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MI PRIMERA GUITARRA

CH’ENKO TOTAL

He recuperado mi primera guitarrita, la tenía mi sobrina en resguardo. Me acordé de ella cuando subí la anterior semana a la estación central del teleférico rojo, o sea a la antigua estación de trenes, me emocionó pararme en el lugar donde nos despedían parientes y amigos, era por  noviembre, nos íbamos por tres meses a la casa del abuelo, al chaco argentino, el recorrido total: cuatro días y cinco noches de chucuchucu. La subida a El Alto era alucinante, mi madre afanosa había comprado con meses de anticipación los boletos en el vagón cafecito argentino, en un camarote dúplex con camitas de cuartel, mi madre y yo en un camarote, mis hermanos en el otro, en el medio una puerta corrediza. Éramos felices. Yo entraba corriendo al camarote con mi guitarrita en la espalda, tenía siete añitos, me habían regalado el instrumento dos meses antes, el 18 de septiembre de 1967 para ser exactos, me subía a la cucha de arriba y empezaba a estudiar las primeras melodías.

Ahora que la veo de nuevo, adentro de su cuerpo tiene el sello de marca, dice: “Luciano Mancilla R, Fabricante de instrumentos de cuerda, recibe toda clase de trabajos concernientes al ramo, puntualidad, esmero. Av. Buenos Aires 1493, esquina 3 de mayo, La Paz, Bolivia”. Un día de estos iré por ahí a husmear, quién te dice que aún están ahí los herederos porque el maestro Mancilla ya ha debido fallecer, aunque nunca se sabe, por ahí tenía 20 años cuando hizo la guitarrita y ahora tiene 80. Con esta guitarrita aprendí los primeros acordes, recuerdo tocar con gran esmero la Zamba de Vargas de mi abuelo Andrés, Adelita de Tárrega. Lo lindo es que mi mamá no se hacía problema de que tocara variopintas melodías, pero eso sí, la media hora de técnica era obligatoria con los ejercicios de arpegios de Sagreras y las escalas de Tárrega. En su tapa o cara externa tiene las marcas del tiempo, arrugas casi humanas la pueblan, recuerdo haber escrito con un lapicito “Las voces del chañar”, aún se lee algo… era el nombre de un dúo que armamos con mi amigo santiagueño Cunino Vega, quien tocaba muy bien el bombo legüero, hacíamos dos voces muy bonitas. Ya ese mismo febrero del 68 debutamos en el patio del abuelo con tres canciones, fuimos ovacionados por parientes y vecinos pero olvidados rápidamente porque la fiesta continuaba, mi madre tocaba en su guitarra Antigua Casa Núñez los preludios de Villalobos, todavía el cáncer no le había paralizado el brazo izquierdo, luego invitaba a su hermana menor, la tía Negra, para que toque el piano y a la hermana del medio, la tía Cote, para que baile la Zamba, mientras el esposo de la tía Cote, el querido tío Dardo, le daba al legüero; yo miraba desde una esquina con mi guitarra y trataba de memorizar los acordes, los ritmos y corriendo me iba al patio del fondo, al patio de la parra, a tratar de imitar lo que tocaba mi madre.

Mi guitarrita me acompañó hasta el fallecimiento de mi madre, tenía 13 años, entonces agarré la Antigua Casa Núñez, como tratando de en contrarla a ella, pero no pude con el dolor y dejé de tocar por la rabia de no tener madre, de haber perdido a mi maestra. Sin embargo, rápido caí en cuenta de que a nadie le importó. Fue con mi primera enamorada que volví a la guitarra, yo tenía 16, ella 14, me di cuenta de que cuando tocaba se generaba una especie de magia, me ponía a colores, salía del montón, volviéndola loca de amor a la Lolo, que inmediatamente me llevó a presentar a sus papás, quienes quedaron impresionados con mi repertorio clásico/popular. Ahí me di cuenta de que la guitarra me iba a acompañar toda la vida, pues me abría las puertas y los corazones de los otros. Mi padre feliz me presentaba a sus amigos, el Chueco Céspedes me pedía con su whisky en la mano La López Pereira, el Pato Cárdenas solicitaba entusiasmado que lo acompañara en el tango Sur. En el barrio, en la plaza Abaroa, los chicos de mi grupo, el Aps, hacían aparecer unas lámparas como luces de escena para que toque Sui Generis, que cantábamos a los gritos hasta que los papás nos iban a recoger a carajazos.

Recuerdo un sábado con los chicos del Aps (se llamaba así porque si te preguntaban ¿cómo se llama tu grupo?, tú decías: “Aps”… cartuchitos, no?), fuimos al aeropuerto, tremendo viaje para la época, éramos unos 10, yo con la guitarrita colgada a la espalda, fuimos a despedir a uno de los changos más queridos del grupo que se iba a vivir a Santa Cruz. En coro y llanto general le cantamos en la sala de preembarque Canción para mi muerte, no sé por qué decidimos retornar caminando y cantando, yo con la guitarrita iba adelante. A la altura del cuartel Tarapacá salió un tanque a apuntarnos, nos metieron a patadas dentro del cuartel. Estábamos marchando en fila india y cantando: “Mirá para arriba, mirá para abajo”… pero los milicos paranoicos escucharon: “andate al carajo”. Resultado: nos raparon a los diez, nos dieron una buena tunda y me hicieron cantar Viva mi Patria Bolivia, pálido y murucullu.

Una verdadera emoción haber recuperado mi primera guitarra, su estuche nomás es un colerón, es de plástico celeste. La tengo que hacer restaurar con mi querido amigo, el lutier alteño Leonardo Yavincha, ojalá en mi próximo concierto presencial en el Teatro Municipal pueda tocar con esta mi linda guitarrita.

(*) El Papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta