Tuesday 19 Mar 2024 | Actualizado a 03:12 AM

Atreverse a ser contemporáneos: una obra para todos nosotros

El performace ‘Vestigio’ de la coreógrafa Elena Filomeno se vio en Persona Casa Galería

/ 20 de septiembre de 2021 / 11:21

Vestigios es una obra engañosa. La mirada inocente, no habituada a lo que el mercado ha nombrado hoy como “conceptual”, como “contemporáneo”, piensa que se trata de pura parafernalia visual o, peor aún, una obra sobre el intimismo. Es decir, sobre la vida de María Elena Filomeno y su relación con su abuelo, “una invocación a él”, dice la obra, y todas las escenas giran en torno a objetos que los unen: cartas, música, una radio vieja… Filomeno, para quien no sepa verla, parece simplemente pasar de una cosa a otra, del ruido, de la linterna, de la oscuridad, a la danza. Como si hacer piruetas sin sentido necesitase de mucho ensayo… Quizás por eso a muchos les parezca de las obras menos logradas de Proyecto Border, en ese sentido yo diferenciaría radicalmente al elenco (conjunto de dos o más) de esta obra que lleva el sello poético de Elena y promete futuras obras (de distinta dirección a las que haga en Proyecto Border) cada vez, seguramente, con mayor profundidad.

No se trata de que esta no tenga profundidad, sino que habrá que evitar dejarse hipnotizar por la parafernalia (que sí, evidentemente también está ahí) y atreverse a ver. Para el espectador crítico que disfrute leyendo los sentidos desplegados por la obra, la imagen se vuelve un detonador estético y político, aquí diríamos que el tema sobre el que se baila es una reflexión sobre la memoria y, por lo tanto, sobre el tiempo. No será esta un abordaje clásico o de tesis, como no es nunca en el arte: aunque algunas coincidencias podamos establecer con Foucault, por ejemplo.

¿Qué nos dice sobre ambos temas? Al contrario de lo que se podría pensar, nos dice que el tiempo es un espacio y que, de vez en cuando, es habitado por todos nosotros. Hablábamos de Foucault porque para el famoso filósofo francés, cuando habla de las heterotopias, esos espacios otros donde la sociedad deja que pasiones, circunstancias específicas, locuras, conocimientos y marginalidades, surjan (entre las que obviamente está el teatro por excelencia), habla de la importancia que nuestro tiempo le da al espacio. Aquí entonces parece que Filomeno da un paso más: no solo le damos más importancia, sino que el primero será el segundo.

Aunque tal afirmación requerirá del ya habitual ejercicio de análisis, en este caso, por motivos de espacio, dividiremos la proposición en dos y nos concentraremos solo en la segunda parte: 1) el tiempo es un espacio. 2) De vez en cuando, es habitado por todos nosotros. Decido concentrarme en la segunda pues contradice la lectura que más he escuchado: la obra habla de la vida privada de Elena y, entonces, ¿qué nos importa a nosotros los espectadores?

Para mostrar, entonces, que la obra nos pone en juego y nos invita a habitar la escena con la propia Elena Filomeno, me detengo en una imagen. La sala que en sí misma es bastante pequeña, Persona Casa, con solo 15 personas en sala— está en total oscuridad, ya han sucedido cosas antes: Elena se ha confesado parte del universo y se ha presentado. Pero ahora no vemos nada, nos oímos nada, ni siquiera podemos intuir su movimiento que es, en realidad, tan cercano. De pronto, Juan Carlos Arévalo (encargado de iluminación de la obra) enciende una linterna. Apunta a Elena, que se ha cubierto de una tela llena de lentejuelas o algún tipo de material que refracciona la luz en miles y miles de pequeños puntos, hilos, gusanos; morados, azules… Estos fragmentos de luz bañan toda la sala, por supuesto también al espectador.

El gesto es doble y radicalmente comprueba la importancia de ese todos de la proposición a argumentar, comprobando que Filomeno no es inocente, hace teatro para pensar con los espectadores. Por un lado, lo evidente es que el yo de la enunciación, la nieta, Elena, está cubierto. Se podría decir que es un centro, un eje, un sol sobre el que rondará el universo entero (porque eso parecen las luces que nos bañan). Sin embargo, ese sol no tiene luz propia, es el otro quien la ilumina. Así como el espectador será quien deba llenar de sentido cada una de las imágenes. Pero incluso antes de pensar en el espectador, el gesto será el de la refracción: ese sol apagado pone sobre la mesa su ser, pero el ser que se piensa es el de la división infinita.

División infinita, desarrollemos, en tanto dos sentidos: el primero, en tanto no habrá un hilo narrativo que construya a este sujeto, es un yo cubierto, pero infinito. El espectador no podrá reducirlo, porque además no está ahí donde parece. Su insinuación, entre gestos e imágenes, es la de un fantasma. No solo se invoca al abuelo, al invocarlo se invoca a la infinidad misma de la nieta. En segundo lugar, esa nieta, ese yo, es todos nosotros (¿por qué todos tuvimos un abuelo?, preguntará el inocente espectador). No por simple identificación, sino porque al incluirnos en tanto cosmos nos señala también nuestra división y ahí… la posibilidad, la libertad, de habitar nuestro tiempo y ser contemporáneos.

Fotos: Gaia Van Diemen

Comparte y opina:

‘Sin aliento’, las capas de una contemporánea mina

La nueva obra de Katy Bustillos presenta la figura del minero para reflexionar sobre la masculinidad

Por Camilo Gil Ostria

/ 10 de diciembre de 2023 / 07:00

Allá en eso que es otra vida, en la década de los 70 y ante las dictaduras militares, la figura del minero deviene la figura de un héroe para la sociología y la literatura de nuestro país. Ya en Sergio Almaraz es explícito: el minero como un margen de la sociedad, pero que desde el margen puede resistirlo todo y oponerse a la violencia del Estado. Esa visión, heroica y romántica, es puesta en crisis en Sin aliento, la última obra escrita por Katy Bustillos y llevada a la escena los días 25 y 26 de noviembre en la Cinemateca Boliviana por un equipo brillante de jóvenes hacedores (Jorge Barrón, Daniel Prieto, Sergio López, Israel Alberto, Nebaí Ríos, Camila Perales, Daniel Bustillos y Valeria Illanes).

La puesta en crisis es visible de entrada: la mina no será aquí un lugar polvoriento y sucio, un lugar demacrado (como en Wajtacha, otra obra contemporánea sobre mineros, de El Búnker). Por el contrario, se eligió el blanco, lo pulcro, para representar esta mina contemporánea: se marca desde el inicio entonces que estamos ante un espacio simbólico. La mina es aquí un símbolo fálico que poco a poco se ahueca, se vacía, y pronostica su acabose. Quizás por eso Jorge, interpretado por Jorge Barrón, será un minero que no encaja con el estereotipo setentero: no es varonil, no quiere hijos, no entra a la mina a partir de un accidente que tuvo… Es un no-minero. Todo de blanco, Jorge es el único actor en escena, pero no por ello está solo: este hijo sin pulmones, también ahuecado, esta masculinidad en crisis, es una excusa para hacer que miles de lenguajes surjan y que, sin duda, quiten el aliento.

Pero esta obra está hecha por capas y solo la primera capa es la que se queda en el campo de lo obvio: del feminismo contemporáneo, la ecología postmoderna y la reflexión sobre la masculinidad. El espectador mismo se siente atravesado de esas capas porque el trabajo sonoro te va metiendo poco a poco, a partir de las vibraciones de las graderías y la potencia de notas bien elegidas, te obligan a saberte en crisis al igual que esos personajes. (Antes de seguir, un paréntesis o, quizás debería decir, una capa extra: Nebaí Ríos ya ha probado su valor en la escena boliviana, sus composiciones sonoras son las de mejor calidad que se escuchan en nuestros escenarios y tenemos mucho que agradecerle, en algún momento se debería hacer una nota solamente sobre su trabajo).

Decíamos, entonces, que el teatro acá va más allá del teatro. Pues el falo ha sido profundamente pensado y no solo está en todos nosotros: está sin estar, pues aquí se trata de tíos y no de padres, de desviaciones del poder. Así es significativo un intertexto que Bustillos a propósito mete en la obra: como en Princesas, de quizás la más importante dramaturga boliviana contemporánea, Claudia Eid, se le harán preguntas a Jorge que ya sin ser Jorge personaje deviene Jorge actor o sujeto. Significativo porque, como en Princesas, se trata de un personaje que es “Bianca y es un hombre”, es decir, que puede ser doble, que el vacío se vuelve gozoso, potencia no solamente de ver caer el falo (quizás caída imposible o no deseada, incluso en esta obra donde se relaciona a la catástrofe ambiental), sino una caída individual: ahí donde el sujeto puede ser más de uno al mismo tiempo, puede entrar y salir del falo. Así no es casual que estos textos sean dichos mientras Jorge infla a unos sujetos, también, falos simbólicos que él potencia a la vez que mata. Se une el goce del gesto masturbatorio con el dolor del estallar, dar y quitar aire.

Fiesta de luces, de sonidos, de voces que (gracias al uso de un micrófono y unas computadoras) produce ecos y repeticiones, las capas están aquí en todos lados: incluso en el código actoral que a veces parecerá sobreactuado, pero sin molestar del todo. Pero todo ello brinda hermoso sentido al final de la obra: del techo cae una tela blanca sobre Jorge: sí, es la mina que se desploma, pero no a la manera de Los 33, sino que Jorge sigue hablando y no, tampoco ha perdido el cuerpo del todo, se ha vuelto (él lo dice haciendo eco de las palabras de Deleuze y Guattari) un Cuerpo sin Órganos. Ha encontrado camino de aire, ha podido respirar sin pulmones. La caída de la mina lo vuelve uno solo con la misma mina, el falo no se ha deshecho, solo ha sido desviado. La imagen es vivaz productora de sentidos: la tela es falda y Jorge hace ahora de su madre, la tela es tierra y él hace de Bolivia, la tela es…

También puede leer: La hora del asombro

Acabo con un comentario extra, otra capa, sobre los muchos apoyos que recibió esta obra: SONANDES, El Gallinero, el Desnivel, el programa ARTEscénicas + digitalidad, todo en gran parte gracias al Goethe Institut. Esta obra, como su escenografía, llena de hilos que sostienen la tela hasta el final, ha tejido una telaraña a su alrededor. Esa es la única forma de hacer realmente. Bustillos trata de rodearse y trabajar en colectivo: ese es otro de sus dones y de su saber astuto. Esto debería suceder más a menudo porque solo así, como Jorge, el teatro boliviano volverá a respirar plenamente, incluso sin pulmones…

La obra se presentó en la Cinemateca Boliviana el 25 y 26 de noviembre.

Texto: Camilo Gil Ostria

Fotos: Ana Piroska

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Tratando de recuperar el polvo de una compleja escritura

La obra ‘Antígonas’, de Katy Bustillos y Samadi Valcárcel se exhibirá el sábado 28 y domingo 29 de octubre en Casa Grito

Por Camilo Gil Ostria

/ 29 de octubre de 2023 / 06:25

Nunca me atreví a escribir en prensa de Katy Bustillos porque su escritura es para mí siempre un vértigo, un proceso difícil de digerir, que exige una escritura más extensa y problemática (a ella le dediqué mi tesis de licenciatura). Después, entonces, de ese ir a un lenguaje complejo, me atrevo a sintetizar. Atrevimiento que se posibilita también porque en Antígonas son dos las escrituras, la de Samadi Valcárcel (quien también actúa) y la de Bustillos, las que se unen para crear un espacio polvoriento. Sin embargo, aquí el polvo no es metáfora de vejez, sino que cada grano de polvo es una estrella en una constelación de provocaciones o de dolores, son signos de esa escritura compleja que se te escapa de las manos. Y es que la obra se compone de una pluralidad infinita de capas, quizás también porque son cinco las directoras que participaron en este proceso: María Elena Filomeno, Francia Oblitas, Gladys Cruz, Gabriela Paz y Sasha Salaverry. 

La primera y más evidente de las capas es la historia que guía la obra: la biografía de una mujer (que es Samadi y Katy) condenada al cuidado de su hermano, al labor doméstico, al trabajo para traer pan y a la frustración artística. Como diría Ricardo Bajo, quien en una nota preciosa, la obra “Antígonas es un grito contra la explotación de las mujeres; las que cuidan/miman, las que cocinan y ponen la mesa, las que lavan los platos, las que lo limpian todo ‘para sanar’, las que entierran cuando está prohibido enterrar”. Sin embargo, más allá de masticar el “lado más patriarcal/colonial” de cada uno de nosotros, esa capa es solo una excusa para explorar, por un lado, una poética del dolor y, por otro, un lenguaje escénico.

Digo, por una mano, que la cuestión se trata de una poética del dolor porque esto no es nuevo en la dramaturgia de Katy Bustillos, a quien yo he seguido de manera cuidadosa y amorosa, pues su escritura no deja de deslumbrarme. Ahí, ya desde Melancolía, su primera obra allá cuando ella seguía siendo una colegial, hace del suicidio tema de risa y en ¿Por qué lloras? Los muertos no lloran, hace del dolor el único espacio posible donde se puede sentir amor y del amor el único pasaje a la escritura, al escape de los encierros a los que el lenguaje en tanto norma nos somete. Escape coreográfico pues nunca cae en el romanticismo de un “salir afuera” sino, como en su obra La gallina asintótica, se trata más de un volver a entrar al mismo lugar. El dolor pasa por una metáfora en Antígonas y en varias de esas obras: el dolor de muelas. Aquí el sonido, hermosamente compuesto por Nebaí Ríos, hace al espectador sentir ese dolor: las imágenes grotescas de la mesa de comida, las proyecciones de épocas de peste, el ritmo de la actuación magistral de Samadi proyectan y comparten ese dolor universal; pero, además, lo hacen lugar de goce.

Encima, por otra mano, la cuestión no se queda ahí: el lenguaje escénico está trabajado para potenciar, polvorientamente, las metáforas que el texto propone. Usualmente, las obras de Bustillos no logran pasar del papel a la escena de manera muy alegre; sin embargo, la mezcla con Valcárcel ha dado sus frutos. Esta última, experta en el lenguaje de los objetos, de las luces, del escenario en su sentido más táctil y material, con el apoyo de sus cinco directoras, ha logrado que el texto (sin perder nada) sea potenciado al dispersarse: en audios, en frases que se dicen con la boca llena, en el gesto de la artista corriendo para sobrevivir en esta sociedad. Es este lenguaje escénico el que concreta esta poética que nos señala también, al contrario de lo que dice Bajo, no una “abdicación de sí misma”, sino más bien un trabajo que no se detiene, un no querer parar que, incluso con el trágico final de la obra (nihilista, becketiano o como diga Bajo), nos recuerda una potencia de ese sujeto que, como la Antígona de Sartre, sabe que puede elegir la muerte cuando quiera, es libre y lo sabe, pero que, hasta cumplir sus objetivos y sus goces, decidirá la vida con todo y sus dolores de muelas. 

Porque, para finalizar, no queda más que recordar la hermosa frase de Brecht: “La guerra también implica la paz”. Así la obra, de tono dominantemente trágico, donde incluso el placer de la comida se vuelve asqueante, se vuelve solo un momento más en esa dramaturgia de Bustillos que es tan radicalmente revolucionaria por conocer tan bien esa tradición teatral que no se decanta en reducir todo a un adjetivo, a una sola postura. Por el contrario, la tragedia es pesimismo de fortaleza, es poder ver a la sociedad en su complejidad para transformarla, es potencia y goce de mirar la propia ceguera…

*‘Antígonas’ se repondrá el sábado 28 y domingo 29 de octubre en Casa Grito (Calle José María Zalles 939, San Miguel) a las 19.30. Entradas a Bs 40 en preventa y Bs 50 en puerta. Consultas al 73213120 y 77722200

También puede leer: ‘Cerca del sol, lejos del mar’: Un nuevo gran paso de Mariana Alandia

Ficha Técnica

Idea y Dramaturgia: Katy Bustillos y Samadi Valcarcel Dirección de escenas: Elena Filomeno, Francia Oblitas, Gladis Cruz, Gabriela Paz y Sasha Salaverry Actuación: Samadi Valcárcel Dirección actoral y ensamble: Francia Oblitas Dramaturgista: Katy Bustillos Video, mapping y asistencia: Israel Alberto Música y diseño gráfico: Nebaí Ríos Escenografía: Daniel Bustillos y Antonio Valcárcel Iluminación: Joe Salinas Voces en off: Sergio Ríos y Luis Caballero

Samadi Valcárcel es una de las escritoras y la actriz de la puesta.
Samadi Valcárcel es una de las escritoras y la actriz de la puesta.

También puede leer: Teatro Feroz y Mímesis presentan Antígonas, obra sobre el rol de la mujer artista boliviana

Texto: Camilo Gil Ostria

Fotos: Nicole Paredes

Temas Relacionados

Comparte y opina:

En la cabeza de un loko: la potencia del teatro amateur de Winner Zeballos

La obra del teatrista paceño, basada en una narración de Nikolai Gogoi, tiene de escenario una casa en la zona Sur

CAMILO GIL OSTRIA

Por Camilo Gil Ostria

/ 17 de septiembre de 2023 / 06:46

Allá en el 2018 viví un deslumbramiento ante la Dodecalogía de la destrucción, serie de 12 obras dirigidas por Winner Zeballos que acabó en diciembre de ese año en una especie de ritual cuya religión no pude descifrar. Quizás era un rito dionisíaco, que con sangre y vino acabó en la obra 11, con un herido que necesitó puntos en el hospital. Acabó sin acabar y dejó al espectador, coitus interruptus, con ganas de saber qué místico hecho habría acontecido esa noche si las cosas hubieran sido diferentes o quizás satisfecho de haber visto cómo se cerraba un experimento irrepetible en el teatro nacional. Y es que el simbolismo de esas obras de Zeballos era tan intenso que su paso a lo real acechaba en cada gesto: necesitaba de la sobreactuación, de la metateatralidad y de la simpleza escenográfica para recordarnos que es teatro. Algo de eso se perdió en las siguientes obras (quizás por su ruptura con la mejor actriz del país, quien le garantizaba espacios y elenco, relación que mostró, dicen las malas lenguas, la irresponsabilidad biográfica del actor). Pero hoy, saliendo de su última obra, vuelvo a ver en él una nueva forma de teatro que Bolivia necesita…

Luego de Pedro y le capitán, adaptación de la novela casi homónima de Mario Benedetti, Winner Zeballos realiza Diario de un loko, adaptación, también de una narración (ahora de Nikolai Gogoi). Esta obra, que se presentará todos los jueves del año (contactos al 78900066), tiene la producción de Guillermo Sainz y la dirección artística de Ivanna Terrazas. Cuenta la historia de un hombre/mujer/otro que, al principio, reniega de las labores oficinísticas en las que trabaja (afilar las plumas de su jefe). Elle cae enamorade de la hija de su jefe: la ve pasear a su perra (Shakira), quien le escribiría cartas a otro perro. El loko muestra entonces su verdadera cara y decide asaltar la cama del perro para saber qué cosas escribía Shakira. Poco a poco nos internamos en su demencia: ya no importa la chica ni el jefe, elle es la reina de China/España (porque aquí, al escribir China se escribe España, quizás porque escribimos con nuestro propio alfabeto y no el suyo, y entonces todo es la misma cosa). Y acabamos, evidentemente en el manicomio, donde la reina mira a Rusia/Bolivia, y llama a su madre pidiendo ayuda.

‘Diario de un loko’ estará todos los jueves del año. Info: 78900066.
‘Diario de un loko’ estará todos los jueves del año. Info: 78900066.

La historia, como las buenas historias de Winner y su Dodecalogía, es siempre doble o triple o múltiple. Y esos niveles no son sencillos de analizar, por lo que aquí solo propongo el análisis de tres gestos que, me parecen, van señalando, para futuras lecturas, un camino de experimentación que necesita, más allá del autor, ser pensado en nuestra escena: la locación, la enunciación, y la potencia de lo simple. Un camino que Zeballos enfrenta desde la sabiduría y el compromiso del amateur (en el mejor sentido de la palabra: de quien ama lo que hace), quien rechaza con ética y sentido las estéticas “profesionales”.

Ya en Pedro y le capitán, Zeballos citó a sus espectadores en una calle, en la que debíamos dar una contraseña secreta. De ahí, un hombre nos guiaba hasta un edificio cuya fachada decía “Ministerio de…”, el lugar era real e histórico. Subíamos entonces en un ascensor viejo, hasta un piso elevado, donde Winner, preparándose en el baño, era visto por primera vez, con su pelo rubio y su uniforme militar. Nos sentábamos en la sala y la obra acontecía: en ese caso sin mucho éxito, pues terminó siendo una obra demasiado clásica y realista para un actor tan experimental, cuyo tono no se adaptaba al que la obra exigía. En Diario de un loko también somos citados en la calle, sin contraseña ni nada, como para visitar a un familiar, somos recibidos y, cuando llegamos a una sala, en una casa privada de Calacoto, nos ofrecen vinos, mates o agua. El gesto es el de llevar al teatro fuera de las salas de teatro, un gesto que bien podría ser cliché.

También puede leer: Inestabilidad

En contraste, Zeballos va más allá del lugar común: siempre tuvo la idea de que uno debía montar sus obras ahí donde las ensayaba (idea que mencionó él mismo en varias entrevistas). Además, porque el espacio está repleto de significantes de lo amateur y lo improvisado: libros que nada tienen que ver con la historia, un sofá con peluches, luces que cambian de color. Normalmente, entrarías en ese espacio y dirías “la obra será un fracaso”. Sin embargo, desde ahí el engaño y el juego de dobles puesto en escena por Winner: el espacio poco a poco va cargándose de nuevos significantes: el mismo cuerpo del actor va re-significando lo que antes ya estaba ahí, bailando Singing in the rain mientras su lluvia de serpentinas cae escasa sobre el piso de madera. Poco a poco, entonces, terminamos hallándonos no solo en la casa del loko, sino en su cabeza: gracias a su cuerpo, que va cambiando primero de sobretodos, luego de vestidos, el espectador ve lo que el actor quiere que sea visto. El loko no es solo él, terminas siendo tú. El teatro se ha adueñado de lo real y, aunque quieras, no puedes salir de él.

Esto se fortalece a partir de la enunciación en la obra, pues inicialmente parece un actor amateur, trastornado, acelerado, escupiendo las palabras a mil por hora, gritando monótonamente. Empero, el oído atento pronto descubre que hay un ritmo, Zeballos está rapeando y a veces, en su rap, incluye otro ritmo musical: canta óperas clásicas, nos lleva con su voz, la ópera se folcloriza: parece cueca, se baila como chacarera. Zeballos, con una torpeza significativa, nos lleva con su voz a su mundo y, en esa su locura, se muestra un lector lúcido, sagaz y crítico.

No es casual, en ese entender, la escena en la que lee, con voz de niña, las cartas de Shakira. Pues nota con rapidez que las cartas están repletas de estupideces: “quién gastaría tanto tiempo en escribir tantas tonterías”, se cuestiona. Pero el espectador quiere saber más de esos deseos de niña mimada, que pronto, lo dirá él mismo en un análisis de esa correspondencia, se tornarán políticos. Pues criticarán el pensamiento privilegiado de su dueña y sus berrinches, “las cartas de las perras tenían que tener opiniones políticas”, remata. La perra, entonces, es también elle, que pronto, escandalizado ante la ausencia de rey en España, será quien ocupe ese espacio y, con su hermosa corona de plumas, haga de un boliviane/ruse/chine/españole soberane de ese otro palacio que es también el palacio del village people.

La potencia de lo simple entonces se hace ver, brilla por sí sola. Ya hacia el final de las obras, a Winner le ponen una bata de manicomio y se pone unas pantuflas: así, se apagan las luces, se pone humo y solo una lamparita de lásers verdes y rojos, detrás de su cabeza, se enciende. Es aureola de ese ángel que vino a anunciarnos la buena nueva del teatro boliviano, o de esta nueva psicosis que, esperemos, se contagie en nuestro continente. Las luces también son ese contagio, pues nos bañan incluso a nosotros los espectadores, es el pensamiento de Zeballos que, desde su coronilla, se lanza a nosotros. Psicosis festiva, entonces, pero crítica, pues cierra la obra llamando a su madre: sujeto de deseo que Winner invoca, para decirnos que no nos está condenando a la muerte con su contagio, sino a, como buena madre, buscar nuestros propios deseos. Como dice Roland Barthes: “Para mostrarte dónde está tu deseo, basta prohibírtelo un poco […] es necesario que yo sea la Madre suficientemente buena (protectora y liberal), en torno de la cual juega el niño, mientras ella cose apaciblemente”.

Texto y Fotos: Camilo Gil Ostria

Comparte y opina:

La imposibilidad de hablar de ‘teatro boliviano’

Lo primero que tendríamos que hacer para poder hablar de teatro boliviano es decir cuándo empieza.

Por Camilo Gil Ostria

/ 6 de agosto de 2023 / 04:48

Bolivia 198 años

¿De qué hablamos cuando hablamos de “teatro boliviano”? ¿Cómo podemos responder a esta pregunta sin caer en nacionalismos o en discursos victimistas tan frecuentes en nuestro contexto? ¿Cómo ofrecer una respuesta que no reduzca el teatro a una sola cantidad delimitada de personas o grupos, de épocas y estilos? La respuesta sincera es que hablamos de un imposible. Imposible en varios sentidos, de los cuales abordaremos aquí solo dos: imposible definirlo conceptualmente e imposible como actividad profesional.

Lo primero que tendríamos que hacer para poder hablar de teatro boliviano es decir cuándo empieza. La crítica nunca se ha puesto de acuerdo: ¿es el teatro colonial, realizado en el Virreinato del Alto Perú o el Virreinato de la Plata, ya teatro boliviano porque hoy conocemos a ese territorio con el nombre de Bolivia? ¿existió teatro pre-colonial como algunos riesgosos académicos discuten a partir de tradiciones quechuas? ¿dónde empezó nuestro teatro y nuestra dramaturgia? Sin embargo, la respuesta a todas estas preguntas es imposible de entrada.

Si uno revisa, por ejemplo, los entremeses, loas y coloquios, recuperador y publicados por Ignacio Arellano y Andrés Eichmann encontrados en el Convento de Santa Teresa, en la Ciudad de Potosí (y recientemente puestos en escena por estudiantes de la Carrera de Literatura), uno encontrará ahí quizás cosas muy cercanas a nuestro hablar presente. No solo por referencias regionales que incluso hoy entendemos porque han envejecido bien desde los siglos XVII y XVIII, en los que fueron escritos: valga mencionar el poncho, las hablas populares, la referencia a Tarija… Algo de eso es sin duda teatro boliviano. Y a decir, de Eichmann, nuestro movimiento teatral durante la colonia era comparable con el de Madrid; es decir, Potosí era en esa época quizás el lugar de mayor movimiento teatral de América Latina.

Y si uno revisa esas obras el puente con el presente está claro: pues los autores tratan de imitar las hablas populares, callejeras, coloquiales… Entre tunantes y negros, entonces, reconocemos un gesto que luego será recuperado en el siglo XX por autores como Antonio Díaz Villamil o Raúl Salmón. Hubiera sido así importante que autores como Karmen Saavedra, quien señala en su tesis de licenciatura que la dramaturgia boliviana empieza con Raúl Salmón, miren un poco a nuestro pasado, porque además el salto que se da entre la colonia y el siglo XX es demasiado grande. ¿Qué pasó en nuestro siglo XIX?, ¿cómo podemos reconocer los cambios y persistencias de nuestra historia teatral sin tener todas las fichas del rompecabezas?

Pasamos al segundo punto: el teatro boliviano es imposible porque todavía no se piensa el teatro como una profesión. El pensamiento de la universidad boliviana, en la que no existe una licenciatura en teatro o la única que existe (en Santa Cruz) no funciona y no produce investigadores, confirma este hecho. Pero lo confirma doblemente la visión que desde el Estado y el mundo editorial se tiene del teatro y de la dramaturgia.

Por un lado, el mundo editorial ha decidido que la dramaturgia no existe. Se cuentan con los dedos de las manos las antologías de teatro boliviano que, casi en su totalidad, ya no se consiguen en librerías. Además casi no existen (en el siglo XXI) publicaciones de las obras completas o de las obras parciales de nuestros principales dramaturgos: la reciente publicación de la obras de María Teresa Dal Pero, a cargo de Soledad Ardaya y Marcelo Villena debería ser un ejemplo a seguir.

