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Cruella

Comienzo con una mala noticia —¿o pura presunción?— estamos, temo, ante la aceleración de otra saga, o franquicia, añadida a la pandemia de ese modo de estrujar las taquillas, con las correspondientes inacabables vueltas de tuerca sobre lo mismo, según permite sospechar el final de este emprendimiento y varios cabos argumentales dejados sueltos a lo largo de la narración.

Esperemos que quede en amenaza nomás. Rompiendo con el canon al uso, en la oportunidad los estudios Disney apuestan, y no es la única jugada, al reclutamiento de un equipo multinacional: el director es australiano, los actores británicos, etc. Pero sobre todo juega a gambetear la actualmente tan manida costumbre de repetir éxitos pretéritos del cine de animación en rehechuras con actores de carne y hueso. La idea aquí es la de una precuela que nos ponga en autos acerca de los orígenes de la Cruella de Vil, de sus comportamientos ulteriores, mediante un buceo en los rastros de su infancia y adolescencia.

Inspirada una vez más en la novela Los 101 dálmatas publicada en 1956 por la escritora inglesa Dodie Smith, adaptada la primera vez por Disney para la pantalla en versión animada —por estas latitudes conocida como La noche de las narices frías— , cinco años más tarde bajo la dirección tripartita de Clyde Geronimi, Wolfgang Reitherman y Hamilton Luske. Otro quinquenio después Stephen Herek tuvo a su cargo la primera versión de la misma historia estrenada en los países de habla hispana con el título 101 dálmatas: ¡Ahora la magia es real! y con Glenn Close en el papel protagónico del personaje, consignado por el American Film Institute en la lista de los 50 peores villanos de la historia del cine. En 2002, con el agregado de un ejemplar adicional de los canes blancos con el pelaje moteado de negro la coproducción británico-estadounidense puso en circulación con pálida respuesta en las taquillas 102 dálmatas dirigida por Kevin Lima. Y finalmente en 2003 fue el turno de la segunda versión animada: 101 dálmatas II: Una aventura en Londres dirigida por Jim Kammerud y Brian Smith.

Dicho de otra manera, la saga temida ya tuvo cuatro antecedentes, todas ellas versiones más o menos atenidas al original, pero ninguna interesada en develar los motivos por los cuales la Cruella de cabellera bicolor actuaba movida por una suerte de fijación para fabricarse algún día un abrigo utilizando el pelaje de las mascotas que la acompañaban en las diversas trapacerías por ella cometidas.

El giro propuesto entonces por el emprendimiento de Craig Gillespie vendría a ser entonces una suerte de indagación psicoanalítica en las pulsiones de la protagonista que, por obvias razones ya no podía ser interpretada por Glenn Close, y en la oportunidad fue encomendado a Emma Stone mientras otra Emma, Thompson, queda a cargo de hacerse  responsable de la personificación de una suerte de némesis, en la versión ambientada una vez más en Londres, específicamente durante la movida década de los 60 (los swinging sixties), escenario para la emergencia de la protohistoria de la rebeldía hippie/punk que alcanzó el cénit a finales de esa década y a principios de la siguiente. De hecho, la producción que costó cerca de 200 millones de dólares invirtió un buen porcentaje en la compra de los derechos de un largo listado de muy populares éxitos, y otros no tanto, de aquella época tan fecunda del rock, los cuáles acompañan desde la banda sonora varios de los momentos más tensos y logrados de la puesta en imagen, en un bastante equilibrado estilo que evita, en la mayor parte de los casos, reducir esta última a la mera ilustración de lo que se escucha.

Los iniciales 30 minutos del, por momentos, algo innecesariamente alargado metraje, se concentran en la pérdida de la “madre” de Estella, repentinamente huérfana, luego de la caída de aquella por un acantilado, y obligada a sobrevivir en las calles londinenses donde traba amistad con Jasper y Horace, un dúo de ladronzuelos, su flamante familia, con el cual comparte andanzas y aventuras, a la manera de una versión actualizada del universo de Dickens, antes de cambiar de nombre y sin dejar en momento alguno de soñar con hacer realidad su deseo de convertirse en una prestigiosa diseñadora de modas explotando al máximo su innato talento para el oficio.

