La encarnación del recuerdo: ‘La última horquilla’ y el trabajo del olvido
Teatro La Cueva llenó —dentro de las medidas de bioseguridad— la platea del Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez con una obra sobre la memoria
Volver al teatro no es un gusto por volver al típico hobby burgués que uno y otro disfrutarían porque entretiene y confirma un estatus de clase (porque todavía el arte en Bolivia algo de esto tiene y el teatro, como evento social, con mayor evidencia). Sino que es un gusto porque implica volver a ponerse frente a frente con la idea encarnada: con el acto de pensar el cuerpo del otro y de buscar el sentido ahí donde el lenguaje tiembla y los sujetos se conmueven. Ahí donde la vida misma transcurre y quien se sabe espectador se sabe también muriendo mientras mira a otros morir. Quizás por eso tantas lágrimas pude escuchar en la función de La última horquilla, obra dirigida por Darío Torres e interpretada por Alejandra Quiroz y Cintia Cortez (Teatro La Cueva), presentada el domingo 11 de julio a las 16.00. Quizá por eso la platea del Teatro Municipal, con medidas de bioseguridad, estaba al máximo de su capacidad: alrededor de 50 personas.
Decimos que la obra cumplió el objetivo básico de lo teatral (el de enfrentar al espectador con una idea), porque no es eso que parece: la historia de una niña sobreviviente de un deslizamiento, hecho tan común en nuestras montañas y que implica por supuesto perder seres queridos y hogar. No es eso porque el tono no es el del melodrama, el de la historia íntima que se exhibe, sino el del placer, la risa y el juego. Juego que cobra lógica y sentido en su relación con el recuerdo. Porque los personajes son dos: Sisi, la niña y Lele, el recuerdo. Es la segunda la que instaura un espacio, el de la suspensión: la obra no trata de mostrar la totalidad del mundo (de hecho, el afuera, lo real, es explícitamente suprimido: por ejemplo, Sisi cuenta que fue a visitar a su hermana para tratar de aclarar sus recuerdos; la visita, nunca se muestra en escena, se la narra). Pero esta suspensión pone en escena un deseo paradójico: Sisi quiere dejar de recordar al recordar.
La fórmula paradójica tiene el peligro de devolvernos al código del melodrama, el lector melodramático o psicologista podrá entender: para dejar de sentir el dolor que implica el recuerdo de la pérdida, deberé trabajar ese recuerdo para poder vivir con él. Pero en la obra el olvido es un real: Sisi, ya no como Sisi, sino como Silvia (su nombre del mundo real), se despide de Lele, no (solamente) en tanto tal sino en tanto su padre fallecido en el deslizamiento y el recuerdo desaparece. El problema es existencial: ¿cuál es el trabajo de la memoria?, ¿cómo me gustaría a mí hacerla trabajar?
En la obra el retrato del recuerdo es complejo, porque no solo implica al personaje en cuestión: que va y que viene, se nos dice, que a momentos concuerda en todo con el sujeto que recuerda y cambia (su blusa, mencionan, antes no era la misma), pero luego ya no tanto, y le dice que las cosas no fueron como ella dice que fueron. Sino que implica, aún más, un espacio y una forma de habitar el espacio. La escenografía es muy sencilla (aunque muy estética y funcional para el juego de las dos actrices), se compone por una superficie de algodón. Ésta llega hasta cierta altura, con tal de que las actrices puedan esconderse y desaparecer al cien por ciento a momentos o decidir mostrar solo fragmentos de sus cuerpos. Esta textura, la de una nube, es explicada en la obra. Los personajes están en perpetua caída, recordar es caer, no hay un fondo ni ningún lugar donde dejar de caer: en el mejor de los casos pueden fingir que vuelan y establecer una fiesta donde una es cabeza de la otra y la otra las piernas de la primera: así nadan entre las nubes y el nado no es cualquiera, sino, por supuesto, sincronizado. Espacio de la suspensión, ya decíamos, pero aumentamos ahora: la suspensión tiene sus reglas (sus sincronías) para sostenerse y al mismo tiempo su objetivo es dejar de suspenderse.
Las reglas y sincronías son en la obra de dos tipos: 1) técnicas, es decir, el juego se sostiene porque las actrices ponen todo su cuerpo en el juego, la música (de cuidada y detallada selección) aporta a las actrices los tonos de hablar correctos y las corporalidades adecuadas para que, incluso cuando el volar no es explícito, el espectador las vea volar. 2) conceptuales, el texto establece con claridad una diferencia entre el mundo de la Verdad, de la Idea, con mayúscula, que es el que la suspensión insinúa, pero que es imposible de ver (como Godot). La insinuación es tan trabajada en el texto que, incluso la lógica del absurdo y del sinsentido, contamina con juegos verbales y fonéticos la totalidad de la obra.
Ambas nos llevan de nuevo al espacio de lo cliché: el teatro como lugar de la memoria, el teatro no debe dejar al espectador olvidar cierta conciencia histórica que suele pasar por hechos concretos. En este caso el recordatorio de la obra se escapa al cliché y se acerca a la filosofía de Gilles Deleuze: en una famosa entrevista él dice que la memoria no debería ser un archivo donde acumular inservibles, sino que la memoria tiene el difícil trabajo de olvidar para entonces poder hacer, desear, agenciar. Acabemos entonces desplazando un poco el doloroso olvidar de Sisi. Pues ella olvida no solo a su padre, sino a lo terrible de la muerte, al padre…