Icono del sitio La Razón

LA TEA INCENDIARIA

La fría noche del 16 de julio de 1809 es recordada por el primer grito de la Independencia nacional, encabezada por el criollo paceño Pedro Domingo Murillo. Sucedió después de la procesión de la Virgen del Carmen, cuyo templo queda aún ubicado a dos cuadras de la Plaza de Armas, que en conmemoración al caudillo revolucionario fue rebautizada, durante la República, bajo el nombre de Plaza Murillo. La fiesta de la Virgen, como se acostumbra hasta hoy, estuvo acompañada por el profuso consumo de alcohol. 

El sonido de la Revolución se distinguió por los disparos de fusiles, que permitieron a los insurgentes asaltar el cuartel y apoderárselo; el repique arrebatado de las campanas de la Catedral, que reunió al vecindario en la plaza, hizo de fondo para los gritos del tumulto: “¡Muera el mal Gobierno!, ¡mueran los traidores!, ¡viva el rey Fernando VII!”.

La sublevación tuvo resultado victorioso. Logró deponer a las autoridades que fueron acusadas de conspirar a favor de la heredera borbónica Carlota Joaquina en contra del rey de España Fernando VII. Días después, el 24 de julio, se creó la Junta Tuitiva en la que Murillo, con el grado de coronel, fue nombrado presidente de la misma. Los objetivos fueron la proclama de la Independencia, el plan de Gobierno que cuestionaba algunas de las reformas borbónicas de finales del siglo XVIII, estableciendo el fortalecimiento del mercado interno y la alianza con los indígenas, quienes dejarían de pagar tributo.

Posteriormente, el comandante del Ejército Militar español, José Manuel de Goyeneche, hizo replegar a los revolucionarios hasta disolver la Junta Tuitiva, el 30 de septiembre de 1809. Murillo comenzó a ser perseguido hasta que fue apresado el 11 de noviembre y amarrado a la cola de una mula. Lo interesante es que, cuando rememoramos el aniversario de la ciudad de La Paz, cada 16 de julio, recordamos que el caudillo de la Revolución, antes de ser ejecutado en la horca el 29 de enero de 1810, dijo: “Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar, ¡viva la libertad!”. Frase que se ha convertido en un símbolo de la emancipación.

PATRONO. San Antonio de Padua,  en la iglesia de Santo Domingo de La Paz

El fuego ya estaba encendido

Murillo comenzó su carrera militar al servicio de la Corona Española. Tenía 29 años cuando fue nombrado teniente de fusilería para enfrentarse al ejército aymara comandado por Julián Apaza “Tupaq Katari” (Serpiente Luminosa) en 1781. Su primera hazaña fue retirar a varias familias españolas y criollas que vivían en los Yungas de La Paz, hacia la ciudad de Cochabamba. Así, alcanzó el título de capitán.

También lideró un ejército de 200 hombres al servicio del comandante Sebastián de Segurola. Y, según el historiador José Luis Roca, fue carcelero del comandante aymara. Al respecto, el movimiento indianista-katarista de la ciudad de El Alto construye la memoria del diálogo entre ambos líderes revolucionarios, previo a la ejecución de Tupaq Katari, el 15 de noviembre de 1781.

Durante una entrevista, el maestro amawta Mario Rayo, de la zona de Corazón de Jesús de la Ceja de El Alto, relató que Tupaq Katari se dirigió en idioma aymara a Pedro Domingo Murillo diciéndole: “Lunthat q’ara ninax wiytataxiwa, inapiniyatawa”. Entonces Murillo solicitó la traducción de esta frase, que puede ser interpretada como: “Ladrón opresor, el fuego ya está encendido, en vano nomás vas a hacer todo”.

Según esta versión, también reproducida en el libro Wiphala guerrera. Contra símbolos coloniales 1492-1892de Inka Waskar Chuquiwanka, el caudillo Pedro Domingo Murillo modificó la frase antes de ser ahorcado, plagiando al líder de la gran rebelión indígena. Por eso, Mario Rayo sostiene que “el 16 de julio, nosotros (los kataristas) recordamos el asesinato de nuestro Achachila, nuestro abuelo Tupaq Katari, no así la Independencia de La Paz, porque su lucha del Murillo es una mentira ¿no?”.

El proyecto de Katari veló por la autodeterminación política ante las reformas borbónicas de finales del siglo XVIII que, como describe la investigadora Silvia Rivera, fueron el emblema de la modernidad colonial, caracterizada por la violencia que impuso el régimen tributario: el quinto real, las alcabalas, diezmos u otras cargas fiscales, el monopolio de la coca, el reparto forzoso de mercancías y el reclutamiento de cargadores y llameros. Estas medidas afectaron el espacio del trajín colonial y, por eso, desataron la furia de la rebelión Katari-Amaru.