De allí el relato salta a la juventud de la muchacha y su ingreso como responsable de la limpieza de los servicios higiénicos en la empresa  de la pedante, maltratadora y perversa estrella de la alta costura: la Baronesa Emma von Hellman —dueña de tres feroces dálmatas—, cuyas iniquidades quedarán finalmente chicas frente a las planeadas por Emma, en complicidad con sus amigotes, una vez mutada ya en Cruella de Vil, esta tome conciencia de la verdad acerca de su presunta progenitora y de los entretelones del accidente que le costó la vida.

En la cinta, Emma Stone representa a una joven Cruella de Vil, mientras que Emma thompon encarna a su rival, la baronesa Emma von Hellman

FOTO: PICS.FILMAFFINITY.COM

FOTO: PICS.FILMAFFINITY.COM

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Estilísticamente Gillespie apuesta a la excelencia ayuna, menos mal, de firuletes, de la ambientación, al cuidado de la iluminación y a un manejo dinámico de cámara claramente inspirado en varios de los trabajos de Scorsese, al igual que el montaje abocado a no darle respiro al espectador. Pero el principal sostén dramático está en el contrapunto de las logradas interpretaciones de Stone y Thompson —aun cuando sobre todo en el caso de la Baronesa, la composición roce a ratos la caricatura, riesgo morigerando por el tono sarcástico que atraviesa toda la narración, sacando partido del clásico humor británico—, en ese duelo de malicias que les obliga a matizar sus personajes en una permanente oscilación entre el disimulo y la explicitación de un careo sin pausas que llega al franco afán de aniquilar a la contendora en el tramo final del relatado duelo palaciego entre la reina en funciones y la que anhela serlo, primero porque se considera predestinada a ocupar su lugar en ese negocio y más tarde por un deseo de venganza, puesto en acta mediante un maquiavélico plan.

Sin embargo la aspiración a zafar de la interpretación moralizante modelo Disney del mundo y los comportamientos de los individuos queda en varios aspectos a medias en un fallido enfoque queer —vale decir deseoso de quebrar todas las reglas y estándares—, lastrado por la corrección política indisimulablemente advertible, por ejemplo, en la adhesión a la extendida moda actual de un animalismo llevado al ridículo, o en el inexorable castigo del destino a los villanos condenados de antemano a pagar por sus culpas. Así la rebeldía que la película desea exaltar queda en algún grado deslavada, aun cuando, también es cierto que Gillespie consigue zafarse del estereotipo del héroe redentor puesto que Cruella es a lo mucho una antiheroína justificada en buena medida por ese viaje retrospectivo, o, si se prefiere, por esa versión sicoanalítica inefablemente burda, de los traumas y privaciones de infancia o adolescencia a guisa de justificación de los desmanes de los adultos fatalmente condenados a cometerlos por semejante calamitoso ayer que cargan sobre sus espaldas.

Dicho de otra manera Cruella dista de ser un resultado impecable. Son varias las redundancias, las escenas de relleno, que demoran cerca de 40 minutos la entrada en el conflicto medular, y los desvíos momentáneos hacia personajes innecesarios y en buenas cuentas dejados a medio construir. Tampoco se justifican del todo las incontables inclusiones de los mencionados fragmentos sonoros de interpretaciones por grupos populares emblemáticos en los años en los cuales está ambientada la historia — desde Deep Purple hasta los Rolling Stones, pasando por la Electric Light Orchestra y Blondie— pues si bien algunas responden a una función dramática, otros parecen nomás caprichosos picoteos, o regodeos, sin justificación de ninguna especie.

Con todo y esos altibajos, varios atribuibles al guion trabajado a seis manos, la película resulta en buena parte de sus dos horas y 16 minutos entretenida —no estoy seguro que lo sea para el público infantil—, con un ritmo adecuadamente sostenido y un atinado uso de las herramientas figurativas recurridas por la dirección sin afán aparente de exhibir esa cinefilia que, salvo en contadas excepciones, acaba testimoniando un banal afán de lucimiento, exhibicionista en definitiva.