El siguiente es un texto —aumentado y corregido, como adelanta el título— que escribí como prólogo para el libro Felipe Delgado de Jaime Saenz. 40 años, publicado en 2020 conmemorando las cuatro décadas de la gran novela de Saenz. El libro inaugura La biblioteca del Zorro Antonio, un proyecto de la Carrera de Literatura de la UMSA que cada año celebra con lecturas frescas obras fundamentales de Bolivia.

Pocos títulos en nuestro país son tan vigentes como Felipe Delgadoy pocos autores generan un impacto tan grande como Jaime Saenz. No solo en lectores, en la academia, en pintores, músicos, dramaturgos, sino también en nuevas generaciones de escritores que claramente beben y se alimentan de esta sólida influencia. Incluso quienes reniegan contra el estilo y las monomanías tan particulares de Saenz contribuyen, pienso, a afianzar su vigencia. No deja de sorprenderme la idea de que un autor boliviano —en Bolivia— logre tener tantos (y tan apasionados) fans y detractores. En el pequeño “mundo de las letras” —sobre todo paceñas— adoptar una de estas posturas parece ser algo de rigor. Ahora se celebra 100 años del natalicio de Jaime Saenz. Me siento poco calificado para hablar de toda su obra, por eso me refugio en Felipe Delgado. Y no es que me sienta más calificado para hablar de esta novela, pero me reconforta adherir mi voz al tremendo grupo de escritores que conforman el libro que edité hace ya un año y que se presentó hace unas semanas en la FIL La Paz. A continuación, pues, el prólogo.

1.Felipe Delgado es una de las obras más importantes de la narrativa boliviana (una obviedad necesaria que vale la pena despejar de entrada). No lo digo solo porque forme parte de un canon nacional consensuado (como el de las 15 novelas fundamentales de Bolivia), sino porque su influencia se ha extendido a varias generaciones de lectores y escritores. A pesar de haber cumplido ya 40 años —tiempo por demás suficiente para aniquilar un título— sigue vigente y en movimiento.

Parte de este impulso viene de la figura misma de su autor. En agosto de 2020 habrán pasado ya 34 años desde la muerte de Jaime Saenz y estamos en medio de una transición: conviven hoy lectores que conocieron al autor y aquellos que solo conocen a alguien que lo conoció. Con los años, se irán añadiendo eslabones a esta cadena. Pocos autores, como Saenz, sobreviven a este oleaje irrefrenable y, entre ellos, menos aún pueden consolidarse como un mito. La extravagante imagen que se ha construido de este autor calza con las lecturas de Felipe Delgado, su obra más alta, y ambas se alimentan (una a la otra) en un movimiento cíclico que ayuda a mantenerlas vivas. No puede hablarse de Felipe sin mencionar a Jaime y viceversa. Sin embargo, algo más orbita alrededor de esta novela. Tengo en mi librero Felipe Delgado compartiendo anaquel con otras novelas igual de grandes (en toda la acepción de la palabra): al lado están Infinit Jest de David Foster Wallace y El hidalgo Don Quijote de la Manchade Miguel de Cervantes. No pretendo plantear una valoración, ni mucho menos; solo me parece que esta coincidencia espontánea me da pie a pensar en algunas características comunes entre las tres obras.

2. De pie, frente a ellas, todas producen una suerte de vértigo que aparece a medida que vamos tomando consciencia de lo profundo que han cavado, de lo amplias y complejas que son sus historias y del sinfín de asociaciones que las articulan. La perfección de sus universos es abrumadora y puede hacernos sentir cerca y lejos con total fluidez, en el fondo de un pozo y en el centro de un océano: junto a Felipe en La Bodega, analizando la porción de una costura en el saco de un aparapita, y en una playa desierta al borde del Pacífico, pensando en la muerte. Este ritmo da cuenta de la amplitud de la obra y genera este vértigo al que me refiero.

Coincidentemente, las tres son obras de largo aliento, es decir, textos extensos escritos en varios años (como 20 o más en el caso de Felipe Delgado). Y calzan en la manida definición de Ítalo Calvino sobre los clásicos: aquellas obras que nunca terminan de decir, esas que, aunque conocemos “de oídas”, al momento de leer (y releer) nos resultan completamente inesperadas. Son inagotables y, si bien ni la de Saenz ni la de Wallace existirían sin la de Cervantes, a su manera, cada una marca un hito en la literatura. La singularidad de este tipo de obras radica en que cuando nos adentramos en ellas no solo leemos algo, sino que leemos desde un lugar particular.

Las tres, en general —pero más concretamente Felipe Delgado— se han leído y analizado bastante, bebiendo de ellas hasta el cansancio. ¿Y qué se puede hacer cuando se agotan las aguas? Pues, como imagina Ray Bradbury en una de sus crónicas marcianas: construir barcos para andar por la arena. Las temáticas de un libro pueden agotarse pues, como las metáforas y las experiencias humanas —decía Jorge Luis Borges—, solo hay unas pocas cuantas para contar. De lo que se trata, eventualmente, es de recorrer los mismos lugares, pero de formas completamente distintas, pues una gran novela —como lo son éstas, como lo es Felipe Delgado— guardan tantas lecturas como lectores dispuestos a leerlas.

Así es, precisamente, como me gusta pensar este número inaugural de La biblioteca del Zorro Antonio: como un barco para navegar por la arena.

3. Los textos que reúne esta publicación se dividen en tres secciones. La primera, que hemos llamado de “Acercamientos personales”, es una sección llevadera y relajada, sus temáticas oscilan entre aproximaciones a la obra homenajeada como tal y al autor de la misma. El texto que inaugura esta sección —y por lo tanto el libro— es la reproducción de una hermosa entrevista a Jaime Saenz hecha por Luis H. Antezana en 1978 para la revista Hipótesis. En ella, además de profundizar en varias obsesiones del autor, así como en sus próximas publicaciones, se leía como primicia un adelanto de Felipe Delgado. También acompañan esta primera sección Claudio Cinti (el traductor de la novela al italiano), Alan Castro y Álvaro Diez Astete.

La segunda parte del libro es la de “Acercamientos académicos”. Está compuesta por ensayos formales que responden a una estructura académica definida. Aquí encontramos ensayos como el de Mauricio Murillo, quien plantea una divertida comparación entre los remiendos de las telas del saco de aparapita y las pieles del monstruo del doctor Frankenstein de la novela de Mary Shelley. Escriben también: Susana Inés Santos, José Manuel Baptista, Rodolfo Ortiz, Iván Barba y Mirka Slowik.

Y, finalmente, la tercera sección se denomina: “Acercamiento a Imágenes Paceñas”. Es un breve homenaje a, precisamente, Imágenes Paceñas, con un texto titulado “Una ciudad que nos habita” de Carla Hannover. Un ensayo que aborda esta obra que también fue publicada en 1979 y que, por su importancia, no podíamos dejar de mencionar.

Fotos: Archivo La Razón