San Antonio Chapetón  En ese tiempo (1781), el criollo Murillo luchó contra las milicias indígenas que buscaban emanciparse de la Corona Española. Aunque, años más tarde (1809), las determinaciones más grandes de la Revolución coincidieron con el proyecto de Katari, pues los sublevados quemaron las listas de deudores y comprobantes de la Caja Real, declararon la inexistencia de los tributos e impuestos a las ventas, manifestándose en contra de las reformas. La diferencia fue que la primera lucha sometió a la población de la ciudad de La Paz a la privación de alimentos y agua, mientras que el proceso revolucionario de 1809 tuvo alcance popular.

Al terminar la rebelión, Murillo se dedicó a la actividad minera y ejerció el derecho en calidad de autodidacta. En 1805 participó en la fundación de “Los caballeros de América”, grupo de la masonería fundado en la ciudad del Cuzco. Allí comenzó a desarrollar ideas liberales. Ese tiempo, los rumores sostenían que los masones eran ateos, pero él fue devoto de San Antonio de Padua.

El historiador Ismael Sotomayor relata que, desde 1797, el español Agustín Bravo de Bobadilla instaló una botica en los alrededores de la Plaza Mayor, donde consagró a la imagen de San Antonio de Padua como patrón de su negocio. El boticario español era amigo de la causa libertaria, así que su negocio se transformó en espacio de tertulias.

A las siete de la noche, la botica de “don Acuti” cerraba sus puertas para recibir a Pedro Domingo Murillo, Mariano Graneros, Juan Cordero y Damián Vicuña. Los camaradas revolucionarios debatían sobre la política colonial y un día decidieron realizar el juramento patriótico: “¿Juráis, pues estar resueltos a llevar adelante nuestra obra y no temer sus consecuencias?”. Fue ante la imagen de San Antonio, quien al igual que el boticario era chapetón, es decir, recién llegado de Europa.

Meses más tarde, cuando Murillo fue apresado, su mujer llevó una imagen de San Antonio a la cárcel pública para que lo amparase. Él rezaba diariamente por su libertad, “pero el de Padua se hizo al sordo”. Llegó entonces el 29 de enero de 1810, y antes de dirigirse hacia la horca, encendió una vela al santo de su devoción diciéndole: “Esta velita que dejo encendida para San Antonio no me la han de apagar, porque es mi última ofrenda”. Según Sotomayor, este es el origen auténtico de la famosa frase de la revolución.

HOMENAJE. ‘Glorificación de Murillo’, de Joaquín Pinto (artista ecuatoriano, 1876). Está en el Museo Casa de Murillo

Versiones en la historia

La revolución del 16 de julio es un acontecimiento que debemos recordar casi por obligación para ser conscientes de los procesos históricos y sociales de Bolivia. En este caso, los recuerdos construidos en torno al proceso de emancipación se enfocan en las últimas palabras de Murillo, dejando de lado los procesos económicos que permitieron abolir la lucha independentista. 

Y es que, como describe el teórico literario Geoffrey Hartman, las explicaciones sociales de la destrucción pueden lograr lo imposible: permitir que los límites de la representación sean curativos, pero sin ocultar los acontecimientos que estamos obligados a recordar e interpretar para tener conciencia de nuestras sombras. Aquí existen varias versiones de la historia.

Para la historia oficial de Bolivia, las últimas palabras de Pedro Domingo Murillo simbolizan la lucha por la libertad y por la Independencia del yugo español. Contrariamente, el movimiento katarista interpreta las últimas palabras de Murillo como una modificación de las palabras que dijo el líder indígena Tupaq Katari, descalificando los alcances del proceso revolucionario y denunciando que criollos y mestizos de La Paz plagiaron un proyecto político que había sido planteado hace dos décadas. Finalmente, la versión de Sotomayor retrata al revolucionario católico que, sin haber recibido milagro alguno, nunca abandonó la fe.

No se trata entonces de encontrar la versión correcta o verdad histórica, sino de comprender cómo la historia se construye desde diferentes perspectivas, posturas y procesos ideológicos, que permiten construir las identidades sociales. Al igual que la tea de Pedro Domingo Murillo, la historia puede ser un instrumento incendiario que permite generar sentidos de pertenencia, reivindicación o la condena de diferentes grupos sociales. Algo que nunca se podrá apagar.

PINTURA. ‘La Ejecución de Murillo’, de Bernardino de Olivares (1900). El cuadro se halla en el Museo Casa de Murillo

FOTOS: GABRIELA BEHOTEGUY Y MUSEO CASA DE MURILLO