Sin embargo, la tradición de publicar teatro, que parece ligeramente más fuerte en el siglo XX, ha sido perdida por nosotros: valga señalar que la colección más importante de nuestros tiempos, la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), en su listado de 200 tomos, solo tiene una antología de teatro boliviano (todavía no publicada). Y no incluye, de manera separa, a autores que merecerían su obra completa publicada como: Alberto Saavedra Pérez, Raúl Salmón o Antonio Díaz Villamil. Las editoriales privadas parecen seguir el mismo camino y el teatro termina siendo un género condenado a lo efímero, a no tener una historia.

Finalmente, esto se corona con la indiferencia estatal. A diferencia de cualquier otro país, donde existen elencos nacionales, subvencionados por el Estado, cientos de fondos económicos para que salas y elencos privados puedan vivir (y no sobrevivir) de su laburo, concursos nacionales y apoyo para la participación en festivales y concursos internacionales, en Bolivia no existe ningún tipo de apoyo. Al Estado no le importa el movimiento artístico y teatral del país, pues sigue pensando, a pesar de todo, que este es un gasto absurdo.

Imposible entonces nuestro teatro, pero aprovechemos de dedicar esta nota a todos esos hacedores que, hoy y siempre, desde la colonia y hasta el fin del mundo, hacen lo imposible posible y nadan en contra de la corriente para, incluso sabiendo que serán olvidados por nuestra historia, subirse a la escena y, por un momento, movilizar las potencias del imaginario.

Camilo Gil Ostria  Crítico de Teatro

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Una ética de la actuación en las obras del AltoTeatro

La obra dirigida por Freddy Chipana forma parte del ciclo de funciones con conversatorios que organiza la Escuela de Espectadores.

Por Camilo Gil Ostria

/ 11 de junio de 2023 / 06:41

El siguiente artículo, en realidad, lo escribí hace tiempo; tratando de ensayar un acercamiento al que (para mí) es quizás uno de los elencos más provocadores de nuestro país: el AltoTeatro. Mi acercamiento es quizás fallido y por eso termina siendo una serie de apuntes que, más que hablar del elenco como tal, hace más énfasis en Eterna, esa obra producto de un taller de Freddy Chipana que cuenta la historia de una familia de cinco mujeres: la madre y sus cuatro hijas. Ellas se dedican a despellejar gallinas, metáfora perfecta de la vulnerabilidad que se muestra en la relación de estas mujeres que, sin lugar a duda, se aman y se lastiman. Apuntes, entonces, que señalan la necesidad de un acercamiento más detallado, pero que decido publicar ahora porque esta obra será representada el día 22 de junio en el Teatro Doña Albina (Espacio Simón I. Patiño, Sopocachi, av. Ecuador entre Rosendo Gutiérrez y Quito) a las 19.00. Después de la función habrá un conversatorio dirigido por la Escuela de Espectadores.

1) En Eterna, una de las cuatro hijas de Angustia, una madre cruel y despiadada, interpretada con precisión y potencia por Carmencita Guillén, se va a un rincón luego de una de las peleas familiares que marcan el ritmo de esta obra. En su rincón, Milagros (Carmela Tito), ante la desesperación del infierno que vive, llora mientras degüella a una gallina (ese es el trabajo de esta familia de cinco mujeres). Pero la ambigüedad pronto se alza: llora, pero al mismo tiempo ríe. La actuación, de tinte brechtiano, no permite al espectador saber cuál de las dos acciones hace: no se trata entonces solo de una maestría técnica, de una gran actuación, sino de una ética. Llora y ríe, mata a la gallina y al mismo tiempo la abraza. Así es la relación de todas las hijas con su madre y viceversa.

2) ¿De qué ética se trata? Antes de iniciar con Peligro, obra que marca a este elenco desde sus inicios por ser una reflexión sobre el quehacer artístico en Bolivia, se proyectan fotos: grandes del teatro boliviano se intercalan con Brecht y otros. Al mismo tiempo, en el montaje se usan varias veces recursos que recuerdan a este grande: carteles que dicen que uno es actor, gestos que son exagerados adrede, baile y música. No es una casualidad, el famoso teatrero alemán del siglo pasado ha sido muy bien comprendido por Chipana y su elenco: la distancia brechtiana no se trata de que el espectador no sienta nada, por el contrario, se trata de generar una intensidad emocional que pueda ser pensada. No sentida y luego pensada, sino ambas cosas a la vez. Solo ahí se plantea una pregunta al espectador, no respuestas, dudas. Y en la duda el actor deja de estar encima de mí, me invita a pensar y a vivir con él. He ahí lo que Roland Barthes llama, al ver el montaje de Madre coraje, la moral de la pregunta y ahí donde Brecht dice que muestra el mundo para que el humano se apodere de él y lo haga un mejor lugar para vivir: será por eso que hacer arte es un peligro…

