombre con la memoria trizada y atenazado por el sentimiento de ya no tener nada claro.

Mostrando una soltura narrativa inusual para una película primeriza y a diferencia de lo que suele advertirse en las trasposiciones a la puesta en imagen de una obra teatral, Zeller consigue que la suya no se limite a ilustrar aquello que acontece en un limitado entorno donde los pocos personajes del original recitan enfáticamente sus diálogos que la cámara se restringe a mostrar con mayor o menor cuidado en la iluminación, y el montaje se contenta por su parte ensamblando los fragmentos, las escenas, con el debido cuidado para que la sucesión no provoque en el espectador ningún despiste.

PREMIADO. Anthony Hopkins nació el 31 de diciembre de 1937 en Margam, Reino Unido. Este año se llevó el Oscar a Mejor Actor. Foto: Internet

En el caso de El padre, sorteando, se dijo, las recetas convencionales del teatro filmado, la fluidez del relato sugiere, más enseguida desdice, la apariencia lineal de una progresión de momentos continuos, alterada aquí constantemente por pequeños cambios en el encuadre, la vestimenta, el maquillaje incluso, amén de haber tomado en préstamo un recurso de El oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel/1977): consistente en que varios actores asuman un mismo papel. Así va empujando al espectador a sintonizar con las alteraciones mentales del protagonista y sus desordenadas fluctuaciones entre el pasado, el presente y las figuraciones de aquello que el anciano en el limbo se figura haber vivido o estar a punto de vivir.

Resulta claro que el trabajo de Zeller, el cual en momento alguno persigue manipular la sensiblería cayendo en la trampa de la lágrima fácil, elude reducirse a acumular golpes al hígado o gestos enternecedores procurando despertar lástima por el personaje, o por la familia que acompaña entre resignada y desesperada el sufrimiento de la persona amada, manteniendo en todo momento el enfoque en lo que Anthony siente y experimenta a medida que se va desmoronando sin asomo de conformismo, pero al mismo tiempo ayuno de la mínima posibilidad de fugar a su suerte.

El  gran acierto del enfoque optado para abordar semejante tránsito hacia la nada es que consigue mostrar de manera casi brutal el trastornado universo mental de aquel, franqueándonos el acceso a lo que acontece, por así decirlo, dentro de su cabeza en lugar de adoptar el punto de vista de un observador externo condolido por lo que ve desde mayor o menor distancia. De tal suerte que lo que comenzó como un drama de curso fácilmente adivinable, de un melodrama de vademécum si se prefiere, muta en la representación claustrofóbica de la demencia, alternando momentos de humor negro, de suspenso, de thriller sicológico y de ese vacío abismal inescapable, lo mismo para el protagonista como para el espectador.

Otra atinada decisión de Zeller estriba en la forma de mostrar paralelamente la demencia desde dentro y desde fuera de esa aterradora vivencia. Dicho paralelismo es fundamental para sumirnos en el desconcierto de Anthony, pues en ningún momento tenemos ninguna certeza de saber si lo que éste cree estar viendo efectivamente sucede, y cómo el director no cede a su vez a la tentación de mostrar algo y de inmediato “aclarar” que no era cierto, nos deja la tarea de someter a examen nuestras propias sensaciones preguntándonos sin pausa sobre los límites entre la realidad y la ilusión.

Desde luego la fantástica y precisa, atrapante, composición de Anthony Perkins es el principal puntal que sostiene la andadura de El padre. Resulta desde ya problemático encontrar el adjetivo preciso para calificar la memorable faena de Hopkins quien no interpreta su personaje, lo asume de pies a cabeza con un resultado que puede tildarse como desgarrador, estremecedor, imponente. Dejo a elección del espectador elegir el que prefiera de ese menú, u otro, que de seguro igual calzará a cabalidad.

Hopkins circula sin esfuerzo, aparente al menos, de la ternura a la indefensión, apelando en varios momentos a pequeños gestos: una mirada amorosa o desorientada, una sonrisa casi pasajera, transformada al instante a una explosión irascible. Cuenta, claro, con el apoyo de un macizo guion y con una historia sólida e intensa que no deja lugar a la distracción o la indiferencia. 

Reiterando una vez más la prolijidad de la puesta en imagen para apartarse del teatro filmado, sin resignar la intimidad de la obra dramatúrgica original, es preciso relievar cómo se ha trabajado la visualidad espacial introduciendo constantemente cambios casi imperceptibles en la angulación, el enfoque, la disposición de los objetos que rodean al protagonista, en particular las pinturas colgadas en las paredes, para transmitir la pérdida de orientación de éste. Por su parte la banda sonora compuesta de una mezcla de fragmentos de ópera y composiciones de Ludovico Einaudi, suma al incesante enrarecimiento del clima  que envuelve a ese anciano vulnerable que puede pasar en el segundo siguiente a una actitud despótica, o que es a la vez víctima y victimario, un ser encantador, trocado enseguida en otro extraviado en el despiste absoluto. Tampoco puede dejarse sin mención el magistral montaje de Yorgos Lamprinos, aportando a la trasmutación de la teatralidad en cinematografía pura. 

En buenas cuentas, una película necesaria —para no apelar al lugar común tildándola de aconsejable—, donde la emoción cuidadosamente dosificada deja huellas mucho después de encenderse las luces de la sala.

FICHA TÉCNICA