Foto: Eloa Da Silva y Néstor Limachi

3) ¿Pera será el AltoTeatro solo una repetición, con menos presupuesto, de Brecht (y no solo de él, sino de una larga lista de referencias estéticas que uno reconoce en sus obras: desde Los Andes, hasta el melodrama latinoamericano)? No, Freddy Chipana, el director, dramaturgo y a veces también actor, guía del AltoTeatro, ha desarrollado un sello que, nutriéndose de una larga tradición, es único. Como Milagros, llorando y riendo a la vez, él maneja estéticas de otros y una originalidad distinguible a leguas simultáneamente. ¿En qué se diferencia su estética? He ahí la cuestión…

También puede leer: La ‘pecera’: breve historia de una casa maldita

4) Alegría (Gladys Cruz), la hija al parecer más problemática de Angustia por haberse embarazado de un hombre que no la ama y con quien no tiene ninguna unión real, tiene una imagen que me parece precisa para acercarse al tema. La madre y las hermanas, atrás, hacen su trabajo (sacan las tripas de las gallinas), la coreografía es clara: puñalada al animal, tripas al cielo, la coordinación es precisa. Mientras, adelante, Alegría se siente como las gallinas, acuchillada, porque sabe que en esa casa, en este infierno, nadie la apoyará al saber de su embarazo. Una puñalada, un golpe en ella. Parece que estamos en el espacio del melodrama, las actuaciones (que algo de sobreactuado tienen) señalan esa dirección. Pero hay un matiz, al mismo tiempo que vomita, ella baila, gira ante las luces ligeramente azuladas. El dolor es, a diferencia de en el melodrama, un goce que la libera. Es a partir de ese dolor que en algún momento de la obra todas las hermanas sueñan una vida diferente, pero no se quedan en soñar: festejan y gozan también la que tienen, a pesar de todo. No con un gesto conformista o determinista, sino, como en Peligro, como quien hace del dolor su coreografía de baile y en el baile deja de sufrir al menos un ratito…

Foto: Eloa Da Silva y Néstor Limachi

5) Pensar entonces desde un lugar marginal, el lugar de las ratas, es la potencia única de Chipana. Pero no pensar desde ahí como quien se piensa víctima de la vida y que no puede hacer nada con sus circunstancias, sino como quien decide quedarse en el infierno y verlo a cara descubierta, haciéndolo su fortaleza y su goce. Su estética llena de imágenes de baile, donde las cintas de peligro te rodean, donde las serpentinas vuelan y los corazones se llenan. Una estética de colores y arroces que vuelan, como en esa otra obra en la que trata la figura del enamorado, Dime que me amas, de arena que golpea el suelo ante la muerte de Angustia… Así Freddy se va moviendo con potencia y pensando la política desde otro lugar: ahí donde solo mirándonos y acompañándonos algo podremos hacer de este infierno. Ahí donde el amor es la fuerza que mueve el mundo.

6) Consuelo (Yaneth Gandarillas) llega ebria una noche a su casa: le dice a su madre todas sus verdades. Le reclama que hace miserables a todas sus hijas, que el hedor que apesta la casa y al que se hace referencia durante toda la obra es el hedor de su miseria a la que quiere arrastrar a las cuatro, que la odia y que la hace infeliz. La madre cambia su rostro y su emoción, incluso parece palidecer: “me has matado en vida”, afirma y se marcha de la escena. La escena final hace que las lágrimas empiecen a correr en el público: Milagros planea con su madre vender la casa, esa casa que apesta y está repleta de miseria, donde cada vez hay más moscas husmeando por la mierda que ahí adentro parece concentrarse. Primera vez que la madre quiere irse, cambiar de vida, primera vez que le dice “hijita” y Milagros, a ella, “mamita”, mientras la acuesta. Milagros sigue soñando y, de pronto, la madre está muerta. Con esa imagen igual inicia la obra, en una estructura perfecta que deja pensando: ¿hemos vuelto a lo mismo? No, porque viendo al AltoTeatro, ya con 20 años de trayectoria, hemos muerto un poco y lo que muere nunca vuelve igual… Este elenco, siempre reconstruyéndose, así también es: siempre haciendo una misma obra, siempre una nueva, pero siempre soñando y amando su quehacer.

Con Edith Alejandra Quiroz, Carmencita Guillén, Mayra Bautista Paz, Gladys Cruz, Carmen Luisa Tito Chura.

.

.

‘Eterna’, de AltoTeatro
Función única de ‘Eterna’ más conversatorio posfunción con la Escuela de Espectadores. Precio de la entrada: 40 bolivianos. Número de contacto: 75217797 / 73731524 Fecha y hora: 22 de junio a las 19.00. Lugar: Teatro Doña Albina (en el Espacio Simón I. Patiño, Sopocachi, av. Ecuador entre c. Rosendo Gutiérrez y Quito).

Texto: Camilo Gil Ostria

Fotos: Eloa Da Silva y Néstor Limachi

Temas Relacionados

Comparte y opina: